#CosasQuePasanEnLaGuardia #131. La traen de la UFU en una silla de ruedas. El traqueteo hace juego con la guardia. Luce unos bucles pelirrojos que apenas rebasan los hombros de la campera negra arratonada que lleva abierta sobre un sweater de lana gruesa (+)
(-) celeste con manchas de algo que podría ser café. Huele a mandarina mezclada con el terror de los que vienen sabiendo que se van a quedar internados. Sobre su falda, un bolso negro confirma mi teoría. La veo avanzar hacia el consultorio número tres mientras me pregunto si (+)
(-) tendrá el covid ya diagnosticado o si seré yo quien tenga que darle la mala noticia, si habrá alguna cuestión que la vuelva de riesgo –por suerte no supera los treinta–, si su familia estará sana, como ella o peor y si la mandarina con el café no le dará más diarrea de la (+)
(-) que este bicho ya trae.
–Veintisiete años, palabra entrecortada y satura ochenta y ocho –la enfermera del triage de afuera (la que filtra qué pacientes son para UFU, cuáles para acá y despacha a los que no tienen criterio de hisopado) me saca de mi monólogo interno.
(+)
(-)
La entra al consultorio, la sienta –los escasos kilos de la paciente colaboran con la falta de camillero (hay uno con covid y dos aislados por contacto estrecho)– y le pone la máscara de oxígeno. Apenas gira la perilla que regula el flujo, arranca un ruido a huracán que la(+)
(-) obliga a cerrarla. Resopla. Prueba una vez más, ahora con un movimiento de los dedos mucho más sutil. Misma historia.
–No anda –cierra los puños.
Puedo sentir sus uñas clavándosele en las palmas. El ritmo de la respiración de la paciente se acrecienta. Me apuro con (+)
(-) el camisolín del EPP (equipo de protección personal, todo el equipo con el que tenemos que vestirnos para entrar a ver a los pacientes con sospecha de Covid o a los que ya son confirmados) que acabo de sacar de la cajonera, sigo por los guantes y paso a la cofia. (+)
(-) El enfermero morocho regordete –apenas más alto que yo y de cabeza demasiado grande para su cuerpo– se asoma por encima de mi hombro. Se ve que lo atrajo el bramido del infierno.
–Ajustá la tuerca que da a la pared y no endereces el flumiter cuando quede chanfleado –le (+)
(-) explica a la enfermera.
–¿Cómo? –ella gira la cabeza hacia nosotros y entrecierra un ojo.
Los tiene agotados y recién entró hace tres horas.
–Si lo enderezás, pierde –aclara él.
(+)
(-)La chica –parece de veinticortos– lo mira, mira el bendito flumiter (el aprato que regula cuántos litros de oxígeno se le administran a la paciente a través de una perilla que rara vez funciona bien) y vuelve a él con un par de pupilas que solo quieren apagarse por, al (+)
(-) menos, un rato.
El enfermero se saca el barbijo quirúrgico que trae puesto, se calza su N95, le suma el quirúrgico arriba, se enguanta y entra antes de que pueda ofrecerle otro camisolín del cajón. Apura el paso hasta el coso maldito, lo aborda desde el otro lado de (+)
(-) la paciente en un intento de recibir la menor cantidad posible de gotas de saliva y ajusta la tuerca hasta que la columna que mide queda en diagonal apuntando a la puerta que –recién noto– está siendo azotada por alguien con mucha más fuerza que yo. (+)
(-) El enfermero me mira –mi sueco de goma atraviesa la bota derecha que acaba de desfondarse–, apunta hacia la puerta que da a la sala de espera –la de los golpes furibundos– con su cabeza de toro y enfila hacia ahí; sus pasos por poco se hunden en las baldosas. (+)
(-) El estruendo compite con el de la puerta que abre de golpe hasta eyectar medio cuerpo hacia afuera.
–Estamos con una paciente que no respira bien. ¿Me explicás qué es tan urgente? –le ladra a alguien que no llego a ver.
(+)
(-)
–Que vinimos hace ya una hora, flaco –le contesta un hombre que por la voz tendrá unos cuarenta y pico.
–¿Flaco? –el enfermero baja la cabeza y la sube de nuevo.
Casi que estoy segura de que se miró la panza, aunque no sé si se rió.
(+)
(-)
–Hablá con el orientador, pero acá no vuelvas a golpear –previene al maleducado.
Quiero abrazarlo.
–Ese gil dice que no hay lugar y mi mujer no puede más del pis que le quema. Se le va a prender fuego adentro –le contesta el hombre.
(+)
(-)
Los hombros del enfermero suben y su tórax se ensancha. Se queda así unos segundos, callado, y vuelve a meterse para adentro.
–Dale, vení, pasen los dos, por favor, no vayan a esperar con la infección urinaria, no, pasen. Pero eso sí, no respiren mucho que la señora acá (+)
(-) es sospecha de covid –le larga finalmente mientras se pone de costado y estira el brazo hacia adentro invitando al hombre a la camilla frente a la paciente que sigue respirando rápido.
–Hijo de puta –le larga el otro mientras da un paso atrás.
(+)
(-)
–Tremendo. Tremendo pedazo de hijo de puta soy, así que más te vale que no vuelvas a golpear –le retruca el enfermero con los decibeles de su voz rasposa por el cielorraso y cierra la puerta.
Pone la traba, retrocede, saca la silla de ruedas y me larga un “de nada” (+)
(-) sobrepoblado de hartazgo mientras lo baño en alcohol. Se descambia y desaparece. Yo sigo por la enfermera que me informa –mientras se saca el camisolín y los guantes en bloque– que la mujer no está hisopada –la trajo volando apenas la vio tan mal–. Saca su alcohol, (+)
(-) rocía la silla de ruedas y la arrastra de vuelta a la UFU con un traqueteo apenas más aliviado que con el que vino.
Adentro, la chica respira algo más lento. La saludo y, en cuanto me acerco, vuelve a acelerar. El vaho a mandarina se entierra en mis fosas nasales. (+)
(-) Hago una nota mental para chequear cuándo me toca cambiar el N95.
–Mis manos –se queja.
Las tiene hechas montoncito.
–Es por lo rápido que estás respirando –le explico–. Meté aire hondo y sacalo lento. Mirá, así –le muestro y aprovecho para aflojar los hombros–. Eso (+)
(-) ayuda.
Intento separarle los dedos para ponerle el saturómetro. Los tiene helados y rígidos, imposible. Se lo calzo en la oreja. Noventa y nueve por ciento. Le explico que está oxigenando bien, que eso es bueno y le pido que se saque la campera para escucharle más cómoda (+)
(-) la espalda. Lo hace y sigue por el sweater celeste debajo del cual tiene otro –blanco, con las mismas manchas de café– que también se saca. Los dos huelen a un spray de esos para perfumar la ropa que jamás usé.
(+)
(-)
Durante esos segundos parece que se olvida de respirar rápido y se le aflojan las manos. Le paso el saturómetro a un dedo con la uña de esmalte rosa claro saltado por la mitad y se lo muestro.
–¿Ves? El oxígeno en tu sangre está al máximo que se puede. Tranquila.
(+)
(-)
Baja y sube la cabeza despacio.
–Estoy embarazada –pronuncia y parece más para ella que para mí.
–¿De cuánto? –le pregunto mientras miro su panza apenas globulosa.
Podrían ser ravioles, pienso.
–No sé bien. Soy irregular y creí que era eso.
(+)
(-)
–Entiendo, ¿pero te hiciste algún test? –indago
–El del palito y las rayitas –contesta mientras hace círculos con el índice por encima de la remera sobre donde debería estar su ombligo.
–¿Y viste a algún médico desde ahí?
(+)
(-)
–No. Es que me había separado y sola no me animé. Tratábamos hace mucho y siempre que creía que sí, era no. Él se cansó y se fue. Y recién le dije del test hace unos días y dijo que estaba tan feliz que ahora sí que iba a volver y me iba a llevar para hacer todo (+)
(-) bien –entrecortado no habla y el ritmo de su respiración es casi normal.
–Entiendo. ¿Y esto de que te falta el aire cuándo empezó? –le pregunto mientras bajo la perilla de oxígeno un poco.
(+)
(-)
–Ayer. Mi amiga me llamó que ella y el hermano dieron positivos y yo tenía unos mocos en la nariz, pero pensé que eran de la alergia.
Se juntó con ellos varias veces. Cena tres días y mates –cada uno con el suyo– otros dos. La última fue ayer. Estuvieron un par de horas (+)
(-) cerca y con tapabocas apenas por ratos.
Dice que es alérgica al frío y que siempre le agarra, pero que ahora se siente distinta. El gusto no lo perdió, y oler, huele menos, aunque puede que sea por los mocos que jura tener. Acá no se sonó ni una vez. Sigue con que (+)
(-) anda con tos –tose seco, mínimo. Lo hace en tres salvas de a dos toses que son la nada misma–, que el pecho le aprieta y que el aire le falta y ya respira rápido de nuevo. Le subo el oxígeno una pendejésima y se calma. (+)
(-)
Antecedentes tiene pocos: fumaba de chica –de los diez a los dieciocho, aclara, y pienso que a los diez yo todavía jugaba con muñecas. Mi preferida era una chiquita con remera blanca de trapo y pollera de jean que me había cosido mi mamá. Mi mejor amiga usaba (+)
(-) una más grande, rubia platinada, con vestido de novia. Juntas salían de shopping, hacían piruetas y se metían a un mar imaginario en el que las olas nunca las revolcaban mal–, alcohol toma solo en las juntadas –nada desde que se dio cuenta del atraso– y asegura que nada más.+
(-) El tema de los embarazos que no se le dieron no se lo estudió; su marido quería las cosas naturales.
Le tomo la presión y la temperatura; normales. Taquicárdica sí que está, aunque no tanto. Le hago un electro por las dudas que no da nada raro.
(+)
(-)
La tranquilizo con que la veo bien y que le voy a pedir una ecografía por su embarazo y enseguida recalca que por favor no me olvide del hisopado, que está segura de que se lo agarró y que necesita que la cure. Le digo que sí, que la voy a hisopar, y que voy a hacer todo
(-) lo que pueda para que ella y su bebé estén bien. Ahí se lleva la mano a la panza, se la acaricia y se queda en silencio. Yo miro al techo y ruego para que no sea covid y que, si es, no se complique.
Le explico cómo es el tema del hisopado antes de arrancar. (+)
(-) Me pide un segundo, se revuelve los bucles, respira hondo tres veces y se baja finalmente la máscara de oxígeno. Le indico que apoye la cabeza contra la pared y que respire hondo. En vez de eso, larga el aire. Espero a que termine, entro el hisopo, avanzo y se le escurren (+)
(-) un par de lágrimas. Igual, me hace con la mano que siga. Llego al fondo, a donde hay que llegar, sin demasiados vericuetos. Giro en círculos y larga una arcada por la que se disculpa. Paso a la otra fosa nasal. Resulta recta, fácil, rápida: una autopista. (+)
(-) Tose otra tanda de tres salvas y salgo bañada en mandarina.
Mi compañera lleva las muestras y yo le pongo el saturómetro de nuevo ahora que estuvo sin la máscara. Le muestro que satura hermoso y arranca a respirar rápido de nuevo mientras se la sube.
(+)
(-)
Para la hora de la ecografía ya logré cerrarle el oxígeno. Le explico que no lo necesita y se saca la máscara con un tintineo de sus uñas saltadas. Se abriga con los sweaters, uno a uno, mancha a mancha. Cuenta que cuando la amiga le avisó que eran positivos se tiró (+)
(-) el café encima y ni atinó a cambiarse. Quemarse, no se quemó; lo toma medio frío.
Se sienta en la silla de ruedas que me robé de un pasillo y se tapa con la campera hasta el cuello. Se mira la panza de a tramos y acelera la respiración. Le saco charla: se quedó sin (+)
(-) trabajo hace unos meses –era algo de oficina– y se puso a hacer empanadas y pizzetas para vender. Con eso tan mal no le va. Le ofrezco promocionarla en la guardia cuando se mejore y promete traerme para probar. Su respiración aflojó bastante. (+)
(-)
Le digo que más le vale y la entro al área de imágenes. La médica nos hace pasar rápido y le prometo pizzetas. La paciente se acuesta con un “Sí, sí. Yo les traigo” que apenas se escucha. Tiene los ojos en el techo y la frente fruncida.
(+)
(-)
La eco es primero por la panza y después por la vagina.
–Ahí está tu porotito –le muestra finalmente mi colega–. ¿Escuchamos los latidos?
La mujer sube y baja la cabeza enérgica con los bucles –todavía inmaculados– que la acompañan. (+)
(-)
La médica toca un botón y ahí están. Fuertes, claros, rápidos, perfectos. Se me meten hasta el pecho y mi corazón parece acelerarse. A la paciente se le inundan los ojos que a la vez se ríen. Se le empapan las mejillas y hasta el barbijo.
(+)
(-)
–Siete semanas y todo bien por ahora –la médica imprime un par de fotos–. Felicitaciones, mamá.
La mujer de los rulos inmaculados con olor a mandarina la mira en silencio. Respira hondo y los ojos ya no se le ríen.
–No. No puede ser –murmura.
(+)
(-)
–¿Qué cosa? –pregunta la imagenóloga.
–Yo estaba separada, tiene que ser más –la voz le sale temblorosa.
–El margen de error muy grande no es… –le explica mi colega.
–Tres meses. Tienen que ser unos tres meses –la paciente respira rápido otra vez.
(+)
(-)
–A tanto no llega, no –la imagenóloga inclina la cabeza hacia el costado y me mira.
Levanta las cejas y yo le respondo con un gesto idéntico.
Le pasa un poco de papel para que se limpie el gel y la dejamos sola así se viste. Pasa el tiempo y la puerta sigue cerrada. (+)
(-)
Golpeo y entro. Está sentada en la camilla acariciándose la panza mientras le susurra que todo va a estar bien. Un resorte de pelo rojo rebota delante de su cara.
–Esa es la actitud –la felicito–. Bien. Sí, van a estar bien.
(+)
(-)
Ella sube y baja la cabeza mientras se pasa a la silla de ruedas y se tapa de nuevo con la campera.
Volvemos al consultorio. En el camino, va doblando la ecografía –primero al medio, después en cuatro y de ahí en ocho– con sus uñas rosas saltadas. Se la guarda en el (+)
(-) bolsillo de la campera y pasa a acariciarse la panza y cantar el arrorró por lo bajo.
La pelirroja me avisa que el test rápido dio negativo y que la PCR va a estar recién mañana. Miro a la mujer de los bucles, el olor a mandarina y el arrorró. Respira perfecto, ya no (+)
(-) tose y los ojos volvieron a sonreírle.
–Si te parece, hacemos que te vean de obstetricia y, si está todo bien, esperás el resultado en tu casa –le ofrezco.
(+)
(-)
–No hace falta –responde mientras se levanta de la silla de ruedas–. Ahí llegó mi marido y vamos a buscar a una obstetra que me guste y que me trate bien.
Un hombre alto, castaño, de hombros anchos y piernas que forman un paréntesis se acerca y se queda a unos pasos.
(+)
(-)
–Hola doctora –me saluda–. ¿Cómo encontró a mi mujer? ¿Tiene el bicho o no?
Apenas llego a abrir la boca que la esposa me frena:
–Estoy bien. Fue solo un susto parece, aunque hay que esperar al hisopado de mañana, pero la doctora me dijo un montón de veces que saturo (+)
(-) lo más bien –aplaude.
Yo me quedo mirándola. Analizo su respiración, ya lenta, sus manos que se mueven como si nunca hubieran formado ese montoncito doloroso y sus ojos –entre azules y grises, recién los veo bien– que no parecen haber escupido la más mínima lágrima.
(+)
(-)
–¿Y el bebé? –pregunta el hombre.
–Bárbaro también. Tres meses y sanito –otra vez salta ella–. Y ya le dije a la doctora que mejor nos vamos de acá que hay mucho microbio y buscamos una obstetra buena que nos caiga bien.
(+)
(-)
El hombre arranca a darme las gracias por todo y ella promete volver pronto con las empanadas y las pizzetas, que nos las merecemos un montón. Firma que se va sin alta médica y yo los veo alejarse en su halo de mandarina y perfume para ropa, él con el bolso negro (+)
(-) en la mano y ella tintineando sus uñas rosas contra los muslos. En el tacho del consultorio queda un papel doblado en ocho del que sobresale una foto de las de ecografía. Aprieto los puños y me incrusto las uñas en las palmas. Me muero de ganas de prenderme un pucho.

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