#CosasQuePasanEnLaGuardia #132. Apenas el orientador pronuncia el apellido en cuestión, con el Peti nos miramos, él con los ojos techados por unas cejas hechas montaña que apuntan al cielo en medio de una súplica profusa y yo con los míos propulsados hacia adelante, (+)
(-) un poco por ese presunto hipertiroidismo que todavía ni me hice ver, y otro tanto por una mezcla de incredulidad con algo de miedo; ambos pares de ojos repletos de un “no puede ser” a la enésima potencia. El ambiente se carga de un aroma entre ácido y asesino de la (+)
(-) transpiración que acaba de empaparnos –la nuca, las axilas y hasta el surco del traste– y que no deja de brotar.
–¿Seguro que no escuchaste mal? –le pregunta al chico, que no tiene idea del peso de lo que (+)
(-) acaba de enunciar, mientras se saca las botas sucias y las mete en el tacho del consultorio en el que acabamos de acomodar, boca abajo y con oxígeno al mango, a una señora con Covid que todavía respira demasiado rápido.
(+)
(-)
–¿Qué cosa? –el orientador lo mira, me mira y vuelve a mi compañero.
–El apellido. ¿No será otro? –insiste él.
–Lo copié del DNI –el chico ahora revolea los ojos por encima del barbijo.
Me recuerda a la adolescencia furiosa de una prima con la que crecí. Un día éramos (+)
(-) grandes amigas y, al otro, las salidas a las que la invitaba le resultaban aburridas y el gesto que más frecuentemente recibía de ella era un revoleo de pupilas un tanto parecido al de este pibe que bastante grandecito está para tenerlo en su repertorio de respuestas (+)
(-) habituales.
–¿Pero cuántos años tiene? –el Peti me trae de vuelta–. Tal vez es otro que se llama igual –sugiere y ni él se lo cree.
No. No con ese apellido –ni largo ni corto, seco, difícil de escribir y, más aún, de pronunciar– y menos con la conjunción que forma con ese (+)
(-) nombre para nada común. No. Es él. Es él y el orientador lo confirma. Él con sus hijas idénticas. Vinieron los tres como siempre y pidieron por nosotros.
–¿Por cuál de los dos pidieron? –indaga el Peti.
(+)
(-)
–Por alguno de ustedes –el orientador mira al techo un segundo y vuelve. El revoleo resulta menor, disimulado, pero está.
Casi que quiero sacudirlo.
–¿Pero dijeron los nombres de los dos? –sigue mi compañero.
–Y los apellidos… –el barbijo del orientador se abomba de (+)
(-) su resoplido.
El Peti me mira, con las cejas todavía ahí arriba, anquilosadas, y con el pánico que le inunda las pupilas. Yo levanto los hombros y el vuelve hacia el chico que todavía espera una respuesta: ¿Los hace pasar o no?
(+)
(-)
–¿Pero por quién pidieron primero? Porque uno no escupe dos apellidos a la vez. Primero va uno y después el otro, es así. Pensá bien. ¿Cuál fue primero? –mi compañero vuelve al ataque.
–Yo lo veo. ¿Viene por lo de siempre? –me meto.
(+)
(-)
–No. Tampoco te suicides así. Tiene que ser justo. Va el que él prefiera. El que pidió primero –el Peti levanta la mano delante de su cuerpo. La interpone, de forma vertical, entre nosotros dos.
Yo termino de lavar mi máscara y antiparras y me pongo a secarlas.
(+)
(-)
–¿Viene por lo de siempre? –le repito al orientador.
–¿Qué es lo de siempre? –hunde unos centímetros la cabeza entre los hombros al tiempo que propulsa el cuello cual tortuga hacia adelante–. No entiendo nada de este quilombo yo. ¿Quién es este tipo? ¿El Papa?
(+)
(-)
–¿El Papa? –el Peti se le acerca con el pecho inflado–. ¿El Papa decís?
–El Papa, Maradona, Messi… –el chico devuelve sus ojos al techo, ahora ya sin disimulo.
–¿Querés atenderlo vos si te parece que es Messi? –el Peti lo sacude por los hombros, presumo (+)
(-) que con las manos igual de transpiradas que su cara, aunque tal vez menos que las axilas que demandan urgente una dosis doble de desodorante extra power.
–Pará un poco. Dale. Calmate que lo veo yo –me dirijo a mi compañero.
(+)
(-)
–No. Quedamos en que va el que pidió primero. Es lo justo –me larga mientras suelta al orientador.
Yo miro al chico con los ojos bien abiertos. Mis pestañas, que no se animan a bajar, le imploran que pronuncie mi apellido. Tengo los músculos de los hombros hechos un nudo. (+)
(-) El cuello y el traste están iguales y la espalda casi que peor. Mi cuerpo todavía no se entrega al matadero al que lo estoy mandando.
El orientador parece que capta el mensaje. Es eso o el hombre dejó de odiarme. La última vez que lo vi, me acusó (+)
(-) de intento de asesinato.
Mi apellido sale catapultado de entre los labios del chico. El Peti lo mira. Lo escrudiña. No parece haber signos de la más mínima duda en la cara del orientador. Ni siquiera transpira ante la evaluación cuidadosa a la que lo somete mi compañero. (+)
(-)
–Está bien. Decidió el destino, entonces –pronuncia finalmente este último–. Yo te voy preparando la vaselina –me palmea el hombro y explota en una carcajada.
Le regalo un dedo medio erguido y vuelvo con el orientador que nos mira con las cejas juntas. (+)
(-) Por lo menos no revolea los ojos, pienso.
–¿Te dijo por qué viene el señor? –le pregunto.
–Dice que es urgente, que no puede más de la tos y que está seguro de que es Covid, pero las hijas dicen que no, que tiene tres hisopados negativos y uno es de ayer, y yo lo saturé y(+)
(-) da zafable.
–Esta es nueva –miro al Peti–. ¿No?
Mi compañero sube y baja la cabeza. Lo hace lento, como buscando entre sus neuronas algún recuerdo que desmienta lo que acaba de aseverar.
–Creo… –agrega.
(+)
(-)
–¿Y antes por qué vino? ¿Por qué tanto mambo con este viejo? ¿Qué hizo? –nos interrumpe el orientador.
–¿Qué hizo? ¿Qué hizo? ¿Qué NO hizo? –lo corrige el Peti.
–El tipo es un eternauta… –me meto yo.
–Que se convirtió en un reverendo grano en el culo –agrega el Peti.
(+)
(-)
–¿Eter qué? –el orientador levanta una ceja sola.
Me hace acordar a un perro que tuvimos durante un breve período de mi infancia. Cuando me veía comer galletitas levantaba una ceja y me daba la pata. Sus preferidas eran las Manón. A mí me encantaba mojarlas en leche tibia (+)
(-) y él cada tanto ligaba alguna. Un día me mordió cuando fui a levantar una del piso –nada grave, más susto que otra cosa– y esa misma noche dejó de ser nuestro perro.
–Eternauta, cabeza de termo –lo corrige mi compañero.
(+)
(-)
–Venía siempre y nos volvía locos por nada. Y al principio nosotros ni cuenta, porque caía a guardias distintas –explico.
–Nos quemó la cabeza por un dolor abdominal FUER-TI-SI-MO. Sí, sí, fuertísimo. Tan, tan fuerte que esta de acá se lo curó con fisio –el Peti me rodea (+)
(-) los hombros con el brazo y me apretuja contra él.
Apenas me reclino un poco, me suelta con un “distancia social”.
–¿Con fisio? –el orientador levanta una vez más la ceja perruna.
(Fisio se le dice a la solución fisiológica, el suero más común sin ningún remedio digamos).
(+)
(-) –Yiya Murano le dicen a la doctora –sigue el petiso–. Ah, pero el tipo quedó ten points, eh. Y hasta se hizo habitué.
El orientador me mira con cara de que no entiende nada. Yo me río y le cuento que el hombre tenía mil estudios de todo tipo que decían que estaba sano, (+)
(-) que ya no sabíamos que darle, que de manotazo de ahogado le indiqué un suero con algo para el estómago que le aseguré que era mágico, aunque no era más que un antiácido; que los enfermeros colgaron con ponerle el remedio y al final el suero le pasó limpio, y que al ratito (+)
(-) el hombre juraba sentirse perfecto y hasta me abrazó. Que después de eso empezó a venir reclamando el remedio mágico y que le poníamos suero limpio y se iba lo más bien. Que hasta le avisamos a los de otras guardias y comprobaron los resultados. Que por un tiempo le (+)
(-) seguimos la corriente –se ponía intenso si no; él y las hijas nos enloquecían– hasta que un día me cayó en una guardia explotada. No tenía ni donde sentarlo y él jodía con el remedio mágico. Yo estaba como loca y ahí sí que se me volaron los patos y le terminé confesando (+)
(-) que le estábamos dando agüita. Que fue mala mía, muy mala, porque ahí al que se le saltó la térmica fue a él y me largó a los gritos un discurso sobre el abandono de persona que hice, que lo podría haber matado por no darle lo que de verdad necesitaba por su condición, (+)
(-) que entre eso y envenenarlo había muy poco, que me iba a demandar y denunciar y ya ni sé qué más.
–Y ahora toca fisio de nuevo, Yiya –sentencia el Peti–, así que yo te dejo con eso…
(+)
(-)
Mi compañero se aleja dando un par de saltitos cual dibujo animado, el orientador me da una especie de pésame y yo abro la puerta que da a la sala de espera para llamar a ese hombre al que no creí volver a ver. Habrán pasado unos cinco años.
(+)
(-)
Ahí está, bastante más flaco de lo que lo recuerdo, con mucho menos pelo y canoso en su totalidad y empuñando un bastón que ruego que no se le ocurra usar como arma. Lleva un pañuelo naranjón y azul en el cuello. Me hace acordar a una corbata que usaba mi abuelo que (+)
(-) se murió primero; hace mucho que no pienso en él ni en cómo me hacía ico-caballito. En la parte del galope mi abuela se ponía frenética con que me iba a lastimar. Él entonces me guiñaba el ojo y lo hacía todavía más fuerte. Yo me mataba de risa. Hace mucho que no me río así.+
(-)
El hombre viene con ellas, una de cada lado, con sus pelos negros a lo Morticia y vestidas a composé. Ahora las dos usan antejos –una verdes y la otra negros, ambos grandes y modernosos–, lo que me dificulta aún más la tarea de saber cuál fue la que intentó calmar al (+)
(-) padre y cuál la que amenazó con dejarme sin matrícula.
Se acercan. Las dos huelen al mismo perfume de jazmín extremadamente dulzón que usaban en aquel entonces. El padre ya no lleva colonia.
Les indico que pase él solo, que por el Covid no se permite el ingreso de (+)
(-) acompañantes, y saltan con que el señor se olvida de todo y que lo mejor es que entren con él. Insisto, entonces, en que venga una sola y cruzo los dedos para que sea la menos jodida. Ellas discuten sobre cuál conviene y, finalmente, la de anteojos verdes sentencia que (+)
(-) mejor viene ella porque su hermana no terminó en los mejores términos conmigo. La otra se cruza de brazos y yo aplaudo para adentro.
Pasan y ubico al hombre en la única camilla del pasillo que queda libre. Antes de que pueda decir nada, la hija abre la cartera y me entrega(+)
(-) una caja de bombones de una heladería que también vende chocolates muy ricos.
–Perdón doctora. Sé que no alcanza, pero queríamos darle esto y ofrecerle nuestras disculpas. Papá ya estuvo yendo al psiquiatra…
(+)
(-)
–Mire que yo no estoy loco, eh –se mete el hombre.
–No, loco no, papi. Solo con cositas de la edad –lo tranquiliza la hija.
(+)
(-)
Agarro la caja y me debato si contestarle el habitual “no hacía falta” –que esta vez en realidad sería un “no quiero chocolates, solo por favor no me enloquezcan más” – o quedarme callada. Opto por un mero “gracias”.
(+)
(-)
–En serio, yo sé que mi hermana estuvo muy mal con usted, y más mi papá, pero él no estaba bien y a nosotras nos angustiaba mucho verlo así –me mira.
Yo apenas subo y bajo la cabeza.
(+)
(-)
–Pero después entendimos, de verdad. Ustedes le hicieron mucho bien a mi papá al final, por eso vinimos.
–Yo no quiero estar acá –gruñe el hombre.
(+)
(-)
–Es que la doctora te va a curar, papi. Te va a dar un remedio que te haga bien de verdad –le habla suave al padre, casi como si fuera un chico.
–Veneno me van a dar –ladra él.
(+)
(-)
La hija le pide que pare, que por favor se porte bien. Le asegura que soy muy buena médica, que di en la tecla cuando el resto no le pegaba y otra sarta de halagos encubiertos que ya no compro.
–¿Y ahora qué es lo que le pasa? –la freno.
(+)
(-)
–El covid –dice él sin pronunciar la D final y acentuando la I.
–No, papá, ya nos dijeron que eso no es –le explica al padre y gira hacia mí–. Viene con tos desde hace un mes y ya descartaron el virus este, doctora.
Yo asiento, ahora con un poco más de ímpetu, (+)
(-) invitándola a seguir.
–Ya le dieron el antibiótico y le hicieron análisis que apenas dan algo de anemia, así que con mi hermana pensamos en venir y que le dé un remedio… –hace que tose, se aleja del padre y susurra cerca mío– ehhmmm... uno mágico, como usted sabe.
(+)
(-)
El barbijo violeta de esos buenos, igual al de su hermana, me impide verle los labios; estoy segura de que los tiene incurvados hacia arriba. Los ojos, sí que se le ríen.
Le explico que antes voy a evaluarlo bien y ahí veremos.
(+)
(-)
–Ah, bueno, sí, claro, por supuesto –contesta con la cabeza tirada hacia atrás y un dejo de sorpresa en la voz.
–¿En cuánto nos vamos? –pregunta el padre y tose un par de veces.
–¿Sigue fumando, usted? –lo increpo.
(+)
(-)
–Usted no sabe nada. Si no fumo yo… –responde.
La hija me aclara que dejó hace un mes y medio y ahora resulta que la tos –seca, por lo que cuenta– en realidad empezó hace casi dos y que cigarrillos no fuma, pero sigue con la pipa, que es un hábito que tiene de joven, (+)
(-) solo cada tanto, pero que con la pandemia un poco más. Además, hace un año –tal vez más tirando a dos– que empezó a tomar, que primero fue el vinito y después pasó al coñac, pero que no era solo una copita, y de ahí siguió por el whisky –eso hace poco–, hasta que se cayó, (+)
(-) parece –lo encontraron en el piso de la cocina con la cadera rota–, y terminó internado y desde ahí que ellas le tiran las botellas, pero igual él consigue, no saben bien cómo, si no sale. Que ella piensa que tal vez sea el encargado, o alguna cuidadora, que ya los previno(+)
(-) con que basta, que le van a hacer mal, pero la cosa sigue, que no me va a mentir. Además de eso, el hombre tiene el colesterol alto, lo operaron de hemorroides hace tres años y de la vesícula hace dos. Los dolores en la panza no le volvieron desde que el psiquiatra “logró (+)
(-) controlarlo” ni tuvo más dolores fuertes de otra clase, aclara la hija de paso.
Le pongo el saturómetro. Para pipa y cigarrillo, no está mal su saturación. La frecuencia cardíaca da algo baja, pero resulta que es por los medicamentos que toma para el corazón de los que la (+)
(-) hija se había olvidado. Además, tiene una arritmia, agrega.
Sigo por el manguito de la presión y se queja de que le aprieta. Amaga a sacárselo, pero la hija lo frena. El resultado, igualmente, da bastante bien para el contexto. Fiebre no tiene. Paso a (+)
(-) auscultarle la espalda. Le saco la camisa de adentro del pantalón y un vaho a humanidad –como decía mi abuela anti-galope– nos envuelve. La hija se disculpa con que el padre anda vago y no quiere bañarse. “Duerme todo el día”, explica. Yo me pregunto si no oleré parecido.
(+)
(-)
Noto que el pantalón le queda flojo pese al cinturón. En la espalda se le marcan las vértebras y se le hunde la carne entre las costillas.
–¿Hace mucho que está así de flaco? –le pregunto a la hija.
–Unos meses. Es que no quiere comer. Yo creo que es la pandemia. Anda (+)
(-) deprimido.
Ahora sí que lo ausculto. Apenas se oye algo de moco, nada raro.
Les estoy explicando que vamos a hacer una placa, cuando el hombre se pone a toser. Lo hace fuerte ahora, desde el pecho, con saña. Sigue así hasta que se baja el barbijo y lo larga. Lo eyecta (+)
(-) ahí mismo, entre nuestros pies. Es moco, sí, pero con sangre. Más sangre que moco, en realidad.
–Papá… –pronuncia la hija con tono de reto.
–¿Y esto desde cuándo viene? –le pregunto a ella mientras entrecierro los ojos unos segundos.
–¿Esto?
–La sangre.
(+)
(-)
–No sé. ¿Papá? –mira al padre.
–¿Me cura y nos vamos? –pregunta el hombre mientras se acomoda el barbijo.
–¿Desde cuándo tose con sangre, señor? –insisto yo.
–¿Sangre? ¿Qué dice de sangre usted? –me gruñe y gira hacia la hija–. ¿Vamos mejor? Acá están más locos que yo –se (+)
(-) ríe por primera vez desde que llegó.
La hija lo calma con que falta poco, que hacemos unas fotitos y estamos y yo le informo que mejor en vez de placa va a ser una tomografía. Ahí la cabeza se la va algo hacia atrás, casi como cuando le dije que iba a evaluar al padre.
(+)
(-)
En imágenes la cosa va rápido. Está la mujer del pelo carré que hasta me imprime las planchas en el momento.
–¿Salió el Covid? –me pregunta el hombre desde la silla de ruedas que conseguí para llevarlo.
–No, sus hijas tenían razón, no es eso –le contesto.
(+)
(-)
Miro a la hija –avanza al lado nuestro con el bastón en la mano– con unos ojos que no quisieran tener que estar diciéndole esto. Bajo los párpados unos segundos, los levanto y vuelvo a mirarla. Hace que sí, que entiende.
–¿Y qué es? ¿Qué tengo? Seguro es Covid –insiste el
(+)
(-) padre.
–Es una manchita que va a tener que estudiarse.
–Ah, bueno, menos mal que no es. ¿Entonces ya nos vamos? –le pregunta a la hija.
–Si, ya nos vamos, papá. Ya nos vamos.
(+)
(-)
La mujer le acaricia la espalda mientras yo le doy las órdenes para que vaya a ver a un cirujano de tórax y a un oncólogo y le explico un poco más por lo bajo. Es un nódulo, no muy chico y bastante feo. Hay que ocuparse pronto y ver qué se puede hacer. Me da las gracias (+)
(-) y casi que quiero regalarle yo a ella los chocolates.
–¿Vamos, papá? –le dice finalmente al hombre del apellido impronunciable y el nombre poco común.
–Vamos, sí. Pero el primero el remedio mágico. Todavía no me curó.

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