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Este #HiloYTal es un homenaje a una mujer que me cambió la vida. #MiBisabuelaMaría ignoraba que aquella conversación sobre la muerte me iba a cambiar la vida. Es un texto largo con título #VamosAMorirTodos. A ver qué tal...
"Mi bisabuela me dijo que me iba a morir cuando cumplí cinco años. Lo hizo en una terraza, en la casa de su hijo, mi abuelo, aprovechando una corriente de aire.
Recuerdo la corriente porque delante teníamos un árbol enorme con la costumbre de arañar las ventanas cuando había viento. Ese árbol me decía cosas por la noche cuando no podía dormir, aunque nunca me dijo tantas como mi bisabuela. Ella, María, era una mujer mayor, muy mayor.
Tenía más de noventa años, aunque no recuerdo la edad exacta en la que se movía aquel día. Si cierro los ojos veo sus arrugas y sus temblores. Como si el pasado resonara en sus gestos.
Movimientos imperceptibles que llegaron a tallar hasta ese lunar con pelos que hacía de mascarón en la barbilla. Era como esa bruja que sale en las películas de Miyazaki.
Al estudiar fisiopatología en la facultad descubrí que aquel temblor era esencial, como esencial es ahora en mí ese día y este recuerdo.
Ella me habló de la muerte después de la siesta. Recién mareado al abrir los ojos. Me la puso delante.
La muerte saltó al terreno de juego desde una boca sin dientes que se abría y cerraba como una solapa que ha perdido el velcro.
- Todos vamos a morir, hasta tú Alberto, algún día, no sabemos cuándo.
Mi bisabuela María me hizo una cicatriz en la memoria y le puso frontera a esto de estar viviendo.
La muerte para un niño es un hecho que no toma cuerpo hasta que se lleva uno. Es habitual comenzar a preguntar sobre ella a los cuatro o cinco años.
Pero se pregunta desde los puntos suspensivos, como algo no definitivo que está ahí en los cuentos, en las películas y ahora, a veces, hasta en los videojuegos. El adulto suele recurrir a la elipsis para sonreír sobre el tema. Hablamos del cielo, las nubes, estar durmiendo.
Dejamos que la pelota ruede para que sea otro el que la ponga en la escuadra. No conozco apenas padres que sepan qué y cómo ponerle ese cascabel al gato. En mi trabajo lo he visto y oído también en compañeros.
La muerte es un invitado que nadie quiere en su fiesta ni tampoco en su discurso cuando se viste de médico. Esquivamos la muerte como Neo esquiva las balas en Matrix.
Tiempo bala para que se le olvide al niño y pregunte mejor, más fácil, por los Pokemon.
Ella no era así, ella se sentó con dificultad en una butaca de mimbre y mirando las hojas del árbol me disparó la cosa como el que pide que le acerques las zapatillas de estar por casa.
Era habitual que me quedara en casa de mis abuelos, en Getafe. Mi bisabuela era una especie de oráculo para la familia. Estaba allí como el que tiene un monumento que visitar.
“Vamos a ver a la bisabuela María, que ella todo lo ha vivido y lo observa, ella nos dirá lo que piensa”.
Había nacido en Valladolid y nadie sabía nada de su familia. La tuvo pero no se supo nunca quiénes eran. Mi padre ha hecho algún viaje por Castilla y León, como pequeñas expediciones para una conciencia que necesita alguna que otra respuesta.
Fue cocinera de un bar pequeño, ahora inexistente, y se casó obligada con un chulo castellano que solo supo hacerle un hijo antes y después de maltratarla. Madre de un niño llamado Félix que se queda huérfano con cinco años porque su padre muere de un navajazo.
Siempre hablaba de aquellos días con una sonrisa. Como en las películas del oeste ella no debía nada al sheriff y nada le quedaba ya dentro ni en forma de rencor o vacío. Recuerdo su sonrisa y su falta de dientes. Las sonrisas vacías son, para lo bueno y lo malo, inolvidables.
Sonrisas de bebes, de adultos que se han quedado sin marfil, de ancianos que han gastado sus piezas. Se fueron a Madrid porque se le hizo insoportable la vida en Valladolid. Marido muerto, hijo huérfano y mujer sola. En la capital se marcó un recoveco en Vallecas.
En otro bar encontró el sitio que no tenía y su hijo se hizo mayor viviendo en la calle. Para Félix, mi abuelo, el valle del Kas le moldeó hasta llevarle a su mujer, Purificación. En ese nombre encontraron estación, parada y libertad muchas de las culpas que madre e hijo traían.
Félix se hizo fontanero y llenó de tuberías de cobre las calles más anchas y limpias de la capital. Me trajo alguna que otra vez a mirar fachadas de donde se colgó para fijar bajantes.
- La mierda que baja por ahí Alberto, es la misma mierda que hacemos todos, da igual lo que ganes porque luego es igual lo que cagas.
Mi bisabuela estaba contenta con la forma en la que se habían cumplido sus sueños que eran pocos y justos.
De la nada y la soledad de una madre hasta una terraza con un crío de cinco años al que hablar de lo que es vivir. Ella me tiró la muerte a la cara y me hizo llorar. Hay favores que saben de lágrimas. Llorar es más sencillo de niño.
A mí se me aparecieron todos los miedos de golpe y la sensación de estar jugando al borde de algo que en cualquier momento termina. ¿Y si termina mañana? No me dio explicaciones mientras preguntaba por el cómo y por el cuándo.
Tranquila musitaba la jodía mirando al horizonte mientras movía los pulgares como contando monedas. Me enumeró todas las futuras bajas en la familia como el que repasa los apuntes de clase.
- Vamos a morir, lo hacemos todos, a mí me queda poco pero tú lo que tienes que hacer es que te dé mucha rabia cuando te llegue el día. Te tienes que morir habiendo vivido bien y queriendo vivir más. Y si de lo último no tienes ganas cierra los ojos.
Grité.
Grité que no me quería morir y la gente en la calle debió pensar que alguien estaba luchando contra una sentencia. Ella no se movió, dejó que pasara la tormenta. Me acarició el pelo permitiendo que se me llenara la cara de lágrimas.
Después de la tormenta ya sabes lo que llega.
Me fui de aquella casa con la equis marcada en el mapa. Se quedó en la terraza, le costaba moverse y aquel sitio era idóneo para ver y mirar como ejercicio. Durante unos días me costó dormir.
Era demasiado pequeño para que cerrar los ojos no tuviera más de un significado.
Se murió unos meses después, como ella predijo la muerte siempre acierta con las matemáticas. Se murió de forma rápida, sin pedir ni dar explicaciones. Los días tras su marcha fueron los primeros mirando a un precipicio. Mis padres, mis abuelos, mis tíos, mis hermanos y yo.
Todos ahí puestos para ir cayendo cuando tocara.
Ahora cuando paso por delante de aquella casa echo de menos el árbol. Se deshizo también con el tiempo. Demasiadas hojas e historias terminaron por agotarlo.
Me gusta quedarme mirando a la terraza de ese tercero y recordar cómo ella, siendo pequeño, me cambió la vida. Y sentir con cada corriente de aire que todavía, y para siempre, #MiBisabuelaMaría me la seguirá cambiando".
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