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Fue el color ambicionado por emperadores y conquistadores, reyes y cardenales. Es el color que nos atrae por su poder, su pasión, su ira, su vitalidad. Hubo una época en que se hizo todo lo posible por conseguirlo, hasta el punto de llenar un continente entero de púas.
No es casual la atracción histórica de los hombre por el rojo. Resulta que somos inusualmente susceptibles a los tonos escarlatas. Verlo nos acelera el pulso y la respiración, tal vez porque lo vinculamos al nacimiento, a la sangre, al fuego, al sexo y la muerte.
Dicen que el dios fenicio Melqart, paseando un día por la costa con la nereida Tiro, envío a su perro a rastrear objetos por la playa del actual Líbano. Cuando vio volver al can con el morro ensangrentado se asustó, pensó que se había cortado con algún objeto.
Pero al mirarlo de cerca, observó que no era sangre, sino que se había manchado el morro de color púrpura al morder un molusco que había encontrado en la playa. Melqart acababa de descubrir el tinte púrpura que haría ricos a los fenicios.
Ese tinte fue trascendental en la historia de los fenicios. Homero menciona en sus textos los vestidos de las mujeres de Sidón y sus finos colores. También se citan en el Antiguo Testamento.
La obtención del pigmento era tan laborioso y costoso, que enseguida se volvió en un signo de estatus social. Su famosa industria tintorera distribuida por la costa mediterránea, despertó la codicia de las civilizaciones vecinas.
Todos ellos querían vestir telas con aquel color que valía más que el peso en plata y oro. Roma hizo del púrpura un emblema de distinción que ha llegado hasta nuestro días.
La ciudad de Tiro, era el epicentro económico, el color se conocía como “púrpura de Tiro”, pero la demanda de producción del tinte hizo que se fundaran colonias industriales en Arward, Beirut, Sidón, Sarepta, Shiqmona, Tell Keisan, Akko o Dor.
Plinio el Viejo, fue el primero en detallar su fabricación. El secreto recaía en el molusco encontrado por el perro de Melqart: ‘Murex brandaris’ (hoy, ‘Bolinus brandaris’). El tinte se obtenía de sus glándulas. Se dejaban podrir al sol en cubas de agua, variando su color.
Tras todo el proceso de manipulación se obtenía el apreciado color púrpura que servía para teñir la ropa. Para 1,4 gr de tinta se requerían machacar 12.000 Murex. Ahí radicaba su alto valor, que lo llevó a superar al del oro.
Las poblaciones de moluscos locales eran limitadas, y no soportaban el ritmo de explotación, lo que llevó a los Fenicios a seguir fundando colonias ultramarinas para crear nuevas instalaciones de fabricación.
Eso les llevó a expandirse hasta Túnez, Marruecos y la península Ibérica, como sugieren los hallazgos arqueológicos de Almuñecar, Roscanos y Morro de Mezquitilla. Su imperio comercial se extendió desde la India hasta Marruecos.
Su mayor éxito fue el púrpura de Tiro que triunfó entre las clases dominantes de todo el Mediterráneo. Les encargaban, tapices, telas y vestidos. Cuando el Imperio Romano se hizo con sus colonias siguió acentuando la distinción de clases.
Las togas y túnicas de los patricios, decoradas con bandas púrpuras, fueron el signo de elegancia y distinción de clase. El Imperio Bizantino limitó su uso a la realeza, con control del color por el Estado. Su producción era tan costosa que llegó un momento que se abandonó.
Pese a la atracción que sentimos por los colores rojos y carmesí, sus pigmentos son esquivos, hay pocas sustancias naturales que produzcan un colorante rojo. El Henna, los líquenes archil, guisos fermentados de aceite de oliva rancio, estiércol de vaca…
…a lo largo de la historia se buscaron diversas fuentes de obtener un tinte rojo, pero todos ellos se quedaban cortos, la mayoría con el tiempo se apagaban en colores caquis, marrones o rosados sin vida.
Sin embargo, lejos de las ambiciones de reyes y emperadores europeos, los nativos mesoamericanos hace miles de años descubrieron un pequeño insecto que vivía sobre un cactus que cambiaría la historia del color.
El insecto es conocido como cochinilla ‘Dactylopius coccus’, un parásito de un cactus del género ‘Opuntia’, el mismo que produce los higos chumbos. Los nativos habían descubierto que machacando los diminutos insectos obtenían un pigmento intenso.
Un mecanismo similar se había descubierto con cochinillas que habitaban el Mediterráneo parasitando robles y encinas. Carmesí, viene de “Kermes” el nombre árabe con el que eran conocidos estos insectos.
academic.oup.com/bioscience/art…
Pero las cochinillas de las encinas no son fáciles de encontrar y no había suficientes para toda la demanda de color. En América la cosa fue muy diferente. Los cactus estaban llenos de cochinillas pero además los nativos fueron más allá.
Fascinados también por el color rojo en sus telas, los nativos americanos fueron seleccionando las cochinillas que daban lugar a una mayor cantidad de tinte y más intenso: es decir, domesticaron los insectos para lucir telas rojas.
abulafia.ciencias.uchile.cl/publicaciones/…
Los estudios genéticos sugieren que el proceso tuvo lugar en dos lugares distintos, uno en México y otro en los Andes. Su aislamiento genético es tan grande que no parece posible que existiese un comercio de cochinillas entre ambos pueblos.
Simplemente, cada uno de ellos desarrolló de manera independiente sus poblaciones de cochinillas. Su potencial y versatilidad era impresionante, desde rosados hasta deslumbrantes rojos, escarlatas o profundos borgoñas.
onlinelibrary.wiley.com/doi/full/10.10…
En México y América Central, se usaba el tinte para teñir telas, pieles, plumas, cestos, ollas, colorantes alimenticios e incluso pintar casas. Los escribas redactaron la historia de su gente con este color.
Cuando los conquistadores españoles desembarcaron en México, quedaron sorprendidos por los colores escarlatas del Nuevo Mundo. Cuando llevaron consigo el colorante a Europa, se convirtió en una sensación. Era el rojo perfecto. El color deseado durante siglos.
Al igual que los fenicios hicieron de su púrpura de Tiro un imperio comercial, los españoles generaron un negocio alrededor del nuevo rojo. Su monopolio sobre la fuente, exportaron toneladas de cochinillas secas a Europa.
Aquellos pequeños insectos parásitos de cactus fue su exportación más valiosa de México, superada solo por la plata. En Europa se había disparada una fiebre por el pigmento.
Se usaba principalmente para teñir telas para trajes y vestidos. El rojo, una vez más, era poder. Las capas de las cortes europeas se tiñeron de rojo como antes lo habían sido las romanas. Volvió la obsesión por el rojo.
En Imperio británico tiñó los uniformes de sus oficiales y militares con ese color. El rojo, era el que mejor representaba, según ellos, la grandeza de su imperio. Pero su imperio tenía un talón de Aquiles. No controlaban la producción del rojo.
España seguía teniendo el control absoluto de su producción. Corsarios como el propio Francis Drake, asaltó navíos españoles para conseguir el preciado tinte para la reina de Inglaterra.
El interés por hacerse con el secreto era tal, que franceses e ingleses desarrollaron programas de espionaje industrial, enviando gente a América para robar el secreto guardado por los españoles. En el siglo XVIII ambos consiguieron dar con muestra del insecto.
La ambición de poseer por estas potencias dio lugar a una de las mayores catástrofes ecológicas. El gobernador de Australia, Sir Arthur Phillip, decidió en 1788 introducir en Australia el cactus para iniciar su propia producción y acabar con el monopolio español.
Ese mismo enero, 11 barcos de la flota británica, viajaron llenos del cactus ‘Opuntia stricta’ desde Sudamérica al puerto de Sidney. En el Jardín Botánico de Bay plantaron los primeros cactus con sus cochinillas. Por fin tendrían sus propios pigmentos.
Pero el intento fracasó, el cactus no se adaptó al clima de Sidney. Sólo un ferroviario consiguió salvar una planta cuidándola en su jardín. La planta tiró adelante y con el tiempo tuvo una zanja de púas en su patio.
Corrió la voz entre agricultores de Queensland, que debieron pensar, que si conseguía sobrevivir en Sidney donde hacía más frío, en Queensland se sentirían como en casa. No sabían cuanta razón tenían.
Se dedicaron a lanzar trozos de cactus por sus tierras y esperar a que crecieran, luego no tenían más que recoger sus frutos. Pero, el cactus fue más allá de donde lo habían plantado, en 1870 su propagación era inmensa pero no se decidió tomar medidas.
No fue hasta 1886 cuando se prohibió su plantación y se obligó su destrucción. El cactus estaba destrozando el ecosistema australiano, llenadlo sus vastas extensiones de púas. En 1900, 4 millones de hectáreas estaban cubiertas de cactus.
Veinte años más tarde, en 1920, la superficie ocupada por los cactus era de 24 millones de hectáreas. Sus tierras estaban cubiertas por un bosque espinoso e impenetrable, que afectaba a la ganadería robándoles tierras.
Las vacas no podían pastar entre los cactus, la lana de las ovejas acaba llena de púas, el problema se intentó solucionar a lo bruto. Arrojando miles de litros de arsénico para acabar químicamente con el cactus. No funcionó.
Al final, la solución llegó introduciendo otra especie desde América, otro parásito del cactus, como la cochinilla que había dado lugar a todo el problema ecológico. Esta vez se trataba de una polilla, ‘Cactoblastis cactorum’.
Una especie de polilla originaria de Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil. Sus larvas se alimentan del cactus introducido, así que como hicieron con los cactus, entomólogos australianos en 1925 llenaron sus barcos de pupas, huevos, crisálidas y adultos de la polilla.
Sus larvas en Australia se dedicaron a devorar los cactus. Para 1930 el problema parecía controlado, hasta el punto que en Australia la polilla es considerada una “heroína nacional”.
Donde arraigó el cultivo de la cochinilla, fuera de México, y sigue practicándose es en las Islas Canarias, donde incluso existe una denominación de origen para el tinte que se obtiene de sus cultivos.
En el Levante español, se introdujeron los cactus, pero pronto se abandonó el cultivo de las cochinillas por preferir recoger los higos chumbos a las cochinillas. Los tintes sintéticos también hicieron colapsar el negocio de las cochinillas.
Aún así, el pigmento obtenido de las cochinillas sigue utilizándose hoy en día. En realidad, lo consumimos, literalmente, pues lo comemos en muchos alimentos.
El ácido cárminico que confiere el color rojo obtenido de las cochinillas, es un colorante alimenticio natural. Se usa en yogures de fresa, chorizos, helados e incluso vinos. Su uso acentúa la coloración rojiza de los productos, ese color que nos resulta tan atractivo.
Acabo aquí hoy, gracias por haber seguido esta colorida historia.
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