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Todo empezó con un «Ven». El primero de muchos.
Ven a mi soledad, decía uno.
Ven a sanar las heridas, otro.
Ven a poner paz.
Ven, que no podemos más.
Ven, ven…
Era un clamor. Cientos, miles, millones de voces atravesando el tiempo convertidas en ruego, llamada, anhelo.
Era como si cada ser humano, confrontado con su verdad desnuda, comprendiera que necesitaba algo más. Alguien más.
Y es que, ¿quién no ha sentido alguna vez esa punzada de nostalgia? Esa pregunta por el sentido, por el destino, por la verdad. Esa sensación de que te falta algo…
Era el grito de un amor anhelante. El susurro de una búsqueda discreta. El alarido de una herida en carne viva. La esperanza de un futuro mejor. Ven
Y entonces, en lo alto, en lo profundo, en lo inmenso, en un más allá que no deja de estar abierto al aquí y el ahora, Alguien escuchó.
El amor herido encontró eco en el Amor sanador. Quien nos había dado la libertad comprendió que, aunque libres, le necesitábamos.
Entonces el Amor eligió hacerse tiempo, hacerse historia, hacerse vida.
Eligió responder a un ven con un voy. A un grito de soledad con un abrazo que salvase distancias. A nuestro anhelo con el suyo. Un anhelo de encuentro.
En un pueblo perdido, en un rincón conquistado de un imperio inmenso, una muchacha joven también decía, a su manera, “Ven”.
Ese ven era un canto de esperanza, la intuición de algo más, el negarse a «lo de siempre», y la llamada a un Dios silencioso.
No era la más popular ni la más reconocida. No era la más enérgica, ni la que lo tenía todo más claro. Ni falta que hacía. En ella empezaba a asomar la fuerza que crece en la debilidad
Y es que es un vano afán el de ser «lo más» en nada. Salvo, quizás, en el amor.
En ella empezó a darse la vuelta a la lógica de este mundo, que ensalza a los poderosos y machaca a los humildes. Algo comenzó a cambiar.
Algo cambia cada vez que una chispa de luz encuentra su camino en medio de las tinieblas.
Aunque parezca solo un destello.
O el anuncio de algo imprevisto.
Eso es. Un anuncio.
A esa joven, o a través de ella, quiso empezar a venir. «Ave, María». Un anuncio. Dos palabras para unir el tiempo y la eternidad. Un abismo salvado con un saludo.
El saludo dio paso a la propuesta, y a la promesa. Ella se asustó. Pero la confianza pudo más que el temor.
La confianza es el riesgo sin vértigo, la acogida sin sospecha, el amor sin fondos reservados.
Aquella muchacha eligió confiar en el Dios de las sorpresas. Más allá de la duda, y sin temer las consecuencias.
De nada sirve decir «Ven» si luego uno no está dispuesto a abrir la puerta.
Y es que el problema no es tener miedo. ¿Quién no lo tiene a veces? El problema es cuando dejamos que el miedo tome las riendas.
El problema es cuando elegimos no actuar por miedo a equivocarnos. Cuando callamos por miedo al conflicto. Cuando negamos lo que sentimos por miedo a las consecuencias.
El problema es el silencio de los asustados. La indiferencia de los descomplicados. La eterna indecisión de quien lo quiere todo. Así no hay modo.
Entonces la joven dijo: «Hágase». Y así empezó a desencadenar la historia de la prisión de los egoísmos.
Ese «Hágase» era a su vez un eco de otro hágase primero, visceral, primigenio, aquel Hágase la vida, y la luz, y el tiempo. Aquel hágase con el que empezó todo.
Y ahora, de nuevo, «Hágase». Una palabra que se nos vuelve llamada también hoy, aquí y ahora.
Hágase la paz en este mundo de estridencias y barbarie.
Hágase la luz en medio de tantas tinieblas.
Hágase justicia que a tantos parece haber abandonado.
Hágase de carne el corazón de piedra.
La joven aceptó el riesgo. Fue el suyo un salto al vacío, una apuesta basada en la fe y la confianza, un «sí» sin peros ni condiciones.
¿Y si, como María yo le dijera a Dios: «Heme aquí»? ¿Cómo lo diría? ¿He aquí tu amigo? ¿tu discípulo? ¿un hijo pródigo? ¿tu seguidor? ¿tu servidor?

¿O soy alguien que, por responder a medias, no termina de dejar que conviertas la vida en un Magnificat?
A veces, en la vida ,necesitamos un salto al vacío. A veces necesitamos arriesgar. A veces necesitamos actuar aun cuando no tenemos todas las seguridades.
El Hágase de la joven obligó a otros a ponerse en camino. (Entonces y, ¿ahora?)
El joven soñador tuvo que elegir entre fiarse de ella o de su propio ego. Se fió de ella. Y del Dios que hablaba en sueños.
Porque sí, Dios habla en sueños. ¿Nunca has sentido, dentro, que la vida puede ser otra cosa? ¿Nunca has creído que puedes volar en lugar de conformarte con vivir encadenado?
¿Nunca has soñado que es posible el Amor?
¿Nunca has soñado que las palabra son puentes, que los abrazos son refugio, que hay personas que son hogar al que volver?
El «Hágase» también despertó a tres sabios, que sintieron sacudirse sus certidumbres. Pero, lejos de asustarse, se pusieron en camino. Sin saber hacia dónde
Los caminos más interesantes de la vida suelen ser aquellos que sabemos dónde comienzan, pero no a dónde nos conducirán
Su sabiduría no era la de los títulos, la de los que para brillar necesitan apagar a otros ni la de quien cree tener todas las respuestas. Era la suya la sabiduría de quien se hace preguntas.
Tal vez también yo necesito hacerme algunas preguntas. Sobre mi vida, sobre el futuro, sobre el amor, sobre Ti…
Y quizás, para encontrar las respuestas, tendré que echar a andar, sin tener claro cual será la meta o el destino. Sabiendo que el propio camino es escuela. También eso es el «Hágase»
Un rey se despertó bañado en sudor. Había soñado que el poder es efímero. Intentó no pensar en ello.
¿Y si Dios también habla -de otro modo- en nuestras pesadillas?
Aquel rey estaba atrapado en un laberinto. Un laberinto hecho de ambición, de dominio, de fuerza. Creía que cuanto más te temen, mejor. Y eso solo le hacía entrar más y más dentro de su prisión.
Y como él tantos otros que andaban, o andamos, a ratos confundidos, algo perdidos en los laberintos de dentro.
Sí, hay muchos laberintos de dentro. Quizás el #Adviento sea buscar salidas. pastoralsj.org/index.php?opti…
Consecuencias -hasta el momento- de un «Ven» convertido en «Voy»: La joven dijo sí. El muchacho se fió de los sueños. Tres sabios se pusieron en marcha hacia lo desconocido. Un rey siguió atrapado en su laberinto.
Entonces empezó una normalidad diferente. Una normalidad que era espera, paciencia, y la intuición de un futuro distinto.
Hablar hoy de espera resulta subversivo. Hoy, cuando todo tiene que ser inmediato, instantáneo, cuando conjugamos el ¡Ahora! como imperativo, cuando lo queremos todo ya mismo… Qué extraño resulta el valor de una promesa que nos lanza al futuro.
Hay que recuperar el valor de la espera y la esperanza. Imaginar un beso mil veces antes de darlo. Anticipar las palabras que algún día se dirán. Imaginar los encuentros. Dejar que los anhelos tomen forma despacio. ¡Qué liberador reconquistar el tiempo!
Qué triste la vida que solo se conjuga en tiempo presente.
Qué necesaria la memoria, que nos hace sabios, que en la experiencia encuentra respuestas y, al no olvidar, nos ayuda a no caer en los mismos errores (ya caeremos en otros)
Qué necesaria la anticipación, que nos permite lanzar puentes a un futuro y nos enseña a dar ahora los pasos para hacer posible el mañana.
Así, mientras el clamor de tantos seguía llegando a lo alto “Ven”, “Ven pronto”, “Ven”, la respuesta ya estaba en marcha. Para todos los tiempos. Solo que aún no lo sabíamos.
La Vida se iba gestando en lo pequeño, en lo escondido, en el silencio.
Así, en lo pequeño, se gesta el amor, lejos de focos y apariencias.
Entonces, una mañana, llega un aviso. Hay que ir a empadronarse. Órdenes de Roma.
En algún lugar lejano, alguien había firmado una orden que implicaba que miles de vidas se vieran afectadas. «Un censo».
Al poder le gustan los números. Contar riquezas. Contar bienes. Contar países. Contar éxitos. Contar hectáreas. Contar súbditos.
Qué fáciles son las decisiones cuando no se ven los rostros. Por eso hay que mirar. Para no conformarse con etiquetas ni cifras. Para asomarse a las vidas concretas.
Empiezan a hacer cálculos. La fecha límite para irse no está lejos. ¿Nacerá el niño antes? No lo tienen claro. El joven se preocupa, pero intenta no trasladar su nerviosismo. La muchacha se inquieta, pero trata de parecer tranquila.
Quizás sea amor, ese deseo de evitarle la preocupación a quien amas.
Al fin, en un momento tranquilo, se confiesan las incertidumbres y el miedo.
También es amor esa confianza para compartir la zozobra.
Un soldado, lejos de casa, cansado de batallas y de ausencias, eleva su voz a un Dios desconocido y le pide: “Ven”
María acaricia su vientre que ya ha crecido tanto. Y en llamada silenciosa, mueve los labios susurrando «Ven»
Como cada noche un pastor cuida el ganado ajeno. Siente el frío en sus huesos y la soledad en su espíritu. ¿Será esto toda la vida? De su interior surge una oración silenciosa. «Ven»
En Roma, el emperador, ajeno a las consecuencias de sus decisiones, asiste a unos juegos florales. Desea seguir ensanchando su imperio.
En Jerusalén el rey Herodes pasa los días reforzando las defensas de su palacio. «Esto es poder», se dice, vagamente satisfecho. Desea que la gente le obedezca. Si hace falta, que le teman.
Qué pena lo tuyo, Herodes
Somos tan grandes como nuestros deseos. Lástima que haya quien, pudiendo elegir, se conforma con anhelos raquíticos
Estado de la cuestión: el mundo sigue gritando “Ven”. María y José, en víspera de un viaje a lo imprevisto. Los poderosos, en sus laberintos. Los pastores en los márgenes (sin saber que pronto estos márgenes serán el centro). Una caravana cruza la frontera siguiendo una estrella.
¿Y nosotros? ¿Qué escenario elegimos en esta historia? Porque ya casi no queda margen para decidir dónde queremos estar…
Una mañana, al fin, se van de Nazaret. Atrás quedan las rutinas, el anhelo de un nacimiento tranquilo y en el hogar que tantas veces han imaginado. Adelante, la intemperie, el camino, lo imprevisto. «Hágase»
La marcha es lenta. No pueden ir muy rápido. Cuentan con varios días para llegar. Cuando el bebé se agita en su vientre, ella canta para calmarlo. El joven José disfruta oyendo esa melodía. A veces se suma.
El camino se convierte en una buena metáfora de la vida. Lugar de encuentros y separaciones. No todos los caminantes van al mismo ritmo, ni del mismo humor, ni con la misma urgencia, ni disponen de los mismos recursos.
Hay momentos de fatiga, en los que el buen humor de unos ayuda a otros a seguir avanzando. También hay ratos en que uno se sume en el silencio y va, ensimismado, pensando, imaginando, haciendo planes...
El camino está abierto a la novedad, a lo inesperado, a lo desconocido… ¡Pobre de quien toda su vida la transita por caminos ya trillados! En el camino se hará vida la Palabra.
A medida que se van acercando a Jerusalén, más y más peregrinos confluyen. Algunas noches está difícil encontrar acomodo.
Una noche más, José intenta ocultar su nerviosismo, pero tiene miedo de que María se ponga de parto. Ella le sonríe con gesto cansado. «Tranquilo, hoy no». Él quiere creerla. Intenta sonreír sin éxito, y desvía la mirada hacia una estrella que brilla lejos.
En la azotea de su palacio, Herodes mira la misma estrella. Algo se remueve dentro de él. A veces intuye que la vida puede ser otra cosa. Pero no hace caso a ese pensamiento.
¿Por qué demasiadas veces no damos cancha a nuestras intuiciones más profundas? ¿Por qué nos conformamos con la vida a medias cuando podríamos aspirar a una plenitud diferente?
En el desierto, uno de los sabios contempla también esa estrella. «¿No os parece que brilla más?» -dice a los otros-. Ninguno responde. Miran, fascinados.
La curiosidad, la imaginación, la voluntad de saber y comprender… ¡Qué fuerza tan extraordinaria hay en cada uno de nosotros!
Fuera de las murallas de Jerusalén el pastor mira a una estrella mientras intenta engañar al hambre con un trozo de pan.
En Roma el emperador no tiene ni tiempo ni ganas de mirar a las estrellas. ¿Para qué?
Cuantas veces, absortos en lo inmediato, olvidamos mirar a lo alto, sin darnos cuenta de que nos muestra otro camino.
Otra jornada transcurre, cada vez con más fatiga. Ella parece exhausta. Él quisiera ir más rápido, pero comprende que no pueden. Esta noche no encuentran sitio y tienen que dormir al raso con otro grupo de peregrinos.
En Jerusalén, Herodes ha acogido en su palacio a una caravana de Oriente. Tres sabios se sientan a su mesa. Hablan de estrellas, de otro rey, de algo nuevo…
En lugar de escuchar la buena noticia que están anticipando, el rey de los judíos solo piensa en su poder amenazado. Estrechez de miras
Estrechez de miras que nos impide ver el Amor a nuestra puerta, al tiempo que perseguimos quimeras.
Estrechez de miras que convierte el poder en meta, como si fuéramos capaces de mandar sobre el tiempo.
No, Herodes. No entiendes nada.
Amanece un día más. María siente que su cuerpo le advierte. Pero no se lo dice a José, porque sabe que tienen que seguir avanzando. No puede nacer al raso, como esta noche pasada. En silencio, reza y confía.
José lee, en el semblante de su mujer, anticipación, temor, cansancio y silencio. Y comprende la urgencia. En silencio, reza y confía.
A medio día llegan a una aldea pequeña, Belén. María le mira y murmura «Hay que parar». Él comprende. «Voy a buscar alojamiento». El resto de peregrinos continúa.
«No hay sitio» le dicen en la posada. Se pregunta si es porque les ha dicho que su mujer va a dar a luz. Pero aunque insiste le cierran la puerta. Seguramente no quieren que una parturienta incomode a los peregrinos que pueden dejar buen dinero.
Sigue buscando, pero todo son negativas. José está angustiado. ¿Qué puede hacer?
Junto a un arroyo una mujer que le ha oído preguntar, le señala una cabaña medio derruida. «Trae aquí a tu mujer», al menos tendréis un techo.
Quizás para ella es solo un poco de amabilidad. Pero para quien está desesperado, lo amable es bendición.
Corre. La encuentra donde la dejó, con los ojos entrecerrados. Así apoyada en él y  con pasos pesados, entran en la cabaña.

Es un establo. Huele mal. Intenta adecentarlo un poco. Limpia el suelo, vacía un pesebre, lo llena de paja, y hace un lecho para ella, que se tumba.
Sale a la puerta, y cuando ella no le ve, se muerde los labios y trata de no gritar. ¿Qué puede hacer? ¿Cómo la va a ayudar a dar a luz?
En ese momento llega la mujer del arroyo. «¿Ya está dentro tu esposa?» Él asiente, expectante. Ella sonríe. «Yo me encargo»
Y cuando la mujer entra, resuelta, él, que no deja de ser apenas un muchacho, siente sus ojos anegados por lágrimas de alivio, y trata de contener los sollozos que le sacuden. ¿Por qué tiene que ser la vida tan difícil?
A veces las lágrimas son de agobio, de rabia, o de cansancio. A veces, de alivio. Y de esperanza. E incluso de alegría. Y hay extraños momentos de la vida en que todos esos sentimientos se confunden en un mismo llanto.
Las horas pasan. Ya es noche cerrada. Un llanto lo cambia todo. El llanto de un bebé. La Palabra se ha hecho vida, se ha hecho crío, se ha hecho pura fragilidad.
Un canto silencioso atraviesa el mundo. Solo lo oyen quienes dejan espacio a la música de dentro. Los pastores en su margen. Los heridos en su dolor. Los solitarios en su espera. Los excluidos en su soledad. Y los enamorados. «Gloria»
Y de golpe, el margen es centro. El dolor da paso a la fiesta. La espera cocluye, y la soledad se llena de Amor.
La Palabra se ha hecho niño. Y llanto. Y sonrisa. La del bebé que trae buenas noticias. La de quienes, mirándolo, recobran la esperanza. Luego se hará verbo, llamada, bienaventuranza, milagro, resistencia, muerte y resurrección.
Toda esa historia está ya prefigurada en la intemperie de un pesebre y el calor de quienes se juntan alrededor.
Y todo empezó con un «Ven»
Fin. Y principio.
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