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#CosasQuePasanEnLaGuardia #78. Ocho y cuarenta de la noche. Lista sobrepoblada de diarreas, síndromes gripales y fiebre. El único infarto que había está tachado. Debajo de todo hay una paciente anotada con las siglas RA junto a su nombre. Trato de descifrar qué significa. (+)
(-) El orientador es nuevo y se inventa abreviaturas para todo. Me acerco y le pregunto.
–Reacción alérgica –contesta con tono de “¿Vos sos médica y no lo sabés?”.
Me dan ganas de mandarlo a lidiar con el borracho en situación de calle que me acaban de dejar (+)
(-) en el consultorio cuatro –el único con una camilla libre–, junto al viejito confuso por una infección urinaria que hace pis sobre la almohada de la anciana de salud mental que cree que todos la queremos matar y que asegura que pis del anciano contiene ácido muriático. (+)
(-) Trato de recordar la fórmula de dicho ácido de cuando cursé química. Resulta imposible. Gracias si me acuerdo de los oxhidrilos del alcohol que abunda en el aliento del recién traído. Se dispersan por el consultorio que no solo huele a borrachera y a orina, (+)
(-)sino también a transpiración ácida de esa que cuesta sacar, a pelo engrasado, a pañal a punto de rebalsar de caca, a ropa mugrosa, y casi podríamos decir que abandono o, por lo menos, dejadez. (+)
(-) Me obligo a pensar en las flores que solía haber en casa de mis viejos: jazmines, azaleas, unas blancas chiquitas cuyo nombre no recuerdo, tulipanes, unas demasiado parecidas a las calas que mamá no me dejaba tirar porque no eran estrictamente de muerte y unas naranjas (+)
(-) que eran casi margaritas. Trato de que el aroma menjunje en el que predominaba el de los primeros me tapice las fosas nasales y vuelvo a los consultorios. Reviso que el señor alcoholizado respire, que no esté hipotérmico, lo pongo de costado con la baranda levantada (+)
(-) y le indico el combo revive muertos.
Salgo y llamo a la paciente “RA” que espero que tenga solo una erupción. Se acerca y me dan más ganas todavía de putear al orientador: lo que anotó como RA al final de la lista es una chica inflada como un sapo que no entiendo (+)
(-) cómo está respirando. Cuento hasta cinco y trato de que se me pase la furia. Ella pasa tanteando su camino; apenas puede abrir los ojos de lo hinchados que tiene los párpados. Un hombre se queja de que su mujer estaba antes. (+)
(-)
Le explico que no es por orden de llegada sino por gravedad del cuadro, y que esto es una urgencia.
–Lo de mi mujer le aseguro que es más urgente –contesta y le hace señas para que se acerque.
(+)
(-)
–Si su mujer no está a punto de morirse, esta paciente tiene prioridad –lo freno sin una gota de paciencia (la poca que tenía se la quedó el orientador).
–Sí. Eso. Se está muriendo.
Maldigo por no haber aclarado un lapso de tiempo para el tema de la muerte. (+)
(-) Tendría que haber hablado de diez minutos, o, mejor aún, cinco.
Acompaño a la paciente sapo hacia el extremo de una camilla en la que duerme un hombre con las piernas encogidas hacia la panza que está esperando para que lo suban a quirófano. (+)
(-) Él no se queja por la usurpación y ella tampoco por la demora. Evito preguntarle hace cuánto que espera. El marido de la presunta moribunda me mira desde la puerta. Tiene unos sesenta y pico y cierto temblor en ambas manos que me hace acordar al término “cuenta monedas” (+)
(-) con el que describían en semiología a los pacientes con Parkinson. Si no lo tiene diagnosticado, está a punto.
–La va a dejar morirse –me increpa–. No le importa nada igual que al resto.
Ahí sí que me pega fuerte. (+)
(-) Trato de que siempre me importen los pacientes, pero hoy, con el agotamiento que arrastro tras treinta y seis horas de guardia, me cuesta. Camino hacia él y le digo en voz baja:
(+)
(-)
–A la paciente que hice pasar le está costando cada vez más respirar. Si no hago algo pronto, va a haber que intubarla. Dígame por favor si su mujer realmente tiene algo más urgente o no, porque no puedo con todo a la vez. ¿Si no atiendo a su mujer por cinco minutos, (+)
(-) puede llegar a morirse?
–Claro que puede. Se puede morir en un minuto, o en dos.
Me larga con la voz temblorosa mientras me entrega una nota escrita con letra poco clara. Me contagia el temblor.
Me pregunto cuánto faltará para que mi compañero termine de suturar (+)
(-) y venga a darme una mano.
–Además, tengo la orden de un juez para que la interne –sigue el hombre.
Ahí ya lo de la muerte inminente me hace ruido; alguien que está por morirse YA mismo no tiene tiempo de pasar por un juzgado.
(+)
(-)
Le indico que la acerque mientras me ocupo de la chica a la que le pido sus datos. Tiene nombre de color y sus labios parecen dos bombuchas a punto de reventar. La voz le sale ronca, de volumen bajo y tendiendo a nula. En el medio de las palabras algún chiflido se escapa (+)
(-) de su pecho y garganta. Le pongo el saturómetro mientras le escucho el cuello y la espalda. Ambos cantan un sonido agudo que me indica que esto puede terminar muy mal. Ni espero a ver el valor del aparato, tampoco a que la mujer pre-mortem con orden judicial llegue (+)
(-) al consultorio; corro a buscar la adrenalina. La enfermera embarazada prepara la medicación de los pacientes internados. Le pido que deje todo y cargue un corticoide para darle endovenoso y un antihistamínico (antialérgico de los que dan sueño digamos). (+)
(-) Se queja de que está sola, que no puede con todo. La entiendo, yo también odiaría estar sola en su lugar, pero no puedo ayudarla demasiado: nosotros somos dos para hacer el trabajo de cinco y tampoco damos abasto. Le explico el caso de la chica y deja lo que está haciendo.(+)
(-) Se pone a cargar –con bastante mala cara– las jeringas que le pedí, aunque por lo menos lo hace. Sé que su enojo no es conmigo sino con el sistema.
Corro de vuelta a donde ubiqué a la chica del nombre de color y le inyecto la mitad de la ampolla de adrenalina por debajo de(+
(-) la piel. Escupe un “arde hija de yuta” con tono bastante rasposo y grueso, casi que diría masculino. Inmediatamente se tapa la boca y se meurde los dedos entre los labios bombucha. No le hago caso; otra no queda. (+)
(-) La enfermera llega al ratito y apenas la ve se le va cualquier resto de bronca de la que teñía su cara. Se pone blanca, casi como me debo haber puesto yo cuando el nene de cinco me explicaba cómo se drogaba su papá. Sus manos se mueven rápido: colocan el lazo, (+)
(-) buscan una vena aceptable, le pasan alcohol y en unos segundos la vía ya está puesta y la medicación pasada. Yo sigo con la adrenalina mientras ella va a llamar al emergentólogo.
El hombre cuenta-monedas se asoma por la puerta con una mujer que entra caminando (+)
(-) y saluda con la mano. Está adelgazada y su piel resulta terrosa. Es el color a enfermedad de mínimo unos cuantos meses. El esposo me extiende otra vez la nota que no logré leer.
–Por favor, esperen afuera –les ordeno mientras les señalo a la chica sapo.
(+)
(-) La mujer gira ante mi pedido que no era tal, y el hombre se queja con un “tan buena no era” al que opto por no darle bolilla.
Vuelvo a pasarle otro tanto de adrenalina a la paciente que esta vez apenas hace un “ay” ante el ardor y sonríe orgullosa (+)
(-) Llega el emergentólogo y, al verla, se hace cargo sin que se lo pida. Hasta consigue un camillero para pasarla al shock room. La chica se va con un “gracias” algo menos ronco que antes que me deja satisfecha.
Vuelvo a mirar la lista por si el orientador anotó algo que urja+
(-) Llegaron dos con dolor de pecho y un transplantado renal con sangre en la orina. Justo aparece mi compañero que terminó con las suturas y llama a uno de los posibles infartos. Apenas abro para llamar al otro, el señor cuenta-monedas (+)
(-) de la mujer que ya debería estar muerta con los minutos que pasaron, intenta pasar a lo topadora.
–Espéreme otro momentito que hay dos urgencias antes –le pido con un tono que no acepta un no.
–Esto también es una urgencia, ¿es tarada que no se da cuenta?
(+)
(-)
–¿Disculpe? ¿Qué me dice? –le contesto a la espera de una respuesta.
–Tarada, eso. Tiene que ser tarada para darle prioridad a estos extranjeros ignorantes antes que a un compatriota.
Quiero gritarle que acá el único ignorante es él, y que si pretende pasar antes, (+)
(-) ésta no es la forma. En vez de eso, respiro hondo, cuento hasta cinco y le respondo:
–Acá se atiende a todos por igual sin importar la nacionalidad, como creo que a usted le gustaría que lo atendieran si acá explotara una guerra y se tuviera que ir para otro lado.
(+)
(-)
Igualmente, si tan tarada le parezco, le recomiendo que vaya a otro hospital.
–¿Qué guerra ni guerra ni guerra? Si éstos no vienen de ninguna guerra. ¿No ve que vienen para volvernos pobres a todos? Además, usted no nos puede echar. No nos vamos a mover de acá hasta que (+)
(-) nos atienda.
Ya no me da bronca, me da pena. Su mentalidad de dinosaurio territorial me da lástima. Ni me gasto en contestarle.
(+)
(-)Llamo al paciente del dolor de pecho, lo hago pasar y le cierro la puerta en la cara al hombre de la prehistoria. Se queda protestando del otro lado. Amenaza con elevar una nota para quejarse sobre mi desempeño tan pobre, porque “alguien me tiene que enseñar (+)
(-) cómo son las cosas”. Murmuro para adentro la canción de navidad que me tarareaba mi abuela –en todo momento del año– para hacerme dormir y me olvido de su existencia.
Hago sentar al hombre de la supuesta precordalgia y le pregunto sus datos filiatorios. (+)
(-) La falta de canas en su cabeza sobrepoblada de pelo negro me hace intuir que es muy poco probable que se esté infartando, igual le pregunto por factores de riesgo (que no tiene), le tomo la presión y le hago un electro. (+)
(-) Resulta que tiene un examen el lunes y anda bastante preocupado porque si no lo aprueba, tiene que recursar la materia. El dolor de pecho ni siquiera tiene ahora; solo le agarra cuando se sienta frente a los libros. Llamo a los de salud mental (+)
(-) y la psiquiatra mala onda dice que lo va a hacer esperar un rato, que eso no es ninguna urgencia y que se hubiera acordado antes de ir por consultorios. Siento al chico en el pasillo (digo chico porque no llega a los veinticinco años) y le informo que en un rato (+)
(-) lo van a venir a ver.
–¿Faltará mucho? –consulta–. Pasa que me queda medio libro por tragar…
Quisiera poder decirle que no, que van a venir pronto a medicarlo para darle una mano y que salve la materia. No me gusta mentir, así que en vez de eso levanto los hombros (+)
(-) y los bajo con las cejas juntas y la boca apenas trompuda.
–Te veo en un rato –me despido.
Vuelvo al consultorio dispuesta a llamar al transplantado renal que orina rojo y que espero que solo sea porque comió remolacha.
(+)
(-)Me acerco a la puerta, junto fuerzas y abro al mismo tiempo que grito su apellido, segura de que el dinosaurio de antes se me va a venir al humo. No contesta nadie a mi llamado y una mujer mofletuda de la sala de espera me informa que ya pasó.
(+)
(-)
–Ahora sí es nuestro turno, ¿no le parece? –me larga el hombre de la prehistoria.
Me dan ganas de escupirle que no, que hasta que no se vuelva una persona civilizada no pienso atenderlo, pero recuerdo que la que está enferma es su mujer y le hago señas para que la traiga(+)
(-)
a la punta de camilla disponible donde antes estuvo sentada la chica RA.
El hombre avanza con su mujer de la mano. Ella arrastra los pies. Tiene los labios resecos, algo que antes no había notado. Lleva el pelo corto teñido de un marrón algo rojizo con raíces blancas (+)
(-) de más de un centímetro. Parece diez años mayor que él, lo que probablemente sea efecto de la enfermedad. Él la ayuda a subir a la camilla, le pone una almohada –que trajo de la casa– detrás de la espalda para que se recueste contra la pared y le besa la frente. (+)
(-) Un poco del odio que generó en mi persona se dispersa y hasta le sonrío a ambos. Ella me devuelve el gesto; él solo resopla y me entrega nuevamente la nota escrita en caracteres que parecen chinos. (+)
(-)
–Espere. Primero cuénteme cómo se llama y cuántos años tiene –lo freno.
Responde él. Pronuncia un nombre tremendamente clásico y un apellido demasiado paquete como para estar atendiéndose en este hospital. En cuanto a la edad, descubro que estaba en lo cierto:
(+)
(-)
él le lleva a ella unos cinco años. Agarro la nota y caigo en que está firmada por un oncólogo de otra institución. Dentro de lo que logro descifrar, dice que la manda a internar porque la paciente no tiene apetito, adelgazó mucho y deterioró bastante su estado general. (+)
(-) Quiere internarla para engorde digamos, o al menos eso interpreto de las pocas palabras que entiendo del papel. Me dan ganas de explicarle a ese oncólogo sobre la falta de camas en el hospital público, y exigirle que venga él a presentarle la paciente a los clínicos (+)
(-) a ver si la internan o se le ríen en la cara. Igualmente, decido indagar un poco más.
–Cuénteme que le pasa por favor –le digo a la mujer.
–Pasa que tiene que internarla –se mete el marido.
(+)
(-)–Vamos de a poco –trato de calmarlo–. Quiero saber primero qué es lo que siente y lo que tiene –me dirijo a ella otra vez.
–Está muy flaca, no ve. Y así se va a morir de desnutrición. Usted tiene que salvarla, por eso la internación que pide el doctor –pronuncia el hombre.
(+
(-)
Ella sonríe tímida. Entrecierra los ojos y lo mira cansada. Creo que sabe que de esta no va a salir, y me parece que está acá más por él que por ella.
–Empecemos por el principio, ¿sí? Así veo cómo puedo ayudarlos –insisto–. ¿Cuál es la enfermedad que la puso mal?
(+)
(-)
–Tiene un tumor que pensaban que era cáncer pero no. Al final era bueno, pero grande y la tienen que operar. Están esperando que se achique para eso –dice él.
Ella me mira con cara de que no es tan así. Enseguida sus ojos ruegan para que no lo contradiga.
(+)
(-)
–¿Y dónde está el tumor? –me dirijo a ella.
Esta vez abre la boca y pronuncia algo que sé que le duele.
–Primero estaba en este pecho –se señala el derecho–, me lo sacaron y apareció en el otro.
(+)
(-)
Se levanta la remera y le pide ayuda al marido con las gasas.
–Me parece que no hace falta –insiste él.
Ella le hace que sí con la cabeza y finalmente el marido cumple con el deseo de su esposa de lucir tremendo horror ante esa médica desconocida que a él no le cae (+)
(-) nada bien.
Es grande, con bultos y retracciones. Ya no hay teta, es todo tumor. Se comió el pezón y supura por ahí. Me pongo guantes y lo palpo. Es duro; demasiado. Tiene esa dureza que por sí sola expresa malignidad. La mujer me mira para ver si entendí. Asiento (+)
(-) y se lo cubre.
–Suspendieron la quimio y ahora están esperando a que se achique un poco más –me explica él.
No dudo que cree eso; es lo que necesita creer, aunque creo que dista mucho de la realidad.
(+)
(-)
–El tema es que ella dejó de comer. No le gusta lo que le cocino y tampoco tiene ganas de tomar agua –sigue–. Y necesitamos que la pongan fuerte para que pueda curarse.
Me duele escuchar su negación. Siento que va a terminar reventado contra el colchón cuando ella parta,(+)
(-) , y sé que no falta mucho para eso.
–¿Duele? –le pregunto a la paciente.
Ella niega y agrega:
–Solo estoy muy cansada.
Su cara dice mucho. Básicamente transmite que no da más, que no puede más. Si habré visto caras como esa… (+)
(-) Mi pecho me aprieta probablemente como al chico del examen cuando se pone frente a los libros y lloro para adentro.
–Entiendo. De verdad –le respondo–. ¿Y le cuesta tragar o solo le falta el hambre?
(+)
(-)
–No le gusta mi comida, ya le dije. Eso y está enojada –se mete el marido con la boca apretada.
Creo que lo hace para que no se le escurran las lágrimas, porque algo en el fondo entiende.
–No es eso. Nada más no tengo apetito –contesta ella–. Solo quiero dormir.
(+)
(-)
Bajo la cabeza y entrecierro los ojos en señal de que comprendo lo que le pasa, cuando en realidad no tengo mucha idea, al menos no en carne propia.
–¿Le va a hacer análisis de sangre? –pregunta él.
(+)
(-)
La mujer abre grande los ojos y me mira con cara de que ni se me ocurra pincharla.
–No creo que eso haga falta –le respondo–, estoy segura de que usted, con lo mucho que la cuida, me trajo un montón de estudios para que mire y que con eso me va a alcanzar.
(+)
(-)
El hombre –que ya no me parece tan dinosaurio en este momento– sonríe y me entrega una bolsa llena de papeles. Busco los últimos. Tardo bastante, pero me abstengo de sugerirle que los ordene (no me parece apropiado). Hasta hace tres meses la mujer tenía comprometidos (+)
(-) los ganglios de la axila, pero no había metástasis. En cuanto a los laboratorios. Estaba algo anémica nomás.
Le pongo el saturómetro, el termómetro y le tomo la presión. Sus signos vitales están estables. Su presión resulta algo baja, pero, con lo adelgazada que está, (+)
(-)no puedo esperar mucho más. Le pido a la paciente de enfrente que me preste un segundo su camilla, la hago acostar y le palpo la panza. No tengo duda de que ahora su hígado está comprometido por el cáncer que el marido niega que tiene. (+)
(-) Lo bueno es que no siente dolor. Solicito unas placas y una ecografía abdominal, más que nada para que él quede conforme. Consigo un camillero bastante rápido y voy con ella mientras le pido al hombre que cuide el lugar que le conseguí en la camilla. (+)
(-) Hacemos las imágenes –no solo tiene metástasis en el hígado, sino también en los pulmones– y ella no pregunta nada. Recién poco antes de llegar al consultorio hace señas para que frenemos y se dirige hacia mí. (+)
(-)
–Tal vez sea mejor que usted le diga que esto es malo y que ya está por todos lados. Yo no puedo.
Asiento mientras le aprieto la mano. Ella me devuelve el apretón y abre la boca de nuevo.
–Lo único, no se lo diga adelante mío. No quiero recordarlo hecho polvo.
(+)
(-)
La última frase me hace acordar a mi abuela cuando me contó que mi abuelo estaba muy mal por la muerte de su hermano. Usó esas palabras exactas. Mi abuelo falleció a los dos meses, y no hubo otra explicación en ese entonces más que su tristeza.
(+)
(-)
–No se preocupe, yo me encargo –le prometo.
Mis ojos le preguntan si vamos y los suyos responden que sí.
Llegamos al consultorio y entre el hombre y el camillero la ayudan a subir a su rincón de camilla.
–¿Y? ¿Cuándo la suben a la habitación? –pregunta el marido.
(+)
(-)
Yo le sonrío casi sin poder creer que me dan ganas de abrazar a ese hombre al que hace poco quería echar del hospital.
–Primero le voy a pedir que me acompañe a ver si me explica algunas cosas que no entiendo –arranco.
(+)
(-)
–Claro, ¿cómo no?
El hombre me sigue, y en vez de al pasillo, lo llevo para afuera.
–¿A dónde vamos? –pregunta.
–Necesito un café –le miento– y creo que a usted también le va a venir bien uno.
(+)
(-)
Cruzamos al kiosquito que abre veinticuatro horas. Yo me pido un café negro y él elige un cortado. Compro también un chocolate y le convido la mitad.
–¿Tan mal está? –me increpa.
Le contesto con la mirada nomás al principio.
(+)
(-)
–No puede decirle nada. Yo le prometí que se iba a curar. Ella ni siquiera sabe que es cáncer –agrega.
Sus palabras me dan ganas de llorar. Sé que después de esto, de ellos, voy a terminar hecha polvo. No pronunciar palabra alguna.
(+)
(-)
–Tiene que internarla, hacerla comer, por lo menos que se vaya un poco mejor –sigue.
Junto fuerzas. Ni sé bien de dónde las saco, y empiezo:
–¿Sabe qué pasa? Si se queda acá, estaría en una camilla, porque otro lugar, al menos hasta mañana o pasado, no tengo para ofrecerle.+
(-) La única forma de nutrirla un poco más, sería ponerle una sonda por la nariz que llegue hasta la panza, algo bastante molesto que no creo que ella vaya a querer. Me parece que solo aceptaría que se la coloquen para verlo feliz a usted. Pero no va a mejorar, lo siento (+)
(-) muchísimo, pero no veo posibilidades de que salga de esto, como creo que usted ya sabe también. Si la internáramos, se pasaría los últimos días en un hospital, en vez de en su casa con la gente que la quiere. No sé, dígame usted que piensa, pero no me parece lo mejor.
(+)
(-)
El hombre me mira. Saca otro papel y me lo entrega.
–Es que el juez la mandó a internar –me larga y ahí sí que se le resbalan unas cuantas lágrimas.
Veo la nota. Solicita una evaluación y ni siquiera la firma un juez.
(+)
(-)
–En el otro hospital no la quisieron internar, y yo conseguí esto, y ahora usted me dice que se me va a ir igual.
Sus manos cuentan monedas más rápido mientras la cara se le retuerce. Algo de café se chorrea sobre sus dedos y revolea el vaso a la calle.
(+)
(-) Saca un pañuelo, se limpia lo volcado y se borra las lágrimas como puede. Yo le acaricio la espalda. Creo que si llegara abrazarlo lo vería estallar en mil pedazos, y no creo que él quiera eso. Cruzamos en silencio y entramos al hospital. (+)
(-) Frena un poco antes de volver a los consultorios. Se suena la nariz y me pregunta dónde hay un baño para lavarse la cara. Lo guío hacia uno. Entra y camino hacia los consultorios. Paso por la puerta del número cuatro donde espera su mujer, la miro y bajo la cabeza (+)
(-) en señal de que ya está hecho. Me agradece con los labios sin emitir ningún sonido.
Veo en el pasillo al chico de la precordalgia que no era tal. Está sentado con las piernas cruzadas sobre el asiento y mueve sus manos intercalando los dedos. (+)
(-) Me le acerco. Estoy a punto de preguntarle si ya lo vieron, cuando me gana de mano.
–No vino nadie, y me está empezando apretar acá otra vez –dice marcando su pecho con el puño derecho.
Respira cada vez más rápido y se queja de hormigueos alrededor de la boca. (+)
(-)
–Tranquilo, es susto nomás –le explico mientras le doy una bolsa y le indico que respire adentro.
Busco a mi compañero y le pido uno de los comprimidos sublinguales que suele usar para dormir. Vuelvo con el chico y le doy medio.
(+)
(-)
–No te preocupes. Vas a estar bien, te lo prometo –le largo.
Sé que no tengo que prometer, pero se siente bien poder decirle alguien que no tiene nada grave.
Vuelvo al consultorio de la mujer de recién. Justo llega el marido. (+)
(-)
–Salió todo bien, mi amor –le dice él con una sonrisa–. Nos vamos a casa.
Ella sonríe también. Me aprieta la mano y yo no puedo contenerme y la abrazo. Su “gracias” me recorre hasta la última de mis neuronas y me muerdo los cachetes por adentro para no llorar.
(+)
(-)
Los veo irse y vuelvo con el chico.
–¿Qué estudiás? –le pregunto.
–Medicina. Rindo semio–me contesta con una sonrisa de que no puede creer lo que le está pasando.
(+)
(-)
Le pido que me espere un segundo y camino hacia la lista de pacientes que quedan por atender. Un síndrome gripal y dos gastroenteritis; nada grave. Vuelvo al lado suyo, me siento yo también con las piernas cruzadas y le largo un:
(+)
(-)
–Contame qué es lo que más te cuesta y arranquemos. Vos tranquilo, que a mí en semio me fue muy bien.
Me olvido por un rato de mis lágrimas y de las ganas que tengo de prenderme un pucho.
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