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–Tranqui, está puesto y re-chupado, ya se va a despertar –pronuncia y parece de trece por lo menos.
Lo miro a él que me sonríe desde su paleta derecha partida que espero que sea de leche, a su hermanito que lo imita muerto de risa y dice “ta re chupao”, a los policías (+)
–Seguro que no es para mí, pero vamos –me dice mientras se levanta de la silla y esboza una media sonrisa para la derecha.
Recién ahí caigo en que está mucho más flaco. (+)
–¿Estuviste haciendo dieta? –le saco conversación mientras caminamos hacia los consultorios.
–No. Pasa que me dejó mi mujer.
–Uy, perdón, no sabía nada –me disculpo con ganas de evaporarme.(+)
–Nadie sabía. Es que recién puedo hablar del tema –contesta y se le llenan los ojos de lágrimas que no se permite expulsar.
Lo veo todo alto, con tubos y probablemente también ravioles marcados y me pregunto cómo le caerá un abrazo. (+)
–No quiero ponerme peor –explica.
Bajo la cabeza en señal de que entiendo y apuramos el paso hacia el pasillo de los consultorios donde el “puesto y re chupado” espera en la camilla de la ambulancia (+)
–Mi hermano se porta re mal –dice otra vez luciendo su paleta mocha.
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El emergentólogo versión dos punto cero se acerca al paciente y hace lo mismo que yo hice al principio, (+)
–¿Te lo quedás vos entonces? –me gasta.
Antes de irse me sugiere que le haga un pinchacito en el dedo para ver el nivel de azúcar en sangre (+)
Busco un lugar donde ubicar al hombre, uno muy distinto de donde habitualmente lo acomodaría. (+)
–¿Y su mamá?
–Se fue con Jesús –contesta el más grande.
–¡Mentira! –grita el chiquito–. La bela dijo que tá con los ángeles.
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–¿Y su abuela dónde está? –les pregunto mientras ruego para adentro que no esté muerta también.
–En su casa –dice el de tres.
–¿Y eso dónde queda? –sigue.
–Cerca de mí casa –contesta el grande señalándose el pecho.
–De mí casa –remarca el chiquito y le copia el gesto.
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–¿Y dónde es la casa de ustedes? –insisto con la esperanza de que al menos les salga un barrio.
Ellos se miran, me miran, miran a los policías y finalmente el de tres estalla en risas:
–¡En nuestra casa! –me contesta como si yo no entendiera nada.
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Enseguida se lleva el índice al costado de la cabeza, me hace que estoy loca y después se hace el payaso.
–Ah, muy bien, muy bien –lo felicito y le saco la lengua.
El más grande se suma al gesto.
–Y díganme una cosa, ¿qué pasó hoy? –indago.
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El chiquito levanta los hombros. El hermano mayor gira la cabeza hacia un costado y hacia el otro.
–Papá estaba muy triste y se chupó todo –contesta.
Habla casi como un adulto, y hasta parece entender como tal. (+)
–¿Y qué fue todo?
–Vino, cerveza, más vino…
–¿Y pasó algo más?
–Usó mucha droga que es cuando la abuela le dice que está puesto y lo echa de la casa –responde mientras hace que fuma para después (+)
Le resulta gracioso y repite ambos gestos. Yo tiemblo.
–Pero vos sabés que eso es malo, ¿no? –le digo y ruego que lo retenga.
–Sí –contesta prolongado la I.
El hermanito se suma a ese sí.
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–Muy malo. ¡Mirá como está! –agrega el grande mientras señala a su padre.
No puedo evitarlo. Me agacho a la altura de la camilla donde están sentados y los envuelvo en un intento de abrazo. El más grande se suelta con un:
–¡Qué asco!
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El chiquito se ríe, me sigue abrazando y me acaricia el pelo. Estoy por deshacerme en lágrimas cuando se asoma la trabajadora social con uno de los pediatras.
–¿Todo bien con el de ustedes? –le pregunto a este último.
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Él cierra los ojos, aprieta los labios y apenas levanta los hombros.
–Veremos cómo queda –pronuncia finalmente.
Yo ya me había imaginado un cuerpo tamaño pediátrico dentro de una bolsa negra. Me inundan unas ganas tremendas de gritar. Muerdo fuerte y me las trago. (+)
Mi cara debe haber resultado totalmente desencajada, (+)
–Dos nenes sin madre y con un padre adicto –contesto entre sollozos.
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–Ay, no me cuentes más que me voy a pasar la noche llorando –responde mientras se agarra la panza de la que ni me había dado cuenta.
–¿Estás…? –arranco.
Ella asiente mientras sonríe y me informa:
–De veintidós semanas.
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Me seco las lágrimas y le doy un abrazo mientras la felicito. Sé que hace años que ella y el marido –otro de los enfermeros– estaban buscando. Un poquito de la tristeza que me había invadido se diluye y hasta se me cargan algo de pilas. Decido salir un minuto (+)
Vuelvo y me dirijo al consultorio donde dejé al bello durmiente –o mejor dicho al feo– y a los nenes con el pediatra, la trabajadora social y los policías. (+)
–¿Vos vas para ahí en algún momento? –le pregunto con algo de culpa por interrumpir su almuerzo mientras le muestro lo que les compré.
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–¡Qué lindos! –contesta y se le asoma un pedazo de lechuga que reintroduce inmediatamente a su boca.
Mueve la cabeza para arriba y para abajo llena de entusiasmo.
–Termino y se los llevo –me dice y sigue comiendo.
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Yo le hago que gracias con el pulgar para arriba y enfilo para los consultorios con cierta tristeza por no poder ver sus caras cuando los reciban.
–Les digo que es de parte tuya –me grita una voz con comida atravesada que sé que es la de la pediatra.
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–¿Y vos quién te creés que sos para decirme lo que necesito? –responde.
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Se tambalea en la camilla hasta que logra sentarse y exhibe sus dientes amarillentos en una sonrisa sobradora. Resulta aún más desagradable de lo que me imaginé. (+)
–Soy la médica que te estuvo atendiendo desde que llegaste–le contesto y me olvido del trato de “usted” que suelo dispensarle a la mayoría de mis pacientes adultos en señal de respeto.
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–Yo no te pedí nada, no te debo nada. No me vengas a joder que conmigo no se jode, flaca –se defiende y ataca a la vez.
No me gustaría cruzármelo de noche, pero entre estas paredes siento que ya me cansé de dejar que me pisoteen.
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–Debería tratarla mejor –arranca–. La doctora estuvo cuidando a sus nenes, esos de los que usted ya se olvidó…
El hombre entrecierra los ojos. Parece una especie de perro rabioso que intenta buscar en su cerebro diminuto donde dejó el hueso que le arrojaron (+)
Finalmente, algo cambia en su expresión. Levanta los párpados bien arriba y gira su cabeza hacia un lado y hacia el otro para al rato detenerse en mi persona.
–¡¿Qué hiciste con mis hijos hija de puta?! –me larga–. ¿Dónde están?
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El policía que andaba paseándose por el pasillo escucha los gritos y se acerca.
–Tranquilo, amigo, que tus hijos están bien –trata de calmarlo.
–¿Están bien dónde? Si no están conmigo, no están bien.
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–Con vos así tampoco estaban bien –me meto y por dentro me pregunto para qué lo hago, pero no puedo contenerme y sigo–. Se asustaron mucho. Son chicos.
–Me desmayé nada más, pero ya estoy bien. Dejame verlos –me larga con un tono que pretende intimidarme.
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La amenaza se le mezcla con algo de angustia que hace lo imposible por ocultar.
–Yo no sé dónde están –miento–. Ahora depende de que vos te recuperes y hagas las cosas bien, y de lo que decida el juez.
–Hija de puta. Pedazo de hija de puta –arranca el hombre.
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El policía se le acerca y le pide que se calme. El paciente lo escupe. El oficial pega un grito y en unos segundos se acerca un compañero que está de consigna de un suicida y entre ambos logran esposarlo.
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–Hija de puta –grita el hombre–. Hijo de puta –sigue y pienso que se equivocó con el masculino–. ¿No ves que no servís para nada? Ni una bien hacés. Ni una. Sos un tremendo hijo de puta.
Llora. Ahora sí que no lo oculta. Me dan ganas de llorar a mí también.
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Voy para el estar médico y hablo con los pediatras acerca de los nenes. Lograron internarlos en pediatría hasta que intervenga el juzgado y logren ubicar a la abuela. Igualmente me explican que no creen poder evitar que el padre los vea. (+)
Me estoy preparando un café cuando me dicen que alguien me busca en la puerta del estar. (+)
–De parte de mi mamá –dice.
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La abro y espío que contiene.
–Es para los nenes –aclara–. ¿Usted se las puede dar?
Son golosinas; varias. Hay chupetines, caramelos, chocolatines y un par de alfajores. La sonrisa me sale de adentro. Es la más grande que me surgió en el día. (+)
Sin darme cuenta de lo que hago, le encajo un beso en la mejilla y un abrazo. El hombre se queda quieto, rígido. Noto su incomodidad, lo suelto y me disculpo. Le digo que sí, que no se preocupe, que yo se las alcanzo y desaparece.
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Yo me olvido del café, del “feo durmiente” con sus gritos y su llanto, de las gastroenteritis que quedan por ver y de los pediatras que podrían darle a los chicos las golosinas perfectamente. Me apuro y casi que corro cada uno de los escalones que me separan (+)