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#CosasQuePasanEnLaGuardia #77. Lo traen la médica de ambulancia, el choffer y dos policías. Se desplomó en la calle mientras limpiaba los parabrisas de autos como el que –según su hijo mayor– ellos nunca tuvieron.
(+)
(-) A los nenes también los traen. Son dos: uno de tres y otro de cinco, que fue el que pidió ayuda. Ambos visten ropa limpia y parecen haberse bañado hace no mucho. El padre no está impecable, aunque tampoco roñoso. (+)
(-) Me acerco a la camilla y hago fuerza con mi puño sobre su esternón para ver si presenta respuesta al dolor. Nada más allá del olor etílico que emana cada uno de sus poros. (+)
(-) Le pellizco finito el dorso de la mano –algo que siempre daba resultado cuando estaba en primaria y los varones me querían levantar la pollera– y tampoco se inmuta. Se ve que mi cara denota preocupación porque el más grande me tironea de la chaqueta del ambo. (+)
(-)
–Tranqui, está puesto y re-chupado, ya se va a despertar –pronuncia y parece de trece por lo menos.
Lo miro a él que me sonríe desde su paleta derecha partida que espero que sea de leche, a su hermanito que lo imita muerto de risa y dice “ta re chupao”, a los policías (+)
(-)y de vuelta al paciente al que para entonces tengo ganas de aniquilar. Le pongo el saturómetro: respira mejor de lo que esperaba y no está demasiado taquicárdico. Le tomo la presión; da apenas alta. No sé bien ni para qué le pongo el termómetro bajo la axila. (+)
(-) Treinta y seis, seis. Le abro los ojos: sus pupilas son casi normales y reaccionan a la luz ante la que él sigue durmiendo. Repito el intento de hacerlo reaccionar, esta vez apretándole a ambos lados por delante de las orejas. Sigue igual de planchado que antes.(+)
(-) Les pido a todos que esperen y me apuro a buscar ayuda. Los pediatras están reanimando a un chiquito, imposible molestarlos. La trabajadora social y los de salud mental están con una nena por un caso de abuso intrafamiliar. Les aviso lo que pasa y prometen venir (+)
(-) apenas se desocupen. Busco al emergentólogo.
–Seguro que no es para mí, pero vamos –me dice mientras se levanta de la silla y esboza una media sonrisa para la derecha.
Recién ahí caigo en que está mucho más flaco. (+)
(-) Le sobra ambo por todos lados y apenas parece un poco más ancho que yo de cintura.
–¿Estuviste haciendo dieta? –le saco conversación mientras caminamos hacia los consultorios.
–No. Pasa que me dejó mi mujer.
–Uy, perdón, no sabía nada –me disculpo con ganas de evaporarme.(+)
(-)
–Nadie sabía. Es que recién puedo hablar del tema –contesta y se le llenan los ojos de lágrimas que no se permite expulsar.
Lo veo todo alto, con tubos y probablemente también ravioles marcados y me pregunto cómo le caerá un abrazo. (+)
(-)Decido dárselo y apenas me acerco con los brazos abiertos, retrocede.
–No quiero ponerme peor –explica.
Bajo la cabeza en señal de que entiendo y apuramos el paso hacia el pasillo de los consultorios donde el “puesto y re chupado” espera en la camilla de la ambulancia (+)
(-) en la misma posición en que lo dejé. Uno de los oficiales corre al nene de tres por el pasillo. El de cinco sacude la cabeza y se muerde el labio de abajo.
–Mi hermano se porta re mal –dice otra vez luciendo su paleta mocha.
(+)
(-) Tiene ambas manos a los costados del cuerpo con las palmas para arriba y las mueve para abajo y para arriba de forma reiterada. Me hace acordar a mi ahijado y pienso en lo orgulloso que se pone cada vez que acompaña a alguno de sus papás al trabajo (+)
(-) porque en la escuela están de paro. Me pregunto si estos nenes irán al jardín o si fueron en algún momento.
El emergentólogo versión dos punto cero se acerca al paciente y hace lo mismo que yo hice al principio, (+)
(-) solo que él logra obtener por respuesta un “la puta que te parió”. Se mata de risa.
–¿Te lo quedás vos entonces? –me gasta.
Antes de irse me sugiere que le haga un pinchacito en el dedo para ver el nivel de azúcar en sangre (+)
(-) y que le cuelgue un suero con vitamina B1, algo para que no vomite, azúcar y que le dé un rato hasta que reviva. Es el combo que preparo todos los sábados a la noche –como mínimo por triplicado– para los chicos que se pasaron de alcohol en el boliche o en una previa, (+)
(-)solo que esta vez son las tres de la tarde. Asiento y le levanto el pulgar derecho, pero ya se teletransportó al shock room.
Busco un lugar donde ubicar al hombre, uno muy distinto de donde habitualmente lo acomodaría. (+)
(-) Trato de que no haya borrachos y que sea lo menos maloliente posible. Intento –también– que los acompañantes de consultorio no tengan nada que vaya a impresionar demasiado a los nenes. No encuentro ningún lugar acorde. Una señora de setenta y pocos (+)
(-) los ve y me ofrece pasarse al pasillo. Su hijo la reta con que ella está grande y necesita la camilla. La mujer le devuelve el reto con un “yo no te crié así de egoísta” y se muda a una silla fuera del consultorio. Él la sigue con mala cara. (+)
(-) Con la médica de ambulancia y el choffer logramos pasar al paciente a la camilla que nos dejaron libre. Ella me explica que desconoce los antecedentes del hombre y me da la dirección de la que lo trajo. Tomo nota de eso y de la intervención policial (+)
(-) mientras ella se despide de los nenes y les hace un globo con un guante a cada uno bajo la promesa de que se van a portar bien. Los chicos la abrazan y los policías respiran aliviados de que el más chico se quedó quieto un segundo. (+)
(-)La médica y el choffer se van y yo busco donde ubicar a los nenes. Otra paciente del mismo consultorio –una mujer joven que vino por piedras en los riñones y parece estar bastante mejor– les ofrece su camilla y se sienta en el rincón libre de la de al lado (+)
(-) en la que una señora no muy mayor duerme con las piernas encogidas. Los policías observan la escena desde la puerta del consultorio. Forman una especie de paredón para evitar que el más chico se eche otra carrera. (+)
(-) Arranco el interrogatorio, pero esta vez me dirijo a los hijos del paciente:
–¿Y su mamá?
–Se fue con Jesús –contesta el más grande.
–¡Mentira! –grita el chiquito–. La bela dijo que tá con los ángeles.
(+)
(-)
–¿Y su abuela dónde está? –les pregunto mientras ruego para adentro que no esté muerta también.
–En su casa –dice el de tres.
–¿Y eso dónde queda? –sigue.
–Cerca de mí casa –contesta el grande señalándose el pecho.
–De mí casa –remarca el chiquito y le copia el gesto.
(+)
(-)
–¿Y dónde es la casa de ustedes? –insisto con la esperanza de que al menos les salga un barrio.
Ellos se miran, me miran, miran a los policías y finalmente el de tres estalla en risas:
–¡En nuestra casa! –me contesta como si yo no entendiera nada.
(+)
(-)
Enseguida se lleva el índice al costado de la cabeza, me hace que estoy loca y después se hace el payaso.
–Ah, muy bien, muy bien –lo felicito y le saco la lengua.
El más grande se suma al gesto.
–Y díganme una cosa, ¿qué pasó hoy? –indago.
(+)
(-)
El chiquito levanta los hombros. El hermano mayor gira la cabeza hacia un costado y hacia el otro.
–Papá estaba muy triste y se chupó todo –contesta.
Habla casi como un adulto, y hasta parece entender como tal. (+)
(-) Se me hace un nudo en la garganta y otro en la panza. Junto fuerzas y sigo.
–¿Y qué fue todo?
–Vino, cerveza, más vino…
–¿Y pasó algo más?
–Usó mucha droga que es cuando la abuela le dice que está puesto y lo echa de la casa –responde mientras hace que fuma para después (+)
(-) apretarse una fosa nasal.
Le resulta gracioso y repite ambos gestos. Yo tiemblo.
–Pero vos sabés que eso es malo, ¿no? –le digo y ruego que lo retenga.
–Sí –contesta prolongado la I.
El hermanito se suma a ese sí.
(+)
(-)
–Muy malo. ¡Mirá como está! –agrega el grande mientras señala a su padre.
No puedo evitarlo. Me agacho a la altura de la camilla donde están sentados y los envuelvo en un intento de abrazo. El más grande se suelta con un:
–¡Qué asco!
(+)
(-)
El chiquito se ríe, me sigue abrazando y me acaricia el pelo. Estoy por deshacerme en lágrimas cuando se asoma la trabajadora social con uno de los pediatras.
–¿Todo bien con el de ustedes? –le pregunto a este último.
(+)
(-)
Él cierra los ojos, aprieta los labios y apenas levanta los hombros.
–Veremos cómo queda –pronuncia finalmente.
Yo ya me había imaginado un cuerpo tamaño pediátrico dentro de una bolsa negra. Me inundan unas ganas tremendas de gritar. Muerdo fuerte y me las trago. (+)
(-) Miro la hora y calculo. Lo deben haber estado reanimando más de media hora. Me desespera pensar que tal vez la bolsa negra hubiera sido el desenlace menos malo. Esta vez soy yo la que aprieta los ojos.
Mi cara debe haber resultado totalmente desencajada, (+)
(-) porque la trabajadora social me abraza y me lleva para afuera con un “nosotros seguimos acá”. Le agradezco. Voy al estar de enfermería. Está vacío. Entro, me siento y dejo que se me escurran un par de lágrimas mientras hago las órdenes de laboratorio (+)
(-) y del suero para el padre de esos soles de nenes. Me pregunto si la cosa siempre será así, si será algo nuevo, si la esposa habrá muerto hace poco, o al menos hace no tanto, si la abuela estará presente, si habrá un abuelo que ayude (+)
(-) y si se podrá conseguir algo mejor para esos chicos. Cada vez estoy llorando más fuerte cuando entra una de las enfermeras y me pregunta que me pasa.
–Dos nenes sin madre y con un padre adicto –contesto entre sollozos.
(+)
(-)
–Ay, no me cuentes más que me voy a pasar la noche llorando –responde mientras se agarra la panza de la que ni me había dado cuenta.
–¿Estás…? –arranco.
Ella asiente mientras sonríe y me informa:
–De veintidós semanas.
(+)
(-)
Me seco las lágrimas y le doy un abrazo mientras la felicito. Sé que hace años que ella y el marido –otro de los enfermeros– estaban buscando. Un poquito de la tristeza que me había invadido se diluye y hasta se me cargan algo de pilas. Decido salir un minuto (+)
(-) y comprarles unas golosinas a los nenes. Le aviso a mis compañeros, chequeo mis bolsillos en busca de plata y me apuro al kiosco. Estoy llegando cuando me cruzo a una señora con un carrito que vende revistas. Entre ellas asoman unos libritos para pintar. (+)
(-) Le pregunto el precio y si también vende lápices o crayones. Dice que no y me señala la librería de la vuelta. El valor resulta accesible, así que los compro. En la librería agrego unos crayones y un block de hojas blancas. (+)
(-) Me quedo sin un peso para las golosinas, pero igual me siento bastante conforme.
Vuelvo y me dirijo al consultorio donde dejé al bello durmiente –o mejor dicho al feo– y a los nenes con el pediatra, la trabajadora social y los policías. (+)
(-) Está el hombre feo nomás. Uno de los oficiales pasea por el pasillo. Me ve y me informa que se llevaron a los chicos a un lugar más tranquilo. Voy para el estar médico. La otra pediatra recién está almorzando. (+)
(-) Le pregunto por los nenes y dice que los llevaron a la sala de internación de pediatría, que les consiguieron camas allá.
–¿Vos vas para ahí en algún momento? –le pregunto con algo de culpa por interrumpir su almuerzo mientras le muestro lo que les compré.
(+)
(-)
–¡Qué lindos! –contesta y se le asoma un pedazo de lechuga que reintroduce inmediatamente a su boca.
Mueve la cabeza para arriba y para abajo llena de entusiasmo.
–Termino y se los llevo –me dice y sigue comiendo.
(+)
(-)
Yo le hago que gracias con el pulgar para arriba y enfilo para los consultorios con cierta tristeza por no poder ver sus caras cuando los reciban.
–Les digo que es de parte tuya –me grita una voz con comida atravesada que sé que es la de la pediatra.
(+)
(-) Le agradezco y salgo un poco menos triste a seguir atendiendo. El día se va entre pacientes con gripe, con gastroenteritis, con piedras en los riñones, en la vesícula, dos EPOC reagudizados, un asmático complicado y un par de suturas. Entre uno y otro (+)
(-) paso a ver al “feo durmiente” que permanece roncando. Recién reacciona al sexto suero y ni pregunta por sus hijos. Habla de que quiere irse a su casa y le explico que los análisis de sangre le dieron bastante mal, (+)
(-) que por lo que consumió se le destruyeron bastantes fibras musculares y una proteína de ahí le puede arruinar los riñones, por lo que necesita seguir recibiendo suero.
–¿Y vos quién te creés que sos para decirme lo que necesito? –responde.
(+)
(-)
Se tambalea en la camilla hasta que logra sentarse y exhibe sus dientes amarillentos en una sonrisa sobradora. Resulta aún más desagradable de lo que me imaginé. (+)
(-)
–Soy la médica que te estuvo atendiendo desde que llegaste–le contesto y me olvido del trato de “usted” que suelo dispensarle a la mayoría de mis pacientes adultos en señal de respeto.
(+)
(-)
–Yo no te pedí nada, no te debo nada. No me vengas a joder que conmigo no se jode, flaca –se defiende y ataca a la vez.
No me gustaría cruzármelo de noche, pero entre estas paredes siento que ya me cansé de dejar que me pisoteen.
(+)
(-) Estoy a punto de responderle cuando la mujer que se fue al pasillo y le cedió su lugar apenas lo trajeron –a la que mi compañero finalmente decidió internar en la camilla de enfrente– se me adelanta:
(+)
(-)
–Debería tratarla mejor –arranca–. La doctora estuvo cuidando a sus nenes, esos de los que usted ya se olvidó…
El hombre entrecierra los ojos. Parece una especie de perro rabioso que intenta buscar en su cerebro diminuto donde dejó el hueso que le arrojaron (+)
(-) unos minutos atrás.
Finalmente, algo cambia en su expresión. Levanta los párpados bien arriba y gira su cabeza hacia un lado y hacia el otro para al rato detenerse en mi persona.
–¡¿Qué hiciste con mis hijos hija de puta?! –me larga–. ¿Dónde están?
(+)
(-)
El policía que andaba paseándose por el pasillo escucha los gritos y se acerca.
–Tranquilo, amigo, que tus hijos están bien –trata de calmarlo.
–¿Están bien dónde? Si no están conmigo, no están bien.
(+)
(-)
–Con vos así tampoco estaban bien –me meto y por dentro me pregunto para qué lo hago, pero no puedo contenerme y sigo–. Se asustaron mucho. Son chicos.
–Me desmayé nada más, pero ya estoy bien. Dejame verlos –me larga con un tono que pretende intimidarme.
(+)
(-)
La amenaza se le mezcla con algo de angustia que hace lo imposible por ocultar.
–Yo no sé dónde están –miento–. Ahora depende de que vos te recuperes y hagas las cosas bien, y de lo que decida el juez.
–Hija de puta. Pedazo de hija de puta –arranca el hombre.
(+)
(-)
El policía se le acerca y le pide que se calme. El paciente lo escupe. El oficial pega un grito y en unos segundos se acerca un compañero que está de consigna de un suicida y entre ambos logran esposarlo.
(+)
(-)
–Hija de puta –grita el hombre–. Hijo de puta –sigue y pienso que se equivocó con el masculino–. ¿No ves que no servís para nada? Ni una bien hacés. Ni una. Sos un tremendo hijo de puta.
Llora. Ahora sí que no lo oculta. Me dan ganas de llorar a mí también.
(+)
(-)
Voy para el estar médico y hablo con los pediatras acerca de los nenes. Lograron internarlos en pediatría hasta que intervenga el juzgado y logren ubicar a la abuela. Igualmente me explican que no creen poder evitar que el padre los vea. (+)
(-) Me imagino a esos nenes visitándolo en el consultorio, esposado; al más grande pidiéndole que le preste las esposas para jugar y al chiquito imitando a su hermano; al padre a los gritos, a los oficiales intentando que se calme, y finalmente al de cinco diciendo (+)
(-) “tranquila, ya se le va a pasar, está puesto y re-chupado”. Sacudo la cabeza y me callo acerca de que ya se despertó, al menos por un rato.
Me estoy preparando un café cuando me dicen que alguien me busca en la puerta del estar. (+)
(-) Apoyo el vaso con cierto fastidio y camino a su encuentro. Es el hijo de la paciente que se había sentado en el pasillo y que finalmente quedó internada con el “feo durmiente”. Estira el brazo y me entrega una bolsa.
–De parte de mi mamá –dice.
(+)
(-)
La abro y espío que contiene.
–Es para los nenes –aclara–. ¿Usted se las puede dar?
Son golosinas; varias. Hay chupetines, caramelos, chocolatines y un par de alfajores. La sonrisa me sale de adentro. Es la más grande que me surgió en el día. (+)
(-)
Sin darme cuenta de lo que hago, le encajo un beso en la mejilla y un abrazo. El hombre se queda quieto, rígido. Noto su incomodidad, lo suelto y me disculpo. Le digo que sí, que no se preocupe, que yo se las alcanzo y desaparece.
(+)
(-)
Yo me olvido del café, del “feo durmiente” con sus gritos y su llanto, de las gastroenteritis que quedan por ver y de los pediatras que podrían darle a los chicos las golosinas perfectamente. Me apuro y casi que corro cada uno de los escalones que me separan (+)
(-) de la sala de Pediatría. Necesito profundamente ver a esa paleta mocha asomarse a través de una sonrisa gigante y a su hermanito imitando el gesto.
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