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Busco una camilla libre, no muy lejos para tenerlo vigilado. Lo pasamos con mi compañero y el camillero, sin que él ayude en lo más mínimo. Lo dejan a mi cargo mientras nos desean un idilio amoroso digno de una película pornográfica. Yo levanto las cejas y resoplo. (+)
Le indico que se ponga de costado. Ni se inmuta. Con ayuda del borracho de enfrente –que ya parece bastante recuperado– lo tironeamos y empujamos hasta que se acomoda. Su piel resulta fría, húmeda y algo pegajosa. Me hace pensar en una cruza de babosa con lagarto. (+)
Le pido a los enfermeros que le saquen la ropa mojada al nuevo paciente mientras trato de conseguirle una sábana limpia (a ellos no les quedan más). (+)
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Vuelvo y el paciente está desnudo, cubierto por un camisolín amarillo transparentón.
–No vale pispear –me dice el enfermero muerto de risa mientras mete en una bolsa, prenda por prenda, la ropa sucia que le acaban de sacar. (+)
Extrae un fajo de billetes de un bolsillo delantero de las bermudas. Lo sostiene como pinza entre su índice y pulgar enguantados y lo balancea hacia adelante y hacia atrás. Con la otra mano, pasa el pulgar por el borde del fajo y me muestra los billetes que contiene. (+)
–Si lleva toda esta guita a sus salidas es porque se la pega duro –agrega el enfermero.
–Puede ser –contesto mientras me muerdo el labio de abajo.
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El borracho de enfrente abrió los ojos y nos mira.
–Hagamos recuento de valores –le digo al enfermero.
(Es el proceso durante el que se cuentan las pertenencias de valor de un paciente y se ponen en un sobre o bolsa bajo llave).
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–Sí, no te preocupes que no soy de quedarme con lo que no es mío –se defiende.
–No lo decía por vos –le aclaro y le señalo con los ojos al compañero borracho entusiasmado–. Solo es lo que corresponde –agrego.
Él ni mira al vecino de enfrente que no le saca los ojos de (+)
–Lo que corresponde es que los pibes dejen de emborracharse hasta quedar inconscientes. Que no ocupen camillas del hospital que alguien enfermo puede necesitar. Que si tiene tanta guita que se pague una niñera. Todo eso corresponde… –sigue furioso.
(+)
–Te entiendo. Solo que, si esa plata desaparece, no vamos a saber quién se la sacó. Lo mismo con el reloj. Y quiero evitarme cualquier problema – le explico.
–El problema ya lo tenemos con él acá. Cae solo, cagado, meado, hipotérmico o casi, y si se clava un paro por (+)
–Ya sé. Te entiendo. A mí tampoco me encantan. Pero vienen con el paquete: si trabajás en el hospital, te tenés que bancar los borrachines. Es así.
(+)
–Ya sé, doc. Solo que el del fondo que dejó tu compañera me vomitó encima –dice mientras me muestra sus suecos de goma sin medias abajo.
Se me erizan los pelos de la nuca y me tiemblan los hombros.
(+)
–El otro día, uno re-puesto se levantó, se arrancó la vía y venía caminando por el pasillo regando sangre. Cuando lo quise frenar para ponerle un algodón y limpiarlo, casi me emboca. Le pegó al armario. Y encima le tuve que curar la mano. Así no se puede… –retoma el asunto.+
Me abstengo de relatarle la vez que una borracha me agarró de los pelos o cuando un pendejo excitadísimo por drogas –que creo que incluían éxtasis y LSD– se me colgó de la chaqueta del ambo hasta que se abrieron las tachas y me dejó en corpiño –fucsia de encaje (+)
–Ya sé. Ya sé… –respondo en lugar de eso.
(+)
Deja el fajo de billetes al lado del chico, se va y vuelve enseguida con la planilla para anotar las pertenencias del paciente.
–Pantalón corto vomitado –pronuncia y escribe a la vez–. ¿Tengo que poner la marca?
(+)
–Pone el color y listo. Así no revolvemos entre el vómito para leer la etiqueta –respondo.
–Bien. Pantalón corto vomitado verde mugre –sigue–. Remera estampada negra con letras blancas vomitadas –agrega.
(+)
–¿Siempre contás la ropa? Yo decía de contar solo lo de valor –lo interrumpo.
–Pero si tiene esa guita en el bolsillo, quién sabe cuánto saldrá su ropa marca “vómito” –remarca.
Probablemente tenga razón. (+)
Sigue por los “zapatos marrones vómito-print” y el cinturón haciendo juego, el calzoncillo “blanco defecado” y, por último, el reloj que resulta ser Tommy o algo del estilo. Tiene, también en el bolsillo de las bermudas, tres cigarrillos mochos. (+)
–Están todos vomitados –lo consuelo.
Sacude la cabeza y vuelve a su posición fetal. El enfermero me mira con cara de que no puede creer lo que acaba de suceder. Yo levanto los hombros y exhalo, resignada.
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Le levanto los párpados y le miro las pupilas.
–¿Dos de oro? –pregunta el enfermero.
(Se refiere a si están dilatadas, como suele suceder ante el consumo de diversas sustancias como cocaína y éxtasis).
(+)
Responden lento cuando las ilumino con la linterna. Le tomo el pulso. Está algo rápido, aunque no como loco. Por suerte su presión es normal y satura bien.
Lo tapo hasta el cuello, (+)
–Matalo –me ordena.
Se refiere a un bicho bastante feo, que parece ser una langosta –de tamaño considerable– o algo por el estilo(+
–Si pretendés que siga atendiendo acá, vas a tener que matarlo –agrega.
Yo miro al bicho. Está quieto, aunque no sé bien por cuánto tiempo. Para matarlo sin riesgo de fracasar debería pararme encima de la camilla del borracho voluntarioso que hace un rato se asomó al tacho(+
El sueco le dio al bicho de refilón y solo sirvió para asustarlo y hacer que se eche a volar. Ella desaparece a través de la puerta y, unos segundos después, el intento de langosta sale atrás de ella.
(+)
–Qué alguien lo mate –grita.
El borracho voluntarioso desplaza su brazo izquierdo en torno a su cabeza hasta que logra taparse ambos oídos.
Sigo al bicho y a mi compañera. A ella la encuentro en la punta del pasillo escondiéndose detrás de la puerta. (+)
–Si no lo matás, tengo que atender sola –le largo.
–Mejor, menos vías para poner –se ríe.
(+)
Acto seguido desaparece hacia el office de enfermería.
Me saco el sueco desesperanzada. Entorno un ojo otra vez y estoy a punto de disparar cuando el enfermero viene con un sachet de solución fisiológica en la mano.
(+)
–Mejor con esto –me dice mientras lleva hacia atrás el brazo que lo sostiene (cual jugador de softball)–. Si se rompe el vidrio ustedes se hacen cargo –agrega.
–No. Pará –lo freno segura de que va a suceder exactamente eso–. Mejor busquemos otra cosa.
(+)
–La palita de las moscas me la dejé en mi casa –responde.
–¿Un repasador no tienen? –le pregunto.
En seguida me doy cuenta de lo estúpido de mi pregunta y su cara me lo remarca. A los pocos segundos sonríe y levanta las cejas a lo iluminado.
(+)
–A ver. Pará… –me larga.
Otra vez desaparece, pero ahora hacia adentro del consultorio de los borrachos de recién. Espío. Veo que le saca la sábana al que está knock-out y lo deja en camisolín como antes.
(+)
–Es un segundo –aclara.
Dobla entonces la sábana y luego la enrosca. Hace una especie de boleadora a la que le tengo menos fe que a mi sueco. Mi compañera lo incentiva con que si lo mata le presenta a una amiga.
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–Más te vale que esté buena –contesta él y lo azota.
Esta vez el bicho no vuela. Cae derrotado por la ventana y la pared hasta la mesada en la que permanece no sé si muerto o sumamente atontado.
(+)
–Sacalo de ahí, por favor –le grita mi compañera al enfermero tapándose los ojos.
Él agarra el bicho de las patas y camina hacia ella en un intento de no hacer el más mínimo ruido.
(+)
–La concha de la lora –grita él.
Deja caer tanto al bicho –que efectivamente estaba muerto– como a la sábana con la que lo derribó. Esta última, que tanto me había costado conseguir, cae en el piso manchado de sangre, orina y pervin0x.
(+)
–Me parece que vas a tener que atender sola igual –me larga el enfermero–, porque si aparece tu compañera, la mato.
Levanta la sábana ahora roñosa, y camina hacia el borracho número cinco para desparramársela encima.
(+)
–Es un asco –acoto con miedo.
–Igual que él –responde–. Es lo que hay –agrega.
Camino hacia el placard donde se guarda la ropa para los indigentes y busco algo que le pueda entrar al chico. Consigo únicamente un calzoncillo blanco amarillento con (+)
(+)
Las borrachas de las dos de la mañana –que llegaron inconscientes en short y corpiño– siguen roncando. Sacudo primero a una y después a la otra para intentar obtener sus datos. Resulta que tienen catorce y no quieren que llamemos a sus padres. Le traslado el problema a (+)
La mujer de la vesícula calamitosa tras haber comido durante la última semana pizza, asado, ravioles con boloñesa y unas cuantas milangas fritas –pese a saber que tenía piedras en dicho órgano– queda por cirugía, aunque no la suben por falta de camas. (+)
(+)
El del ACV de diez horas de evolución –al que trajeron en auto desde el interior y al que no logré hacerle demasiado por estar fuera de ventana– me sonríe y hasta me saluda con un “hola doctora” y la mano algo levantada. Cuando llegó no podía hablar y tenía paralizado medio(+
–Gracias por todo, doctora. Al final sí que me lo arregló –me dice su mujer mientras se nos suma.
Le explico que no fui yo, que a veces los coagulitos de la cabeza se achican o migran y mejoran (+)
El paciente de la tuberculosis, HIV positivo y con las defensas por el piso, duerme con la puerta abierta y sin ponerse el barbijo. Se la cierro por décima vez en el día, (+)
En el consultorio de al lado está –aislada también–, una chica que hace quimioterapia por un cáncer de cuello uterino y que no tiene casi glóbulos blancos en su sangre. Ella sí que tiene la puerta cerrada. (+)
–Estamos bien, doctora –pronuncia (+)
Le sonrío y cierro nuevamente la puerta.
Me asomo al consultorio que sigue. El olor me hace querer salir corriendo. Cuento que haya tres pacientes, veo que los tres tienen una pierna o pie vendados –salvo el último (+)
El borracho número tres –que se había negado a que le colocáramos un suero y que nos habló muy mal tanto a mi compañera como a mí unas horas atrás– está despierto.
–¿Cuándo viene el morfi? –gruñe.
Le dejo una orden para el desayuno.
(+)
–Desayunás y te vas. Estás de alta –remarco.
Paso a ver al de enfrente, que sí tiene vía y llegó algo menos agresivo que él, unos cuarenta minutos después.
–¿Sabe qué? –me ladra el borracho agresivo desde mi espalda.
(+)
Giro hacia él.
–Métaselo en el ojete –agrega mientras estampa la orden que le acabo de hacer contra mi pecho.
No le contesto. Temo una piña o algo peor. Me quedo mirándolo y le abro paso para que se retire. (+)
–Cuando te sientas bien, estamos –contesto.
Me mira una vez más. Se sienta sin decir nada con las piernas extendidas sobre la camilla. Intenta girar y se topa con la baranda. Está a punto de pasarlas por entre medio de los caños cuando lo freno y se la bajo. (+)
–¿Querés el desayuno? –le pregunto mientras le señalo la camilla que dejó libre, para que se acueste.
–¿Qué desayuno ni desayuno? Ya te dije que te lo metas en el orto ese… –sigue con sus gruñidos.
(+)
Doy un paso atrás. Temo que se ponga violento. Se acerca a la camilla junto al paciente zombie que estoy atendiendo.
–Vengo por él –aclara y lo señala.
Se acerca al borracho número cuatro –con el que dudo si se conocen o si acaba de florecer una amistad– y le da la mano.
(+)
–Vamos, amigo. Yo te voy a salvar –pronuncia y las palabras se le patinan sobre la lengua.
El borracho zombie se pone de pie y no se cae. Me mira y mira a su nuevo amigo que lo tironea del brazo.
–Gracias –murmura.
(+)
Creo que se dirige a mí, aunque no puedo asegurarlo. Avanza. La guía del suero le queda tirante.
–Esperá –le digo y se la señalo.
La mira y mira a su colega nuevamente.
–Eso no sirve para nada –le larga el otro y le arranca el suero.
(+)
Manoteo una gasa de mi bolsillo y la acerco al antebrazo sangrante.
–Apretate –le indico.
Él zombie mira la gasa, mi mano y a mí. Le llevo su otra mano hacia la gasa.
–Gracias –repite.
Los veo alejarse por el pasillo hasta que desaparecen.
(+)
Llego al último consultorio. Un anciano con neumonía –que hace cinco días que está internado– mueve ágilmente su mano derecha dentro del pañal. Sus compañeros de vivienda –uno de cincuenta que está por salud mental porque se cree el mesías y otro de noventa y largos (+)
(+)
Busco a los de la guardia del domingo y los apuro para contarles los pacientes y rajar. Mi compañera sigue con las suturas. Hubo una pelea de borrachos y se agarraron a botellazos. Igual, seguro que prefiere eso antes que acercarse al lecho de muerte del intento de langosta.+
Iniciamos la recorrida. En el consultorio del último borracho hay un chico que no conozco.
–¿Te trajo la ambulancia? –le pregunto.
–A mí no. A mí amigo. Yo vine a buscarlo –dice señalando al del calzoncillo de corazones.
(+)
–O sea que nos podés decir cómo se llama… –le pregunto sin preguntar.
El chico pronuncia un nombre bíblico y un doble apellido sumamente paquete.
–¿Y sus cosas? –agrega.
–Las guardamos bajo llave para que no se pierdan –lo tranquilizo.
–Ah. Claro. Sí. Gracias. Gracias.
(+)
Noto sus pupilas. Están más grandes que las de su amigo. Tamborilea los dedos contra la camilla y sacude las piernas para atrás y para adelante casi como si estuviera en una hamaca.
–¿Estás bien? –le pregunto.
–¿Yo? Sí. Sí. Perfecto. Estoy perfecto –contesta veloz.
(+)
–¿Seguro? –insiste una del domingo que por primera vez en meses llegó temprano.
–No compremos pacientes donde no quieren nuestra ayuda –murmura su compañero.
–Sí. Seguro. Si me dan las cosas, lo subo al auto y me lo llevo –responde el chico.
(+)
–Todavía no está en condiciones de irse –recalco.
–¿Viniste manejando? –lo increpa la del domingo.
–No. En taxi. Tomé un taxi –se defiende él.
–¿Pero no te lo ibas a llevar en el auto? –sigue ella.
–En el de él. Antes de que se lo choriceen.
(+)
–Llaves de auto no tenía –le digo.
–¿Cómo? ¿Le chorearon?
–No sé si eso o si las perdió. ¿Vos no estabas con él? –indago.
–Sí. Pero no. Me fui antes. Después me dijeron mis amigos lo que pasó, que lo trajeron para acá, dormí un cacho y me vine a buscarlo.
(+)
–Qué bueno, así no se va solo –acota la del domingo.
–Sí. ¿Entonces todo le chorearon?
–Todo no, por suerte –le contesto y enseguida me arrepiento.
–Menos mal –se mete la del domingo.
–Sí –dice él.
Lo mira. Recorre con la vista su cuerpo apenas tapado por el camisolín.
(+)
–¿Entonces me dan sus cosas y me lo llevo? –insiste.
–No. Todavía no está en condiciones de irse, como te dijo mi compañera –le responde la del domingo.
Algo adentro mío agradece su respuesta.
(+)
–Tiene para un rato –agrego.
–¿Cuánto más o menos? –me pregunta él.
Se pasa la lengua por los dientes de arriba mientras continúa con el tamborileo de los dedos de su mano derecha, cada vez más rápido.
(+)
–Un rato. Vemos –le dice la del domingo con una sonrisa.
–Mejor me lo llevo a la casa a que se recupere. Yo lo cuidé todavía más fisura –insiste.
Se acerca a su amigo y lo sacude. El chico no reacciona. (+)
–Llamo a los demás y nos lo llevamos –propone–. Me dan las cosas y nos lo llevamos.
La del domingo abre la boca. Está a punto de decir algo cuando levanto la mano y la freno.
–Las cosas sólo las puede retirar él cuando esté bien. Tiene que firmar. Si querés te quedás acá (+)
El tamborileo se vuelve más errático, casi catastrófico.
–Claro. Sí. Dale. Está bien –escupe una palabra tras otra.
El borracho voluntarioso lo mira con el ceño fruncido.
(+)
Seguimos con el pase. Llegamos hasta el final. Mis compañeros no pueden creer que las chicas borrachas del corpiño sean de pediatría. Volvemos por el pasillo. Cuando llegamos al consultorio de los borrachos, el amigo recién llegado está parado junto al paciente (+)
Busco a mi compañera. Terminó la última sutura y le pasa los pacientes a los recién llegados. Agarramos nuestras cosas y caminamos hacia la salida. El sol me hace querer armar ochocientos planes (+)
(+)
Avanzo. Estoy a punto de salir cuando me frena el orientador nuevo que nos tuvo a las corridas toda la noche.
–Doctora, la buscan.
–Ya me fui. Están los del domingo –le respondo.
–Mire que preguntaron por usted por nombre y apellido.
(+)
Maldigo que ya se haya aprendido como me llamo.
Pienso en el sol, en las ganas que tengo de ir a correr, en las facturas que quiero para el desayuno, en mis amigas que no veo hace semanas y en mi abuela a la que tengo que visitar.
(+)
–Si es urgente, que lo vean los del domingo, y si no, que me busque en mi próxima guardia. YO YA ME FUI –remarco.
Salgo. Espero en la parada. Ni señales del colectivo. Me siento en el muro de alrededor del hospital y lucho para que no se me cierren los ojos. (+)
–¿Viene, doc? –es la enfermera que toma el mismo colectivo que yo.
Le agradezco con un intento de sonrisa y subo. Me desparramo en uno de los asientos del fondo (+)