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#CosasQuePasanEnLaGuardia #86. Siete menos cuarto de la mañana. Traen al quinto borracho de la noche. NN masculino de aproximadamente veinticinco años con remera y bermudas mojadas. Tienen restos de vómito –al igual que su barba–, aunque la ropa también huele a orina(+)
(-) y sus bermudas presentan manchas amarronadas que no puedo asegurar si son de barro o de materia fecal, aunque me inclino por lo segundo, ya que hace días que no llueve. El médico de ambulancia me informa que no hay billetera para identificarlo, ni tampoco celular. (+)
(-) Luce un reloj negro y rojo que parece valer por lo menos cinco veces mi sueldo, por lo que dudo que se los hayan robado: lo más probable es que estén dormitando en el piso del baño del boliche –o en el cantero de los arbustos de la entrada–, tan alcoholizados como él.
(+)
(-)
Busco una camilla libre, no muy lejos para tenerlo vigilado. Lo pasamos con mi compañero y el camillero, sin que él ayude en lo más mínimo. Lo dejan a mi cargo mientras nos desean un idilio amoroso digno de una película pornográfica. Yo levanto las cejas y resoplo. (+)
(-)
Le indico que se ponga de costado. Ni se inmuta. Con ayuda del borracho de enfrente –que ya parece bastante recuperado– lo tironeamos y empujamos hasta que se acomoda. Su piel resulta fría, húmeda y algo pegajosa. Me hace pensar en una cruza de babosa con lagarto. (+)
(-) El borracho solidario vuelve a su camilla, se ubica en posición fetal, cierra los ojos, abre la boca y ronca.
Le pido a los enfermeros que le saquen la ropa mojada al nuevo paciente mientras trato de conseguirle una sábana limpia (a ellos no les quedan más). (+)
(-) Voy al shock-room. Tampoco hay. Llamo a supervisión de enfermería. No atiende nadie. Camino hasta la habitación de los nocheros y me robo la que usé hace un rato durante mi hora y media de descanso. Mi compañera se despierta y pregunta qué hora es.
(+)
(-)
Vuelvo y el paciente está desnudo, cubierto por un camisolín amarillo transparentón.
–No vale pispear –me dice el enfermero muerto de risa mientras mete en una bolsa, prenda por prenda, la ropa sucia que le acaban de sacar. (+)
(-)
Extrae un fajo de billetes de un bolsillo delantero de las bermudas. Lo sostiene como pinza entre su índice y pulgar enguantados y lo balancea hacia adelante y hacia atrás. Con la otra mano, pasa el pulgar por el borde del fajo y me muestra los billetes que contiene. (+)
(-) Los más chicos son de quinientos. Cada vez estoy más segura de que nadie le robó nada.
–Si lleva toda esta guita a sus salidas es porque se la pega duro –agrega el enfermero.
–Puede ser –contesto mientras me muerdo el labio de abajo.
(+)
(-)
El borracho de enfrente abrió los ojos y nos mira.
–Hagamos recuento de valores –le digo al enfermero.
(Es el proceso durante el que se cuentan las pertenencias de valor de un paciente y se ponen en un sobre o bolsa bajo llave).
(+)
(-)
–Sí, no te preocupes que no soy de quedarme con lo que no es mío –se defiende.
–No lo decía por vos –le aclaro y le señalo con los ojos al compañero borracho entusiasmado–. Solo es lo que corresponde –agrego.
Él ni mira al vecino de enfrente que no le saca los ojos de (+)
(-) encima al dinero.
–Lo que corresponde es que los pibes dejen de emborracharse hasta quedar inconscientes. Que no ocupen camillas del hospital que alguien enfermo puede necesitar. Que si tiene tanta guita que se pague una niñera. Todo eso corresponde… –sigue furioso.
(+)
(-)
–Te entiendo. Solo que, si esa plata desaparece, no vamos a saber quién se la sacó. Lo mismo con el reloj. Y quiero evitarme cualquier problema – le explico.
–El problema ya lo tenemos con él acá. Cae solo, cagado, meado, hipotérmico o casi, y si se clava un paro por (+)
(-)empastillarse lo vamos a tener que pagar por bueno. Lo mismo si vomita y se broncoaspira. La demanda va a decir que hubo abandono de persona y que era un santo que rezaba el rosario mañana, tarde y noche. Estos borrachos me tienen las pelotas por el piso. Los tenemos que (+)
(-) cuidar como si lo merecieran, y no –se descarga.
–Ya sé. Te entiendo. A mí tampoco me encantan. Pero vienen con el paquete: si trabajás en el hospital, te tenés que bancar los borrachines. Es así.
(+)
(-)
–Ya sé, doc. Solo que el del fondo que dejó tu compañera me vomitó encima –dice mientras me muestra sus suecos de goma sin medias abajo.
Se me erizan los pelos de la nuca y me tiemblan los hombros.
(+)
(-)
–El otro día, uno re-puesto se levantó, se arrancó la vía y venía caminando por el pasillo regando sangre. Cuando lo quise frenar para ponerle un algodón y limpiarlo, casi me emboca. Le pegó al armario. Y encima le tuve que curar la mano. Así no se puede… –retoma el asunto.+
(-)
Me abstengo de relatarle la vez que una borracha me agarró de los pelos o cuando un pendejo excitadísimo por drogas –que creo que incluían éxtasis y LSD– se me colgó de la chaqueta del ambo hasta que se abrieron las tachas y me dejó en corpiño –fucsia de encaje (+)
(-) de esos que nunca más usé para la guardia– provocando risas y comentarios desagradables por parte de los restantes pacientes del consultorio. Tampoco le hablo de la chica totalmente sacada por vaya a saber uno qué sustancias me robó el celular y salió corriendo (+)
(-) hasta terminar estrellada contra la pared del fondo del pasillo. Ni le cuento que la pantalla de mi teléfono terminó rota, que su recambio salió carísimo y que nunca volvió a funcionar bien.
–Ya sé. Ya sé… –respondo en lugar de eso.
(+)
(-)
Deja el fajo de billetes al lado del chico, se va y vuelve enseguida con la planilla para anotar las pertenencias del paciente.
–Pantalón corto vomitado –pronuncia y escribe a la vez–. ¿Tengo que poner la marca?
(+)
(-)
–Pone el color y listo. Así no revolvemos entre el vómito para leer la etiqueta –respondo.
–Bien. Pantalón corto vomitado verde mugre –sigue–. Remera estampada negra con letras blancas vomitadas –agrega.
(+)
(-)
–¿Siempre contás la ropa? Yo decía de contar solo lo de valor –lo interrumpo.
–Pero si tiene esa guita en el bolsillo, quién sabe cuánto saldrá su ropa marca “vómito” –remarca.
Probablemente tenga razón. (+)
(-)
Sigue por los “zapatos marrones vómito-print” y el cinturón haciendo juego, el calzoncillo “blanco defecado” y, por último, el reloj que resulta ser Tommy o algo del estilo. Tiene, también en el bolsillo de las bermudas, tres cigarrillos mochos. (+)
(-) Son armados y no tienen pinta de tabaco. Los huelo. Mis fosas nasales se impregnan de marihuana embebida en vómito rancio. Se me frunce hasta la garganta. Los tiro al tacho y el borracho de la camilla de enfrente grita “¡¿Qué hizo?!” y se lleva las manos a la cabeza. (+)
(-) Acto seguido se levanta, camina hacia el tacho y se asoma.
–Están todos vomitados –lo consuelo.
Sacude la cabeza y vuelve a su posición fetal. El enfermero me mira con cara de que no puede creer lo que acaba de suceder. Yo levanto los hombros y exhalo, resignada.
(+)
(-) El recuento finaliza con el fajo de billetes que incluye siete de mil y seis de quinientos, todos húmedos, aunque, fuera de eso, parecen recién salidos del banco. Ese chico seguro que tiene prepaga, y de las buenas. Reviso con ímpetu cada recoveco de sus bermudas (+)
(-) en busca de alguna identificación. Nada.
Le levanto los párpados y le miro las pupilas.
–¿Dos de oro? –pregunta el enfermero.
(Se refiere a si están dilatadas, como suele suceder ante el consumo de diversas sustancias como cocaína y éxtasis).
(+)
(-) Le hago que más o menos con la mano extendida con los dedos separados.
Responden lento cuando las ilumino con la linterna. Le tomo el pulso. Está algo rápido, aunque no como loco. Por suerte su presión es normal y satura bien.
Lo tapo hasta el cuello, (+)
(-)le indico una vía con el combo para revivirlo un poco y suero tibio, un laboratorio, una prueba de tóxicos en orina para cuando pueda juntarla y busco el aparato para hacerle un electrocardiograma por las dudas. (+)
(-) Cuando vuelvo, mi compañera está en el consultorio con los ojos que demandan unas cuantas horas más de sueño. Mira fijo una pared y la señala.
–Matalo –me ordena.
Se refiere a un bicho bastante feo, que parece ser una langosta –de tamaño considerable– o algo por el estilo(+
(-)
–Si pretendés que siga atendiendo acá, vas a tener que matarlo –agrega.
Yo miro al bicho. Está quieto, aunque no sé bien por cuánto tiempo. Para matarlo sin riesgo de fracasar debería pararme encima de la camilla del borracho voluntarioso que hace un rato se asomó al tacho(+
(-) y casi se fuma un porro vomitado. Lo veo en posición fetal. Tiene los ojos demasiado abiertos y los traslada del paciente de enfrente a mi compañera y a mí ida y vuelta. Me imagino parada sobre el borde de su camilla y a él rodeándome los tobillos con los brazos hasta (+)
(-) taclearme. Ni loca me subo. Me saco uno de los suecos de goma, apoyo la media del pie descalzo sobre el otro, cierro un párpado con fuerza, miro por el otro ojo, apunto y lo revoleo hacia el bicho. (+)
(-) –Hache de pé –murmura mi compañera y sale corriendo.
El sueco le dio al bicho de refilón y solo sirvió para asustarlo y hacer que se eche a volar. Ella desaparece a través de la puerta y, unos segundos después, el intento de langosta sale atrás de ella.
(+)
(-)
–Qué alguien lo mate –grita.
El borracho voluntarioso desplaza su brazo izquierdo en torno a su cabeza hasta que logra taparse ambos oídos.
Sigo al bicho y a mi compañera. A ella la encuentro en la punta del pasillo escondiéndose detrás de la puerta. (+)
(-) A él, sobre una ventana, bastante alto de nuevo. El enfermero de recién se asoma con un “¿Qué carajo pasa?”. Nos ve, ve el bicho y casi llora de risa.
–Si no lo matás, tengo que atender sola –le largo.
–Mejor, menos vías para poner –se ríe.
(+)
(-)
Acto seguido desaparece hacia el office de enfermería.
Me saco el sueco desesperanzada. Entorno un ojo otra vez y estoy a punto de disparar cuando el enfermero viene con un sachet de solución fisiológica en la mano.
(+)
(-)
–Mejor con esto –me dice mientras lleva hacia atrás el brazo que lo sostiene (cual jugador de softball)–. Si se rompe el vidrio ustedes se hacen cargo –agrega.
–No. Pará –lo freno segura de que va a suceder exactamente eso–. Mejor busquemos otra cosa.
(+)
(-)
–La palita de las moscas me la dejé en mi casa –responde.
–¿Un repasador no tienen? –le pregunto.
En seguida me doy cuenta de lo estúpido de mi pregunta y su cara me lo remarca. A los pocos segundos sonríe y levanta las cejas a lo iluminado.
(+)
(-)
–A ver. Pará… –me larga.
Otra vez desaparece, pero ahora hacia adentro del consultorio de los borrachos de recién. Espío. Veo que le saca la sábana al que está knock-out y lo deja en camisolín como antes.
(+)
(-)
–Es un segundo –aclara.
Dobla entonces la sábana y luego la enrosca. Hace una especie de boleadora a la que le tengo menos fe que a mi sueco. Mi compañera lo incentiva con que si lo mata le presenta a una amiga.
(+)
(-)
–Más te vale que esté buena –contesta él y lo azota.
Esta vez el bicho no vuela. Cae derrotado por la ventana y la pared hasta la mesada en la que permanece no sé si muerto o sumamente atontado.
(+)
(-)
–Sacalo de ahí, por favor –le grita mi compañera al enfermero tapándose los ojos.
Él agarra el bicho de las patas y camina hacia ella en un intento de no hacer el más mínimo ruido.
(+)
(-) Se ve que a ella ya le pasó algo así, porque, desconfiada, abre los ojos justo cuando lo tiene enfrente y, sin pensarlo, le encaja una patada en la entrepierna y sale corriendo hacia la entrada de ambulancias, más por temor a que el bicho la persiga que hacia el enfermero. (+
(-)
–La concha de la lora –grita él.
Deja caer tanto al bicho –que efectivamente estaba muerto– como a la sábana con la que lo derribó. Esta última, que tanto me había costado conseguir, cae en el piso manchado de sangre, orina y pervin0x.
(+)
(-)
–Me parece que vas a tener que atender sola igual –me larga el enfermero–, porque si aparece tu compañera, la mato.
Levanta la sábana ahora roñosa, y camina hacia el borracho número cinco para desparramársela encima.
(+)
(-)
–Es un asco –acoto con miedo.
–Igual que él –responde–. Es lo que hay –agrega.
Camino hacia el placard donde se guarda la ropa para los indigentes y busco algo que le pueda entrar al chico. Consigo únicamente un calzoncillo blanco amarillento con (+)
(-) corazones rojos desteñidos y le pido al enfermero que por favor se lo ponga. Lo hace pese a su malhumor y le convido un chicle cuando me dice que ya está. Casi que sonríe. Tiro la sábana asquerosa al piso y le hago el electro al paciente. No encuentro nada grave.
(+)
(-) Busco a mi compañera para el repaso final antes del pase. Está suturando y dice que igualmente no piensa venir para los consultorios donde estaba el “bicho asesino”. La dejo seguir y recorro, uno a uno, los pacientes que fuimos viendo y no dimos de alta. (+)
(-)
Las borrachas de las dos de la mañana –que llegaron inconscientes en short y corpiño– siguen roncando. Sacudo primero a una y después a la otra para intentar obtener sus datos. Resulta que tienen catorce y no quieren que llamemos a sus padres. Le traslado el problema a (+)
(-) los pediatras.
La mujer de la vesícula calamitosa tras haber comido durante la última semana pizza, asado, ravioles con boloñesa y unas cuantas milangas fritas –pese a saber que tenía piedras en dicho órgano– queda por cirugía, aunque no la suben por falta de camas. (+)
(-) Al chico de la apendicitis –que esperó tres horas afuera sin quejarse mientras atendíamos gripes, bronquitis, gastroenteritis y hasta una picadura de insecto sin gran reacción alérgica acompañante gracias a la falta de criterio del nuevo orientador– sí se lo llevaron. (+)
(-) La señora alérgica a todo sigue llorando porque ya no sabe qué comer, aunque menos hinchada que antes mientras le pasa el suero. Enfrente tiene a una con una gastroenteritis de una semana de evolución a la que se le ocurrió venir a las tres de la mañana (+)
(-) después de haberse comido un chocolate con maní XL porque “la película lo ameritaba”. Lloraba tanto por su dolor de estómago (que en realidad era más intestinal que otra cosa) que mi compañera le indicó un suero con tal de no escucharla más.
(+)
(-)
El del ACV de diez horas de evolución –al que trajeron en auto desde el interior y al que no logré hacerle demasiado por estar fuera de ventana– me sonríe y hasta me saluda con un “hola doctora” y la mano algo levantada. Cuando llegó no podía hablar y tenía paralizado medio(+
(-) cuerpo, justo del lado de la mano en cuestión. Me acerco y lo abrazo.
–Gracias por todo, doctora. Al final sí que me lo arregló –me dice su mujer mientras se nos suma.
Le explico que no fui yo, que a veces los coagulitos de la cabeza se achican o migran y mejoran (+)
(-) los síntomas, y que es todo logro de su marido. Igual me abraza de nuevo.
El paciente de la tuberculosis, HIV positivo y con las defensas por el piso, duerme con la puerta abierta y sin ponerse el barbijo. Se la cierro por décima vez en el día, (+)
(-) aunque no sé cuánto vaya a durar así.
En el consultorio de al lado está –aislada también–, una chica que hace quimioterapia por un cáncer de cuello uterino y que no tiene casi glóbulos blancos en su sangre. Ella sí que tiene la puerta cerrada. (+)
(-) Abro para ver que esté viva, previo a mirar al techo y rogar que sí. La encuentro sentada con el barbijo de alta eficacia en su lugar. La madre está junto a ella, envuelta en camisolín y guantes, y la abraza. Se me estremece la espalda.
–Estamos bien, doctora –pronuncia (+)
(-) la mujer para mi alivio.
Le sonrío y cierro nuevamente la puerta.
Me asomo al consultorio que sigue. El olor me hace querer salir corriendo. Cuento que haya tres pacientes, veo que los tres tienen una pierna o pie vendados –salvo el último (+)
(-) que tiene ambos miembros inferiores así– y huyo. Son los pacientes con infecciones horribles de piel, un poco por la diabetes de dos de ellos, otro poco por la edad y por dejarse estar, y en el caso del último por vivir en la calle. Él, además, tiene gusanos que nunca (+)
(-) lo abandonan del todo.
El borracho número tres –que se había negado a que le colocáramos un suero y que nos habló muy mal tanto a mi compañera como a mí unas horas atrás– está despierto.
–¿Cuándo viene el morfi? –gruñe.
Le dejo una orden para el desayuno.
(+)
(-)
–Desayunás y te vas. Estás de alta –remarco.
Paso a ver al de enfrente, que sí tiene vía y llegó algo menos agresivo que él, unos cuarenta minutos después.
–¿Sabe qué? –me ladra el borracho agresivo desde mi espalda.
(+)
(-)
Giro hacia él.
–Métaselo en el ojete –agrega mientras estampa la orden que le acabo de hacer contra mi pecho.
No le contesto. Temo una piña o algo peor. Me quedo mirándolo y le abro paso para que se retire. (+)
(-) Camina hacia la puerta y se choca contra el marco. Recalcula y sale. Yo despierto al otro. Me mira, mira el antebrazo donde tiene colocado el suero, sigue la guía hasta el sachet con líquido amarillo que casi se terminó y me pregunta cuánto falta. (+)
(-)
–Cuando te sientas bien, estamos –contesto.
Me mira una vez más. Se sienta sin decir nada con las piernas extendidas sobre la camilla. Intenta girar y se topa con la baranda. Está a punto de pasarlas por entre medio de los caños cuando lo freno y se la bajo. (+)
(-) Cuelga las piernas. Persiste mudo. Parece que trata de encontrarse entre sus neuronas. Escucho un ruido. Viene del pasillo. Giro hacia la puerta y me encuentro con el borracho número tres que entra chocándose con las paredes. (+)
(-)
–¿Querés el desayuno? –le pregunto mientras le señalo la camilla que dejó libre, para que se acueste.
–¿Qué desayuno ni desayuno? Ya te dije que te lo metas en el orto ese… –sigue con sus gruñidos.
(+)
(-)
Doy un paso atrás. Temo que se ponga violento. Se acerca a la camilla junto al paciente zombie que estoy atendiendo.
–Vengo por él –aclara y lo señala.
Se acerca al borracho número cuatro –con el que dudo si se conocen o si acaba de florecer una amistad– y le da la mano.
(+)
(-)
–Vamos, amigo. Yo te voy a salvar –pronuncia y las palabras se le patinan sobre la lengua.
El borracho zombie se pone de pie y no se cae. Me mira y mira a su nuevo amigo que lo tironea del brazo.
–Gracias –murmura.
(+)
(-)
Creo que se dirige a mí, aunque no puedo asegurarlo. Avanza. La guía del suero le queda tirante.
–Esperá –le digo y se la señalo.
La mira y mira a su colega nuevamente.
–Eso no sirve para nada –le larga el otro y le arranca el suero.
(+)
(-)
Manoteo una gasa de mi bolsillo y la acerco al antebrazo sangrante.
–Apretate –le indico.
Él zombie mira la gasa, mi mano y a mí. Le llevo su otra mano hacia la gasa.
–Gracias –repite.
Los veo alejarse por el pasillo hasta que desaparecen.
(+)
(-)
Llego al último consultorio. Un anciano con neumonía –que hace cinco días que está internado– mueve ágilmente su mano derecha dentro del pañal. Sus compañeros de vivienda –uno de cincuenta que está por salud mental porque se cree el mesías y otro de noventa y largos (+)
(-) con una infección urinaria– duermen mirando a la pared. Me concentro en evaluar que respiren y hago que no lo vi. Confirmo que están vivos y emprendo la retirada. Ya casi es la hora del pase.
(+)
(-)
Busco a los de la guardia del domingo y los apuro para contarles los pacientes y rajar. Mi compañera sigue con las suturas. Hubo una pelea de borrachos y se agarraron a botellazos. Igual, seguro que prefiere eso antes que acercarse al lecho de muerte del intento de langosta.+
(-)
Iniciamos la recorrida. En el consultorio del último borracho hay un chico que no conozco.
–¿Te trajo la ambulancia? –le pregunto.
–A mí no. A mí amigo. Yo vine a buscarlo –dice señalando al del calzoncillo de corazones.
(+)
(-)
–O sea que nos podés decir cómo se llama… –le pregunto sin preguntar.
El chico pronuncia un nombre bíblico y un doble apellido sumamente paquete.
–¿Y sus cosas? –agrega.
–Las guardamos bajo llave para que no se pierdan –lo tranquilizo.
–Ah. Claro. Sí. Gracias. Gracias.
(+)
(-)
Noto sus pupilas. Están más grandes que las de su amigo. Tamborilea los dedos contra la camilla y sacude las piernas para atrás y para adelante casi como si estuviera en una hamaca.
–¿Estás bien? –le pregunto.
–¿Yo? Sí. Sí. Perfecto. Estoy perfecto –contesta veloz.
(+)
(-)
–¿Seguro? –insiste una del domingo que por primera vez en meses llegó temprano.
–No compremos pacientes donde no quieren nuestra ayuda –murmura su compañero.
–Sí. Seguro. Si me dan las cosas, lo subo al auto y me lo llevo –responde el chico.
(+)
(-)
–Todavía no está en condiciones de irse –recalco.
–¿Viniste manejando? –lo increpa la del domingo.
–No. En taxi. Tomé un taxi –se defiende él.
–¿Pero no te lo ibas a llevar en el auto? –sigue ella.
–En el de él. Antes de que se lo choriceen.
(+)
(-)
–Llaves de auto no tenía –le digo.
–¿Cómo? ¿Le chorearon?
–No sé si eso o si las perdió. ¿Vos no estabas con él? –indago.
–Sí. Pero no. Me fui antes. Después me dijeron mis amigos lo que pasó, que lo trajeron para acá, dormí un cacho y me vine a buscarlo.
(+)
(-)
–Qué bueno, así no se va solo –acota la del domingo.
–Sí. ¿Entonces todo le chorearon?
–Todo no, por suerte –le contesto y enseguida me arrepiento.
–Menos mal –se mete la del domingo.
–Sí –dice él.
Lo mira. Recorre con la vista su cuerpo apenas tapado por el camisolín.
(+)
(-)
–¿Entonces me dan sus cosas y me lo llevo? –insiste.
–No. Todavía no está en condiciones de irse, como te dijo mi compañera –le responde la del domingo.
Algo adentro mío agradece su respuesta.
(+)
(-)
–Tiene para un rato –agrego.
–¿Cuánto más o menos? –me pregunta él.
Se pasa la lengua por los dientes de arriba mientras continúa con el tamborileo de los dedos de su mano derecha, cada vez más rápido.
(+)
(-)
–Un rato. Vemos –le dice la del domingo con una sonrisa.
–Mejor me lo llevo a la casa a que se recupere. Yo lo cuidé todavía más fisura –insiste.
Se acerca a su amigo y lo sacude. El chico no reacciona. (+)
(-)
–Llamo a los demás y nos lo llevamos –propone–. Me dan las cosas y nos lo llevamos.
La del domingo abre la boca. Está a punto de decir algo cuando levanto la mano y la freno.
–Las cosas sólo las puede retirar él cuando esté bien. Tiene que firmar. Si querés te quedás acá (+)
(-) con él hasta que reaccione, y ahí firma y se van –me dirijo al chico.
El tamborileo se vuelve más errático, casi catastrófico.
–Claro. Sí. Dale. Está bien –escupe una palabra tras otra.
El borracho voluntarioso lo mira con el ceño fruncido.
(+)
(-)
Seguimos con el pase. Llegamos hasta el final. Mis compañeros no pueden creer que las chicas borrachas del corpiño sean de pediatría. Volvemos por el pasillo. Cuando llegamos al consultorio de los borrachos, el amigo recién llegado está parado junto al paciente (+)
(-) reproduciendo el tamborileo sobre la baranda. Nos mira alejarnos.
Busco a mi compañera. Terminó la última sutura y le pasa los pacientes a los recién llegados. Agarramos nuestras cosas y caminamos hacia la salida. El sol me hace querer armar ochocientos planes (+)
(-) que sé que no voy a lograr llevar a cabo. Avanzamos y cada una va hacia su parada de colectivo. Llego y pispeo. Creo que viene a lo lejos. Se acerca y es. Lo tengo al lado y estoy por subir, pero algo adentro mío no se queda tranquilo. Le hago señas para que siga (+)
(-) y vuelvo a la guardia. Me asomo al consultorio de los borrachos. El amigo no está más. Me pregunto si incluso el paciente se llamará como nos dijo. Me dan unas tremendas ganas de prenderme un pucho.
(+)
(-)
Avanzo. Estoy a punto de salir cuando me frena el orientador nuevo que nos tuvo a las corridas toda la noche.
–Doctora, la buscan.
–Ya me fui. Están los del domingo –le respondo.
–Mire que preguntaron por usted por nombre y apellido.
(+)
(-)
Maldigo que ya se haya aprendido como me llamo.
Pienso en el sol, en las ganas que tengo de ir a correr, en las facturas que quiero para el desayuno, en mis amigas que no veo hace semanas y en mi abuela a la que tengo que visitar.
(+)
(-)
–Si es urgente, que lo vean los del domingo, y si no, que me busque en mi próxima guardia. YO YA ME FUI –remarco.
Salgo. Espero en la parada. Ni señales del colectivo. Me siento en el muro de alrededor del hospital y lucho para que no se me cierren los ojos. (+)
(-) Gana el cansancio. Por lo menos me olvidé del pucho. Un grito me saca de mi sopor.
–¿Viene, doc? –es la enfermera que toma el mismo colectivo que yo.
Le agradezco con un intento de sonrisa y subo. Me desparramo en uno de los asientos del fondo (+)
(-) y ni me preocupo por si me paso. Vibra el celular. Salto en el asiento pensando que se murió alguien. Busco el teléfono y lo miro. Es la de los domingos que me manda una foto de un chocolate enorme. “Te lo trajo un chico algo borracho. Dice que gracias, que aprobó. (+)
(-) Como un poco y te guardo el resto”. Sonrío para adentro y me vuelvo a dormir.
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