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#CosasQuePasanEnLaGuardia #85. Siete de la tarde. Estoy por llamar al que sigue –anotado como “¿disfagia?” (que significa dificultad para tragar)– cuando una mujer morocha de pelo negro lacio me agarra del brazo. Está dentro del consultorio.
(+)
(-)
–¿Y a mi papá cuándo lo van a ver? –pregunta.
Tendrá unos cuarenta, tal vez cuarenta y cinco. No sé quién es su padre, pero sí recuerdo haberla visto alrededor varias veces.
–¿Está en la lista? –indago–. Vamos llamando por el orden de lista que nos arma el médico orientador(+
(-)
–Yo no sé si está en una lista o no. Estamos esperando hace dos horas. Está cada vez peor y nadie lo atiende.
Estoy a punto de largarle el discurso de que llamamos por una lista que arma el médico orientador, (+)
(-)
que él anota por orden de prioridad y si hay algo urgente nos avisa, cuando veo que se le resbalan un par de lágrimas.
–A ver. Tranquila. ¿Qué le pasa a tu papá? –le consulto.
–No sé. Duerme cada vez más. Y tiembla.
–¿Algo más?
–Tuvo fiebre, volaba. Pero hace unos (+)
(-) días que ya no.
–Entiendo. El orientador debe haberlo anotado un poco más abajo en la lista, porque le debe haber parecido que, como ya no tiene fiebre, debe estar saliendo de una gripe o algo así. No te preocupes que cuando le toque lo vamos a hacer pasar –le contesto.
(+)
(-)
–Es que él está acá adentro –insiste la chica de un grito–. Y no está saliendo de nada. Está cada vez peor. Yo lo conozco –llora.
–¿Cómo que acá adentro? ¿Pero quién lo hizo pasar?
(+)
(-)
–Uno de uniforme como el suyo, pero azul, no sé. Dijo que nos iba a hacer atender rápido, pero pasa el tiempo y no lo ven –sigue con las lágrimas que se seca segundo a segundo.
(+)
(-)
–¿Lo trajo una ambulancia? Te pido disculpas, es que a mí no me lo presentaron, hay que ver si a mis compañeros –me excuso.
–No, ambulancia no. Lo subí a un taxi y lo traje desde el micro. No estaba tan mal hace unos días, le juro que está peor.
(+)
(-)
–Es que, si lo hicieron pasar por la entrada de ambulancias y nadie nos avisó, nosotros no nos enteramos de que está –arranco a explicarle.
(+)
(-)
–El que lo entró me prometió que lo podía hacer atender enseguida. Yo le di una propina y dijo que ahora su compañero lo iba a ver, pero nunca vino. No vino nadie –insiste con voz cada vez más fuerte.
–¿Y por qué no nos avisaste?
(+)
(-)
–Le traté de hablar a un rubio y salió corriendo con un hombre en silla de ruedas. Después a una gorda y me contestó de mala forma que la espere que estaba ocupada. El enfermero recién me dijo que lo anote hace cinco minutos, pero no había nadie anotando. (+)
(-)Ya no sé qué tengo que hacer para que lo vean. Lo traje hasta acá porque allá es un desastre, pero acá al final a nadie le importa. ¿Quieren plata? Yo les pago –dice entre lágrimas mientras saca unos cuantos billetes de cien–. Sólo por favor, que alguien lo vea.
(+)
(-)
–Tranquila –trato de calmarla–. No quiero plata. Solo no sabía que estaba. Dejame que lo evalúe, y así puedo determinar qué orden de prioridad le corresponde respecto a los demás pacientes. Si está grave, seguro que queda primero y ya lo veo.
(+)
(-)
–Es que seguro que me dice que no es nada, como en mi país. Que es gripe, cansancio, achaques de viejo y que con la pastillita se le va a pasar. Y mi papá está mal, yo lo sé.
Me hace acordar a cuando cursé pediatría, que decían que siempre hay que escuchar a la madre (+)
(-) porque ella conoce mejor que nadie a su bebé. Algo me dice que este caso es parecido. Le pido que me muestre dónde está el padre. Baja la cabeza y camina adelante mío hasta el consultorio del fondo (donde nunca íbamos a enterarnos que estaba su padre si nadie nos lo decía).+
(-)
Noto que se seca las lágrimas en el trayecto. Le apoyo la mano en el hombro y lo mueve hacia adelante soltándose. Llegamos y abraza a su papá. Le dice algo en un idioma que estoy casi segura de que es guaraní y me mira con recelo.
(+)
(-)
–Acá está mi papá que según ustedes los doctores no tiene nada. Hasta pañal le tuve que poner.
Me habla con una mezcla de bronca y angustia que se le escurre de a momentos hecha lágrimas que no quiere que se le noten.
(+)
(-)
Yo me acerco al hombre y lo saludo mientras le acaricio la frente. Es morocho y tiene el pelo casi blanco. No logro adivinar de dónde es.
–¿Qué le anda la pasando? –le pregunto.
(+)
(-)
Él sonríe como un nene de tres años y mira a su hija. Ella le traduce lo que acabo de decir.
–Mal –contesta él en un intento de español–. Mal. Mal.
Sacude la cabeza hacia los costados con los ojos entrecerrados.
(+)
(-)
–¿Qué le duele? –prosigo.
Ella traduce, pero él no responde. Solo sonríe.
–¿Sabe dónde estamos? –insisto.
La hija hace de traductora una vez más y llora ante la respuesta.
–¿Qué dijo? –le pregunto, esta vez, a ella.
(+)
(-)
–Tonteras. Me lo volvieron loco. Dice que estamos en la playa y que lo deje tomar sol –responde sin ocultar su llanto.
Le pongo al hombre el termómetro y el saturómetro mientras la hija se recompone, para luego retomar el interrogatorio.
(+)
(-)
–¿Sabe qué año es? –le pregunto a él.
Otra vez llega por respuesta una sonrisa tras la traducción de la hija. Intento una última pregunta.
–¿Cómo se llama ella? –pronuncio señalándola.
Esa respuesta sí que la acierta y ella llora más que antes. (+)
(-)
Suena el termómetro. Marca treinta y cuatro con siete. Pienso que debe haber quedado mal puesto y se lo recoloco. El saturómetro no lee. Se lo cambio de dedo y procedo a interrogar a su hija. Dice que tiene setenta y tres, que ella creció acá, pero él vive en Bolivia. (+)
(-)
–¿Hace cuánto que está mal?
–Dos semanas. O más. No sé. Venía yendo al médico ya. Yo fui de visita y estaba mal, pero no así. Lo llevé a uno mejor que me cobró bastante dinero y le mandó unos remedios que al principio lo mejoraron. Yo me volví (+)
(-) tranquila, pero a los días me llamó mi tía que estaba peor y le dije que me lo mande –explica y se nota que le cuesta seguir hablando.
–Entiendo. Tranquila. Necesito que me expliques qué es que estaba mal. ¿Qué le pasaba?
(+)
(-)
–No sé bien. Dormía mucho, le costaba caminar, decía tonteras, a veces me confundía con mi mamá muerta… Una vez vi que vomitó, pero más no sé.
–Vas muy bien, tranquila. ¿Y te acordás que remedio le dieron?
(+)
(-)
Niega y se le escurren un par de lágrimas creo que de la culpa.
–Era uno larguito, pero más no sé.
–¿Y les explicó el médico para qué era?
–Dijo que era un antibiótico que lo iba a poner mejor.
(+)
(-)
–¿Y le hizo algún laboratorio? ¿O una radiografía? –ruego por dentro que por favor le hayan hecho algo.
–Le sacaron sangre y le hicieron juntar el orín. Radiografía creo que no.
–Bueno, y ¿tenés esos análisis?
(+)
(-)
Ella se agacha, revuelve un bolso azul del que saca camisas, calzoncillos, remeras, pantalones y medias sin encontrar ningún papel. Sigue por su cartera. Es de las tejidas, en fucsia, amarillo, turquesa y negro. Saca un celular, un porta cosméticos, una botella de agua (+)
(-) por la mitad, pañuelos de papel, un paquete de chicles y un juego de llaves. Dice algo en guaraní que suena a puteada. Mira para arriba y aprieta los puños como hago yo cuando ruego y a veces cuando maldigo. Creo que es más lo segundo en este caso.
(+)
(-)
–Me los debo haber dejado en la terminal –dice finalmente–. O en el taxi. No sé. Acá no están.
Trato de calmarla, que los vamos a hacer de nuevo, junto con todos los estudios que su padre necesite. Ella asiente y lo abraza una vez más. Recién ahí caigo en que me olvidé (+)
(-) del termómetro. Lo busco en la axila del hombre. Está apagado. Igual su piel se siente helada. El saturómetro sigue sin marcar y tampoco va a hacerlo (no lee bien ante los dedos fríos). Le tomo la presión. Me cuesta escucharla.
(+)
(-) Cuando lo logro, la encuentro bajísima. El pulso –que solo logro sentirle a nivel del cuello– resulta acelerado y los latidos caen cuando tienen ganas. Paso a los pulmones. El hombre colabora poco y nada, por lo que me es muy difícil escucharlos. (+)
(-) Sigo por el abdomen, y apenas me deja tocarlo. En cuanto apoyo las manos, contrae la pared abdominal. No sé cuánto es por susto y cuánto por dolor, pero algo de su panza no me gusta.
–¿Tu papá tiene alguna enfermedad? –le pregunto a la hija.
(+)
(-)
–Tiene presión, pero no toma bien los remedios.
–¿Y diabetes?
–Creo que un poco, pero no toma pastillas para eso.
–¿Fuma?
–Fumaba mucho, pero estos días no creo.
Hago una nota mental para no fumar cuando esté en mi casa por lo menos y camino hacia el office de enfermería. (+)
(-)
Le indico a los enfermeros que le coloquen un suero y una sonda para la orina lo antes posible, y que le hagan un laboratorio, un sedimento y un cultivo de orina.
–Nosotros no hacemos eso –me contesta el más antiguo de mal modo.
(+)
(-)
–¿Qué no hacen? –le pregunto.
–Poner sondas. Ni urocultivos. El resto sí, pero eso yo no lo hago.
–¿Desde cuándo un enfermero no pone sondas vesicales? –insisto.
(+)
(-)
–Desde que tenemos toda esa pila de cosas para hacer –me gruñe y señala múltiples órdenes pendientes.
–Como si yo no tuviera pacientes para atender –le largo.
–Quéjese con el jefe –contesta.
(+)
(-)
El otro enfermero me hace señas para que no se la siga. Yo respiro hondo y voy para el tomógrafo, decidida a tomografiarle hasta el pelo a ese paciente antes de que se ponga peor. Preparo el discurso por si me cruzo a alguno mala onda. “Es un paciente complejo y necesito (+)
(-) urgente una imagen. Está confuso y es imposible saber qué le pasa, pero está séptico y no sé cuál es el foco”. Me imagino a uno de los técnicos preguntándome la saturación y a otro interrogando sobre el laboratorio. Llego a la puerta, cierro los ojos, cuanto hasta cinco (+)
(-) y golpeo.
–Adelante –me dice una voz que hace mucho que no escucho.
Entro y la abrazo. Es la mujer del pelo carré.
–Ni mis gatos se alegran tanto de verme –se ríe.
Yo empiezo a contarle el caso a mil por hora. Ella levanta una mano, con la otra agarra un papel y me lo (+)
(-) entrega.
–Traelo –dice.
Traelo. Así de fácil. Sin importar quién es, qué le pido ni por qué. Traelo.
–Mirá que es una pan-TAC –la prevengo (me refiero a una tomografía de “todo” o casi).
–Está bien. Si creés que lo amerita, la hacemos.
(+)
(-)
La abrazo de nuevo y salgo a las corridas. Me cruzo con mi compañero rubio que le cuenta al petiso que atendió a un hombre que decía tener clavado algo en la garganta pero que no comía hace dos días porque estaba con tremenda diarrea y no tenía ni hambre.
–Loco –se ríe el(+)
(-) petiso.
Les pido ayuda para encontrar a un camillero.
–¿Qué tenés? –pregunta el rubio.
–Un confusional. Séptico seguro.
(+)
(-)
(Un Síndrome Confusional es un cuadro en el que un paciente se encuentra confuso, desorientado, y que puede tener causas diversas, siendo una de ellas la sepsis, que se produce cuando una infección se disemina por el cuerpo y éste trata de defenderse). (+)
(-)
–¿Y lo querés pasar al shock-room? –consulta el petiso.
–Primero hagámosle una tomografía.
–¿Pero no está para emergento? –insiste.
–Es que la que está hoy no me lo va a agarrar hasta que no esté para intubar –le respondo–. Mejor le hacemos la tomografía y si se ve algo (+)
(-)zarpado, tal vez lo compre.
Buscamos una camilla. No hay por ningún lado. Veo una silla de ruedas en el consultorio cuatro y cuando intento agarrarla un hombre de unos setenta y largos me gruñe que es de su mujer.
(+)
(-)
–Necesito que me la preste un momento –imploro.
La mujer duerme en camisón sobre una camilla con una sonda de alimentación que le entra por la nariz.
(+)
(-)
–No. Después nos la roban y no tengo cómo llevarla –contesta veloz mientras agarra los apoyabrazos con sus manos huesudas.
–Es una urgencia –insisto–. Llevo a un hombre que está mal al tomógrafo y se la traigo.
(+)
(-)
–Le dije que no. ¿Qué le pasa? ¿No entiende?
Tironeo hacia atrás y él hacia adelante.
–El que no entiende es usted, que parece que no escuchó que es urgente.
–No me importa. De acá no se la lleva –ruge.
(+)
(-)
Me dan ganas de largarle que ojalá que nadie lo ayude si termina como mi paciente, pero me trago las palabras. Suelto la silla y retrocedo, resignada a buscar otra.
–Sabe lo que le conviene. Bien –murmura el hombre justo cuando estoy por atravesar la puerta.
(+)
(-)
Giro hacia él.
–¿Disculpe?
–Claro. Sabe que la puedo hacer echar. Vio quien soy yo y arrugó –sonríe.
Se apoya de espaldas contra la camilla y hace golpetea sus dedos contra el borde. Lo observo por unos segundos. No tengo ni la más mínima idea de quién es. (+)
(-)
Bajo la vista hacia la silla. Ya no la tiene agarrada. Recién ahí noto el cartel que tiene en el respaldo: es el nombre del hospital. Me avalanzo sobre las manijas y la arrastro hacia mí.
–¿Qué hace? ¿Es idiota? Le dije que no se la puede llevar –grita el hombre.
(+)
(-)
–Esta silla es del hospital y hay un paciente que la necesita –le contesto mientras me alejo.
Tengo ganas de gritarle que acá el único idiota es él, idiota, maleducado y egoísta, pero me contengo por si es el hermano del director del hospital o algo por el estilo.
(+)
(-)
–Acaba de firmar su sentencia –me grita y la remata–, IDIOTA.
Avanzo por el pasillo y cuando llego al consultorio veo adentro a mis dos compañeros cargando al hombre en una camilla.
–Tarde –me dice el rubio.
(+)
(-)
Yo los dejo pasar y le indico a la hija del señor que le cuide el lugar. Dejo la silla en el consultorio y los sigo.
–¿Y mi silla de ruedas? –me pregunta el anciano egoísta al pasar por la puerta del consultorio cuatro.
No le contesto.
(+)
(-)
–No se haga la sorda –grita a lo lejos–. ¿O además de idiota se volvió sorda?
–¿Y ese? –pregunta el rubio.
Yo levanto los hombros y seguimos nuestro camino.
Llegamos al tomógrafo. El hombre duerme y ya casi no sonríe. Tiene la vía puesta y la sonda vesical también. (+)
(-) Lo pasamos entre todos con cuidado de que no arrancárselas. Lo acomodamos y nos refugiamos en la consola. La señora del pelo carré nos convida turrón y mate.
–No nos vamos nada de acá –bromea el petiso con la boca llena.
(+)
(-)
La técnica sonríe.
–Si vos me hacés las tomografías, te comparto mi sucucho –le dice.
–Ni mirarlas sabe. Menos va a saber hacerlas –se mete el rubio.
El petiso le pega una piña a media potencia en el hombro y el otro hace que ni la siente.
(+)
(-)
Las imágenes aparecen en la pantalla. Nos quedamos mirándolas a medida que pasan. En el cerebro no se ve sangrado, ni tampoco mucho más que signos propios de la edad. Los pulmones son un desastre, aunque gran parte de las lesiones parezcan crónicas. (+)
(-) Cuando llegamos al abdomen, ahí sí que nos quedamos helados. Tiene grasa sucia en varios lugares, un poco de líquido libre y aire afuera del intestino. Nada bueno. Parece que tiene el intestino perforado o algo así. (+)
(-) Lo sacamos y mis compañeros lo llevan de vuelta mientras yo busco a la médica de imágenes para que me confirme el diagnóstico. Revisa el estudio y su conclusión es que “está todo horrible”, y que sí, está perforado. Queda en hacerme el informe en un rato, porque tiene mil (+)
(-) estudios pendientes.
Llamo a los de cirugía. No atienden. Me apuro a hablar con la emergentóloga mientras tanto. En el trayecto me cruzo a uno de los camilleros. Tiene puesto un ambo azul y me pregunta por la camilla. (+)
(-) Le contesto que la tienen mis compañeros, que estaban dejando al paciente que trajeron de tomografía.
–Ah, qué bien, entonces vieron al pacientito que les dejé –sonríe.
Le quiero ladrar. (+)
(-) En vez de eso, no le contesto y me meto en el estar médico. La emergentóloga escribe en una historia clínica. Le cuento el caso, que los cirujanos no contestan y que el paciente está realmente feo. (+)
(-)
–¿Pero qué querés que le haga? Ubicalos y que lo operen –me contesta como supuse.
Llamo a quirófano. Me atiende una de las instrumentadoras y dice que están operando. Le pido que les informe que tengo a un perforado en muy mal estado acá abajo.
(+)
(-)
–La puta madre –escucho.
Es una voz masculina. Hay un ruido metálico, otra puteada y finalmente un “¿Quién habla?” al teléfono.
Es uno de los cirujanos de planta. Me presento y le cuento el caso.
–¿Y qué querés que le haga si viene así hace semanas? –me ladra.
(+)
(-)
Me quedo callada.
–Va un residente –agrega y corta el teléfono.
Me apuro hacia el consultorio. En el trayecto el enfermero más joven me frena.
–Se la puse. ¿Viste?
Habla de la sonda vesical. Le agradezco y agrego que me encantaría tener clones suyos en todos los horarios.(+)
(-) Sonríe.
Sigo hasta el consultorio del fondo. La hija arropa al padre con la manta con la que vino en el micro y le dice que tiene que ser fuerte. Entro y, apenas me ve, empalidece. Vuelve hacia el padre, le acomoda la manta una vez más y le habla en guaraní. (+)
(-)
Me quedo mirando la escena y la espero hasta que esté lista para escucharme. Finalmente le da un beso en la frente y se acerca hacia mí. Estoy por explicarle la situación cuando aparece el residente de cirugía. (+)
(-)
–Vi la tomo –me dice–. Vamos a ver qué dicen los plantas, pero yo creo que está más para el shock que para nosotros.
Lo miro con los ojos bien abiertos implorando que se calle.
–¿Habla de mi papá? –me pregunta la hija.
No se hablan entre ellos.
(+)
(-)–Disculpe, señora, no sabía que era su padre –le contesta el residente casi tan blanco como el paciente–. Es que demoraron mucho en consultar.
Otra vez le hago el gesto con los ojos. Y me mira con las cejas en alto y las palmas a los costados del cuerpo enfrentadas al techo.+
(-)
–Creo que la doctora está tratando de decirle que está equivocado. Lo llevamos a varios médicos, pero ninguno pudo curarlo –lo ubica la mujer y vuelve junto a su padre–, igual, espero para hablar con alguien que haya dejado los pañales hace un algo más de tiempo –lo remata.
+
(-)
Ella gira hacia su padre y vuelve al tema de la manta. El residente revolea los ojos y se va.
Me acerco al hombre y a su hija. Me paro junto a ella y la ayudo a arroparlo como quiere.
–¿Tan mal está? –me pregunta con los ojos llenos de agua.
(+)
(-)
–Y… está complicado –arranco.
La miro. Trato de entender si está lista para escucharme. Ella me mira. Sigue en silencio. Acaricia la mano de su papá y finalmente pronuncia:
–Mi tía me mandó foto de los análisis. Estaban allá.
(+)
(-)
Saca el celular y me los muestra. Son un horror. Ni me imagino cómo van a venir los nuevos.
–Tal vez con esto sea más fácil curarlo –insiste.
Yo la miro en silencio y le agarro la mano. Esta vez no se suelta.
(+)
(-)
–¿Qué es lo que le pasa? –pregunta.
–Parece que tiene una perforación en el intestino, y que esto viene desde hace un tiempo. Eso produce un grado de infección y pegote adentro de la panza que vuelve muy difícil arreglarlo…
(+)
(-)
–¿Y con antibióticos no puede mejorar la infección? –insiste ella.
Sé que en el fondo sabe la respuesta, pero no puede con eso.
–Se los vamos a poner y le vamos a sacar el dolor, solo no creo que vayan a operarlo.
(+)
(-)
Trato de prepararla antes de que el cirujano de planta termine de tirarle la esperanza al tacho. Ella asiente. Suelta mi mano, manda un mensaje por celular, vuelve junto a su padre, le acaricia la cabeza y le habla con cariño en guaraní.
(+)
(-)
Yo camino hacia la puerta del consultorio, lista para llamar al próximo paciente.
–Gracias. Y perdón por antes –me dice la mujer.
–No pasa nada –respondo–. Yo me hubiera puesto igual si fuera mi papá.
Vuelvo. Agarro la silla de ruedas y vuelvo al consultorio del que la (+)
(-) saqué.
–Al fin vuelve. Claro. Le dio miedo que la haga echar –empieza el hombre.
Yo dejo la silla junto a su esposa y emprendo mi retirada.
–Igual ya se las va a ver conmigo. Ya va a ver –sigue él.
Yo ya casi que no lo escucho.
(+)
(-)
Voy a la lista. El paciente de arriba de todo, que estaba anotado como “¿disfagia?” y al que ya tacharon, aparece abajo otra vez. No queda nadie más sin atender. Salgo y lo llamo cuando veo pasar a los cirujanos de planta hacia el consultorio del paciente perforado. (+)
(-)
El hombre –de unos cuarenta y tantos y pelo parado con gel– se muestra de notable malhumor.
–Mire –arranca–, vuelvo porque yo de verdad siento que tengo algo. Su compañero me dijo que no puede ser, porque hace bastante que no como nada, o por lo menos no sólidos, (+)
(-) pero hay algo. Yo sé que hay algo.
Se expresa perfecto, como si me estuviera explicando cómo jugar al ajedrez. No se lo nota agitado ni parece dolorido. Tampoco se le escurre saliva ni carraspea.
–A ver. Vamos desde el principio –le digo con cierto desgano.
(+)
(-)
–Es que siento que tengo algo clavado. Tal vez sea de hace unos días y por eso la diarrea. Yo qué sé. Pero hay algo. Hay algo acá –insiste y se acarra el cuello y el pecho a la vez.
(+)
(-)
–¿Pero lo siente arriba o abajo? –indago.
–No sé bien. Antes estaba bien arriba. Ahora como que no puedo asegurar que no haya bajado. Pero está. Hay algo.
(+)
(-)
Le pido que abra la boca y diga “A”. Prendo la linterna y enfoco. No logra bajar la lengua. Busco un bajalenguas. Apenas se lo acerco, hace arcadas. Le palpo el cuello por fuera. No hay señal de que se haya escapado aire. Lo ausculto: todo bien.
(+)
(-)
–Cree que estoy loco, ¿no? Como su compañero –me dice mientras me saco el estetoscopio.
Se lo nota angustiado. Es una imagen discordante con su físico de patovica de boliche.
(+)
(-)
–Creo que hay algo que le raspó, aunque es poco probable que lo tenga clavado en el esófago y presente tan pocos síntomas –arranco.
–Era obvio. ¿Me va a mandar al psiquiatra también? –se defiende.
(+)
(-)
–Mire. Vamos a hacer unas placas, así nos quedamos tranquilos –le propongo.
Parece conforme.
Le pido múltiples radiografías para evaluarle el esófago, el abdomen y hasta el ano. Él parece más contento todavía al ver lo mucho que escribí. (+)
(-)
Le indico dónde es rayos y se va campante.
Estoy por ir para el estar cuando aparecen los cirujanos de planta seguidos del residente de antes.
–Es ella –les informa el residente.
El cirujano mayor avanza hasta ponerse a un paso de mi cuerpo.
(+)
(-)
–¿Vos nos llamaste? –pregunta sin preguntar.
–Sí –contesto firme.
–Te pido que no nos vuelvas a sacar así de quirófano por alguien que no tiene chance –me larga.
–Es que eso lo determinan ustedes acá –le respondo.
(+)
(-)
–Pero vos también sos médica, ¿no? ¿O me vas a decir que no te diste cuenta de que el paciente está muerto?
–Los que deciden acá si se opera o no son ustedes, no yo –insisto con los puños apretados.
(+)
(-)
Me muerdo por dentro los cachetes para no dejar que se me caiga ni media lágrima.
–Dejá –le dice su compañero y lo arrastra fuera del consultorio.
El residente se queda y me mira.
–¿Estás bien? –pregunta.
(+)
(-)
Yo le hago que sí con la cabeza, aunque no puedo pronunciar palabra alguna.
–Vos también. ¿Cómo se te ocurre llamar a quirófano por un muerto como ese? –se ríe–. Si sabés que no sale. ¿Para qué nos llamás?
(+)
(-)
–Llamo para que bajen, lo vean, lo revisen, decidan y le expliquen su decisión a la familia. Básicamente llamo para que hagan su trabajo –le contesto.
Me mira con la misma risa de antes, con cara de “vos no entendés nada”.
(+)
(-)
–Ahora te voy a pedir que escribas en la historia que no le van a hacer nada, y que hables con la emergentóloga para que lo pase al shock-room. Es un paciente perforado, y, aunque no lo vayan a operar, sigue siendo tu paciente –agrego.
(+)
(-)
Él revolea otra vez los ojos, como hizo con la hija del señor.
Yo camino hacia la salida, lista para prenderme un pucho. Estoy a punto de llegar a mi destino cuando me intercepta primero mi compañero rubio –que me cuenta que el del consultorio cuatro (+)
(-) es un antiguo enfermero de acá que se cree dueño del hospital y que lo echaron tras múltiples denuncias por malos tratos– y luego el hombre que está seguro de tener algo clavado en la garganta. (+)
(-) Agarro las placas, exhausta, y las veo contra una luz. Primero la cervical: nada. Después el abdomen. Ahí sí que me quedo mirando. Hay algo. Algo raro. No puede ser. Es una línea fina, blanca, larga. Parece metálica. Pienso que tal vez sea un defecto de la radiografía (+)
(-) y lo mando a repetírsela. Mientras lo hace, salgo y me fumo mi tan esperado cigarrillo apoyada contra la pared. Doy una pitada, dos. A la tercera ya no puedo contener las lágrimas. Las dejo escurrirse mientras sigo fumando y, una vez que termino, (+)
(-) me las seco y me sueno la nariz con una gasa.
Vuelvo entrar. El hombre me espera con la placa en alto. La evalúo. Es real. Lo miro. Busco en mi cerebro las palabras adecuadas para preguntarle lo que necesito saber sin quedar como una tarada.
(+)
(-)
–Por alguna rara cuestión –arranco–, ¿hay posibilidades de que usted haya ingerido algo… algo que tuviera una parte metálica?
El hombre me mira casi muerto de risa. Está a punto de decirme que estoy loca, lo sé. De repente, la cara se le transforma. (+)
(-) Se le borra la sonrisa, se pone blanco y se baña en transpiración. Abre la boca y se el índice como hacia atrás de los dientes. Los recorre. Pasa la uña. Añade otro dedo y repite el proceso. (+)
(-)
–Necesito que me diga si lo ve –me pide.
Abre grande la boca y tira la cabeza para atrás.
–¿Qué estoy buscando exactamente? –interrogo.
–Un alambre atrás de los dientes –pronuncia gangoso con la boca todavía entreabierta.
Yo alumbro con la linterna. Es imposible ver nada.(+)
(-)
–No está, ¿no? –me pregunta con la voz cargada de desesperación.
–No sé. No llego a ver.
–No está. Tiene que ser eso. Yo sabía que había algo.
Me lo quedo mirando, a la espera de una explicación.
(+)
(-)
–Me lo dejaron cuando me sacaron los aparatos –dice finalmente. Tendría que haber ido a que me lo sacaran también, pero se me pasó.
–No se preocupe. Todo va a estar bien –trato de calmarlo.
(+)
(-)
Sonrío para adentro y agrego:
–Enseguida llamo a cirugía para que se ocupen de usted.
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