Paso por el baño, miro las paredes y me cercioro de no tener compañía del estilo. Me lavo la cara, me sueno la nariz y me seco con gasas. (+)
–Ya está todo en la mesa –me informa.
Yo bajo la cabeza y la vuelvo a subir en señal de que ahí voy. Ella pasa, cierra la puerta y pone la traba.
–¿No pueden cagar en otro lado, la reputísima madre? –escucho que grita.
(+)
Pienso en gritarle un “yo no fui” en respuesta (como si resultara pecaminoso defecar en el baño compartido por todos), o incluso aclararle que no es olor a “eso”, pero las risas estrepitosas del emergentólogo y el aroma a carne asada –que rara vez sentí en el hospital– me (+)
–Vamos, vamos. A sentarse –hace palmas la cardióloga.
Me hace sentir un poquito menos lejos de casa. Pienso en mi abuela, en su personalidad aglutinante, en cómo nos congrega a todos y nos reta a la más mínima discusión, y en (+)
Me ubico entre el emergentólogo y mi compañero petiso, en uno de los pocos lugares que quedan libres. (+)
–¿Mejor? –pregunta el emergentólogo.
Aprieto las muelas, me pinto un intento de sonrisa con los labios adosados entre sí, y le miento que sí con la cabeza que va para arriba y para abajo.
–Cómo se nota que perdés siempre en el póker –se mete el de los anteojos de viejo.
(+)
Le revoleo los ojos y sigo con las muelas apretadas.
–Vamos. Arriba que sale festejo –trata de animarme el emergentólogo.
–Arriba, arriba que la música no pare… –canta mi compañero alto.
(+)
El petiso levanta los antebrazos con las manos tiradas hacia atrás y los dedos parcialmente extendidos. Los sube y baja extendiendo algo los codos de forma repetitiva al “ritmo” del intento de música y se suma al cántico. (+)
La imagenóloga del celular –que parecía seguir en lo suyo– de repente pone la canción a todo lo que el volumen de su aparato le permite. El pediatra de los anteojos hace que baila y el canoso se ríe. Llega la pelirroja.
(+)
–Si van a poner música, pongan música en serio –ladra.
–Dale, nona. ¿Pavarotti te va? –se le ríe el pediatra de los anteojos.
Ella agarra su celular y hace sonar un reggaetón que ni conozco. La imagenóloga silencia el suyo.
–Bien ahí –aplaude el petiso.
Yo me siento vieja+
–Bueno. Algo de música está bien, pero bajen un poco el volumen así no nos vienen a hacer problema –sentencia el jefe.
El pediatra de anteojos lo abuchea por todos. El alto aplaude.
(+)
–Es eso o comemos al son de nuestra charla y nada más –insiste el jefe.
–O puede deleitarnos el pelado con una de sus melodías. Parece que las canciones de cuna son su fuerte –jode el emergentólogo al pediatra canoso que dejó embarazada a una residente de veintitantos.
(+)
–¿Pero no te va a hacer mal? No quiero ponerte sensible. ¿No era que te dejaron por un borrego? –le retruca el canoso.
–Encontraste la horma de tu zapato –le responde el jefe al emergentólogo y larga una carcajada.
(+)
Él sacude la cabeza para los costados de forma sutil y hace un chasquido con la lengua. Sus labios están en una media sonrisa que indica que tan mal perdedor no es.
–Vamos. Basta de medir quién la tiene más larga y a comer que se enfría la carne –interrumpe la cardióloga.
(+
Mi compañera pelirroja la aplaude con un “Así se habla”.
Yo le hago caso, destapo una de las fuentes y me pongo a servir. Los platos circulan y a los pocos minutos todos estamos comiendo. De fondo suena Rodrigo y me acuerdo de cuando lo bailábamos con mis primos cordobeses(+
Cenamos y casi que devoramos. No hay demasiado cruce de palabras mientras se mastica. Sabemos que en cualquier momento se nos puede acabar la paz. Orientando quedó un administrativo; médico no hay. Le dijimos que se siente con nosotros por lo menos media hora, (+)
Como lechón con chimichurri, vitel toné, matambre, algo de esa carne al horno (+)
Las botellas de sidra y champagne descansan escondidas bajo la mesa. (+)
Finalizado el primer plato, algunos repetimos. Yo casi me sirvo ensalada rusa, pero está en la mesa hace más de media hora y le tengo respeto a la mayonesa. (+)
(+)
–No la enyetes –me previene el petiso y me señala el reloj para que no haga comentario alguno.
Levanto la mano en posición vertical en señal de que no se preocupe. No pensaba decir nada tampoco.
El alto lo interrumpe con que me quiere presentar a un amigo. (+)
–Se pasa de facha el man –arranca a describirlo–. Es alto, flaco pero no mal. Flaco de atlético; marcado –aclara.
Lo dice como si lo de marcado fuera un tremendo plus. Él va al gimnasio si mal no recuerdo. Le miro los brazos. Tal vez levante pesas. (+)
–Vemos –le contesto en su lugar.
–Pero dale. Si estás soltera. ¿Qué tenés que perder? –insiste el petiso.
–No sé. ¿Qué hace de su vida? –interrogo al alto.
(+)
–Estudia medicina. Te maté –me larga orgulloso.
–¿Pero cuántos años tiene? ¿Vos te creés que estás delante de una abusadora de menores? –se mete el emergentólogo sonriente como siempre y me palmea el hombro.
(+)
–Pero si es más grande el man –le contesta y gira hacia mí–. Te saca seis u ocho años –me aclara.
Me pregunto, si es tanto más grande que yo, qué hace estudiando. ¿Habrá arrancado tarde? ¿Será de los eternos ayudantes que había en anatomía que se la pasaban de alumna en (+)
–No sé. Después vemos –le digo intentando dar por zanjado el asunto.
–Es fachero, atlético, médico. ¿Qué más querés? –me increpa el alto.
–Estudia medicina –lo corrijo.
–Bueno, pero ya se va a recibir, tenele Fe.
(+)
–¿De dónde lo conocés? –le pregunto esquivando el asunto de la Fe en la recibida de alguien que no conozco ni me interesa conocer por ahora.
–De la facu. Éramos compañeros.
(+)
El alto se recibió hace por lo menos seis años según mis cálculos –tiene una residencia y un fellow hechos– así que me inclino hacia lo del eterno ayudante y cada vez estoy más lejos de querer conocerlo.
–¿Y todavía no se recibió? ¿Vos crees que ella se merece (+)
–No es idiota. Solo tiene mucha guita y estaba muy de joda, pero ya se le pasó y ahora le está metiendo power –le responde el alto.
–¿Tiene plata? Presentámelo a mí, a ver si me salvo –interrumpe la pelirroja.
(+)
A mí sigue sin interesarme demasiado conocerlo, así que contesto:
–Perfecto. Se lo presentás a ella y ya estamos.
El alto abre la boca. Está a punto de decir algo cuando suena el alto parlante que anuncia “Shock-room preparado” otra vez.
(+)
–Era demasiado bueno para ser cierto esto –sentencia la cardióloga.
El emergentólogo se levanta con un “¿Vamos?”. El petiso y yo lo seguimos enseguida. La cardióloga se nos une. El alto y la pelirroja se quedan hablando de su amigo y escucho que ella le pregunta si (+)
Los enfermeros del área en cuestión abandonaron también su festejo y prepararon el carro de paro y el ambú (+)
Llega una ambulancia y enseguida se abren las puertas. (+)
Sale una médica extremadamente flaca de pelo negro lacio que casi le llega a la cola y el chofer se le une. Juntos bajan a un chico de veintipocos atado de costado sobre la camilla.
(+)
–Está empezando otra vez –escucho que una mujer de casi sesenta años de pelo naranja furioso dice con voz de pánico mientras desciende última de la ambulancia.
El chico parece estar convulsivando.
(+)
La médica saca del bolsillo derecho de su ambo turquesa una jeringa que trae cargada y se la inyecta al paciente en el glúteo. A los segundos el chico deja de sacudirse. El chofer y la médica lo entran. La madre va a un costado. El petiso y yo los seguimos.
(+)
El emergentólogo y la cardióloga está con los guantes puestos, listos para recibir otro paro o algún accidentado grave. Me acerco para escuchar el relato (el petiso se queda un poco más lejos). La médica de ambulancia pasa los datos del chico que resulta tener veinticinco.
(+
–Quinta convulsión en veinte minutos, sin recuperar la conciencie entre medio de las últimas –agrega y sentencia–, está en estatus.
(Se refiere a un estatus epiléptico, un estado en que una convulsión persiste sostenidamente en el tiempo por más de cinco minutos (+)
Se me viene a la cabeza el último caso de estos que vi. (+)
–Yo no tengo nada que hacer acá –sentencia la cadióloga y enfila hacia el estar–. Cualquier cosa (+)
El emergentólogo mira al paciente, a la madre y luego a la médica e indaga:
–¿Pero es epiléptico?
–Sí –contesta la médica con las mejillas rojas y la frente que comenzó a empapársele en transpiración.
(+)
Se la nota avergonzada por no haber brindado esa información crucial en su relato. Parece chica, recién salida de la facultad, aunque tal vez tenga cara de nena como mi compañera pelirroja nueva. (+)
–¿Y tomó la medicación? –insiste el emergentólogo ya con cara de “no puedo creer que me llamaron para esto”.
Odio cuando pone esa cara. Antes a mí me lo hacía todas las guardias. Ahora ya no, pero cada tanto la ligo.
(+)
–Creemos que no. No la toma muy bien –responde la médica esta vez casi temblando.
Le pongo la mano en el hombro y le susurro un “tranquila” mientras miro al emergentólogo fijo a los ojos previniéndolo de que no la boludee. El petiso desapareció.
(+)
–¿Y qué medicación le pasaste? –le pregunta él con tono amable y media sonrisa que sé que es falsa, pero que al menos no es un ladrido.
–Dos Diazepam intramusculares. El primero cuando lo fui a buscar, que estaba convulsivando, y el otro recién, cuando comenzó (+)
Lo miro a él, a ella desbordada del terror, y a él otra vez para que se modere.
–Claro. El tema es que el Diazepam tiene absorción errática intramuscular… –empieza él.
(Se refiere a que no se puede saber bien cuánto se va a absorber y va a hacer (+)
Ella lo interrumpe.
–Lo sé, pero en la ambulancia no tenemos heladera para llevar Lorazepam. Y yo sola no podía ponerle una vía con él convulsivando. Era mi única opción –sentencia.
Esta vez me dan ganas de aplaudirla. Miro a mi compañero (+)
–Entiendo. Pero esto no es un estatus. No hasta que veamos que no responde a la medicación adecuada –le contesta no solo a ella sino a ambas, y a mí me mira con la misma sonrisa que le regalé antes–. ¿Te ocupás? –me larga acto seguido.
(+)
Yo bajo la cabeza y hago una nota mental de no meterme donde no me llaman. Le firmo a la médica de ambulancia que le recibo al paciente, y lo ubico en una camilla en el pasillo cerca del shock-room, ya que no encuentro otra libre por ningún lado.
(+)
Lo acomodo de costado y le pido a la enfermera de rulos que le ponga una vía –con una carga de la medicación que usamos para que no vuelva a convulsivar– y que le saque un laboratorio. Ella lo hace sin quejarse porque esté en el pasillo, no sé bien si porque quiere volver (+)
(+)
–¿Y usted podría conseguirme las cosas lo antes posible? ¿O pedirle a alguien que se las alcance? –le pido.
–Es que yo no voy a dejar a mi hijito así. Y es Navidad, nadie va a venir a traerme nada –contesta.
(+)
Estoy a punto de insistir cuando su hijito arranca a sacudirse de nuevo. Ni le pasó un cuarto de la medicación que tiene en el suero. Le pido a la madre que lo sostenga de costado mientas corro a la heladera de enfermería y cargo una ampolla de Lorazepam. (+)
Voy primero al tomógrafo. (+)
–¿Saben por dónde anda? –los interrumpo.
–Debe haber salido a chimenear –contesta la morocha–. ¿No viste el olor que tiene siempre? Es repugnante.
(+)
Abro las fosas nasales e intento dilucidar si huelo como él. Me pregunto si alguien hablará así de mí.
Les agradezco, les deseo una Feliz Navidad y me alejo.
(+)
Se me ocurre comprarle un alfajor al mala onda para que al menos tenga algo dulce de postre y no me trate tan mal. Otra opción sería regalarle un atado de puchos. Igual, el solo hecho de tener que hacerlo me enfurece, además, dudo encontrar un lugar abierto donde comprar. (+)
Me siento en primera fila en la sala de espera de imágenes y le mando un mensaje al alto para que me haga el aguante un rato. Me contesta con un pulgar para arriba. Mando un par de saludos por Navidad a mis amigas. Sigo con mensajes a mi familia, colegas y a algún que otro(+)
–¿Qué carajo querés vos por acá?
Reconozco la voz. Es el técnico en cuestión. (+)
Lo larga y se ríe porque puede hacerlo, porque sabe que no le voy a seguir la pelea porque, si lo hago, me va a hacer la tomografía que necesito a las tres de la mañana. Levanto la vista despacio, masticando la bronca y ruego que algún día caiga en la guardia a pedirme (+)
–Una TAC de cerebro. Tengo a un chico joven en estatus epiléptico.
Uso la palabra estatus –aunque el emergentólogo ya haya dicho que no lo es– y recalco lo de joven con la ingenua esperanza de que algo de eso pueda llegar(+)
–¿Y cómo carajo pensás hacérsela si no deja de moverse?
–Ahora frenó. Quiero hacérsela antes de que arranque de nuevo. Yo vengo con él y le paso un Lorazepam acá cualquier cosa –le explico.
Mi bronca crece. (+)
–Seguro. Después me lo mandás con el camillero y de vos, ni noticias.
–Para nada. Te aseguro que vengo con él –le (+)
No puedo dejar de pensar en que las cosas no deberían ser así para nada. Aprieto los dientes y cuento hasta cinco para dentro.
–Más te vale. Y si me lo traés meado o cagado, no le hago una mierda –gruñe con una sonrisa burlona.
(+)
Me siento como la médica nueva de ambulancia adelante del emergentólogo, pero multiplicado por mil. Me quedo inmóvil y muda. Cualquier cosa que le diga va a ser tomada para mal y va a significar un retraso en el estudio de mi paciente. Lo miro, bajo la vista, lo miro otra (+)
–Traelo en una hora –me larga finalmente.
–¿Una hora? –pregunto tratando de aguntarme las ganas de putearlo–. Sabés que no puede esperar tanto.
–Claro que puede.
–Y mientras tanto se le fríen las neuronas…
(+)
–Si es una emergencia, vendría el emergentólogo. Si venís vos es porque puede esperar –sonríe de nuevo.
–En serio. Te lo traigo ahora –insisto.
–Traelo ahora y va a esperar una hora ahí afuera tomando mate mientras baila zumba –se pone serio.
(+)
–Te pasás. Realmente te pasás. Es una urgencia, pero no te preocupes, hablo con el jefe.
–Dale, que venga el jefe así yo le digo que estoy esperando dos de terapia y uno de coronaria y que me chupa un huevo que tu paciente se sacuda un poquitito –me retruca.
(+)
Ahí sí que tengo ganas de matarlo. En vez de eso me doy vuelta, lo dejo hablando solo, y enfilo para el estar decidida a escupirle al jefe todo lo que pienso e incluso elevarle una nota al de tomografía apenas pueda. Me agotó.
Llego y me asomo.
(+)
–Al fin volvés –me larga el petiso con la boca llena de algo que parece ser choclo mezclado con lechuga.
No contesto. Miro alrededor. El jefe no está en su asiento, ni tampoco parado por ahí. Pregunto si saben dónde anda. (+)
–Recibió un llamado y salió –acota el emergentólogo.
Bajo la cabeza en señal de agradecimiento y desaparezco hacia el pasillo. Lo llamo. Contestador directo. (+)
–Ahí está, doc –pronuncia entre jadeos.
Le hago con la mano que se tranquilice. Me hace caso un segundo y vuelve a arrancar:
(+)
–La estaba buscando. Su paciente no deja de convulsivar y la madre está como loca.
–Pero dejé a mi compañero con él –me excuso.
–No sé. Estuvo, pero ya no.
Me olvido del técnico y su carácter de mierda, de lo irrespetuoso, del jefe al que no encontré, (+)
Cuando llego el chico está de costado como lo dejé, quieto.
–¿Y a dónde se fue usted? –me increpa la madre–. ¿Cómo nos va a dejar así?
(+)
–Fui a pedir una tomografía. Como no tengo los estudios previos, creo que es importante hacerla.
–¿Y cuándo vamos?
–En una hora –le contesto dispuesta a irme a buscar al jefe para que sea antes.
–¿Una hora? ¿Y si mi hijito se muere en esa hora?
Se me frunce todo por dentro.+
–Además, es Navidad y en la familia nos están esperando todos con el festejo –agrega la mujer.
Miro al chico. Dudo que se recupere para irse a ningún lado en breve. La madre sigue con que el salpicón quedó fuera de la heladera y que todavía tiene que preparar la ensalada,(+)
–Cureló, doctora. Cureló, así nos vamos.
Noto en medio de los sacudones algo atípico: el brazo de abajo del chico, sobre el que apoya en la camilla, se acerca a la madre y casi que la acaricia,(+
(+)
–¿No hay que hacerle la tomografía ahora? –me sugiere y su sugerencia se nota llena de preocupación.
Pienso en el técnico jodido y en su negativa pese a lo válido de mis argumentos, aunque dudo que a la mujer le interese escuchar al respecto.
(+)
–Voy a tratar de adelantarla –le contesto.
–Gracias, así nos vamos y comemos en familia.
Bajo la cabeza y estoy a punto de alejarme a buscar al jefe para conseguir el bendito estudio cuando el paciente comienza de nuevo a convulsivar. Esta vez saco la jeringa (+)
–¿Pasó algo? –me pregunta sin dejar de comer.
(+)
–Es el chico. Ya le pasamos de todo y sigue convulsivando, no sé.
–¿Pero lo taqueaste? –indaga haciendo referencia a si le hice una TAC (tomografía) de cerebro como intenté.
Le explico lo del técnico y cómo se puso en jodido. (+)
Hablo bajo por si la de imágenes se lleva bien con él.
–Qué raro. Conmigo es macanudo –contesta él.
–Eso es porque te considera de mayor rango, y también porque sos hombre.
(+)
–Lo del rango es cierto –dice mientras se mata de risa y me despeina la cabeza –. Pero lo otro… ¿Vos decís?
–Obvio. No se banca recibir indicaciones de una mujer.
–Nunca lo había pensado, pero sí, al grupo de fútbol manda todos chistes machistas.
(+)
–Buchón –le larga con una pseudo-tos el pediatra de los anteojos muerto de risa–. Vos mandás chistes de marica y nadie te dice nada.
El emergentólogo se ríe, toma un vaso de coca y se levanta.
–Vamos a ver –me dice.
(+)
Caminamos juntos hasta donde dejé al paciente con la madre.
–No me hagas esto, hijito. Te tenés que curar que me vas a dar un patatús –le está diciendo ella mientras le acaricia la cabeza.
Doy un paso para acercarme. Mi compañero me frena.
(+)
–Esperá, a ver si te convertiste en yeta como dice el petiso y convulsiva por tu culpa –me gasta.
Mira el cuadro. Sus ojos se fijan en algo que no sé bien qué es.
–¿Segura de que es epiléptico? –pregunta.
(+)
–Eso dice la madre, y que está medicado, pero no recuerda con qué.
–Con una pastillita alargadita y blanca seguro –se ríe el emergentólogo.
–Mientras no sea celeste –me sumo haciendo referencia al V1agra.
(+)
–Dale hijito. Te tenés que curar prontito así nos vamos a festejar con todos. Nos están esperando. Todos en casita están rezando para que te recuperes y volvamos –sigue la madre.
El chico retoma entonces los sacudones. (+)
–Mirá –señala.
(+)
Su índice se dirige al paciente, aunque no sé bien a qué parte.
–¿No notás nada raro? –insiste.
–El brazo de abajo no se sacude, y el de arriba… hace algo… no sé… ¿rarísimo? –contesto después de mirar un rato.
(+)
–Eso. Casi como que acaricia a la madre, fíjate. Además, el pantalón está seco –remarca.
Pienso en que tiene razón: es raro que, con tanta convulsión, no haya perdido el control de esfínteres ni una vez. Me siento bastante tarada y su comentario me hace sentirme aún más así:+
–Éstas no son convulsiones –sentencia–, creeme que es una crisis conversiva.
Básicamente lo que dice es que el chico cree ser epiléptico, y su cuerpo hace un intento de convulsión que no es tal, y que yo me la comí como verdadera.
(+)
–Hagan algo –grita la madre.
A los pocos segundos el chico deja de zarandearse. Ella lo abraza en silencio.
–Nunca había visto algo así –le confieso al emergentólogo–. Menos con tanta medicación encima.
(+)
–Nunca había visto algo así –le confieso al emergentólogo–. Menos con tanta medicación encima.
–Es que andá a saber cuánta viene recibiendo y hace cuánto sin necesitarla. Deben habérsele acostumbrado las neuronas –concluye.
(+)
–¿Entonces estamos seguros de que es eso? ¿No le hago la TAC? –insisto algo dubitativa.
–No. Confiá en mí. No la necesita –responde.
Yo me quedo mirando al chico y a la madre. Algo adentro mío sigue preocupado (+)
–Vamos a hacer una prueba para que te quedes tranquila. Vení. Seguime.
Nos desplazamos hasta quedar pegados al chico y a la madre, y él toma la palabra.
(+)
–Hola, señora. Soy el emergentólogo de guardia y me voy a ocupar del caso de su hijo –se presenta.
La mujer pone cara de alivio.
–Le voy a pasar una medicación potente que va a hacer que no convulsive más, y la idea es que duerma. Le pido que, (+)
(+)
–¿Pero y la tomografía? –pregunta y ruega a la vez la mujer.
–No tiene sentido hacérsela si ya tiene diagnóstico y está estudiado. Piense que son rayos equis y que, en grandes cantidades administradas de forma innecesaria, pueden aumentar el riesgo de cáncer.
(+)
–Ah, no. Sí. Claro. Entiendo. Seguro. Sí –murmura la mujer–. Pero yo no lo puedo dejar solo a mi hijito –agrega.
–No va a estar solo. Está en un hospital lleno de médicos –le explica él–. Yo voy a ir a cargar la medicación ultra-potente que le digo y (+)
Avanza hacia el shock-room y lo sigo. Carga una jeringa de veinte mililitros con solución fisiológica y me guiña el ojo. Volvemos y observo la obra de teatro que encabeza.
(+)
–Mire. Todo esto de la medicación sumamente potente le voy a pasar –le dice señalando la jeringa.
La mujer abre grandes los ojos.
Él le pasa la solución fisiológica de a poco por la vía, haciendo mucho circo.
(+)
–Listo. Ahora se va a dormir profundamente y no va a convulsivar más –proclama–. Y usted se va a ir a brindar con su familia porque su hijito va a estar bien.
La mujer lo abraza y derrama unas cuantas lágrimas. El chico no se sacude más. Ella se va (+)
–¿Te dejó con hambre el pacientito de recién? –se ríe el emergentólogo.
(+)
–Dormí tranquilo –le digo.
Él murmura un “gracias”. Sigo hacia la lista a ver si hay alguien anotado.
(+)
(+)
–Me prometió que se iba a curar –le grita ella al emergentólogo.
Él observa la escena en silencio.
–Dale, pibe. Tenés que ponerte bien así festejamos –le insiste el hombre del bigote al chico mientras le pasa la mano por la cabeza.
(+)
En medio de su intento de convulsión, el paciente la aleja y se encoje hasta quedar casi en posición fetal en la que se sigue sacudiendo. El hombre se inclina hacia adelante y le acaricia esta vez la espalda. Los movimientos del chico se vuelven feroces. Se arquea hacia (+)
–Les voy a pedir que salgan –pronuncia fuerte el emergentólogo–. Necesito que nos dejen trabajar.
(+)
La mujer sale empapada en lágrimas. El hombre la rodea con el brazo y mira hacia atrás cada dos por tres. El chico sigue sacudiéndose un rato más y, cuando los pasos se sienten lo suficientemente lejos, afloja. Esta vez sí que se orinó encima. Le señalo el pantalón a mi (+)
–Ya sé. Algo pasa, pero te juro que no es una convulsión.
Yo insisto con la tomografía y él me manda a pedirle a la madre los estudios y la medicación que toma el paciente. Mientras recolecto todo, el hombre me pregunta cuándo pueden ver al chico, y cuándo se lo (+)
–Por ahora no –contesta una voz que me sale desde adentro–. Necesita estar solo y descansar.
(+)
–Pero yo necesito verlo –llora la madre.
La noto deshecha y la fuerza que antes me surgió se empieza a derretir.
–Bueno, en cuanto esté un poco mejor, la voy a dejar pasar unos minutos, pero solo usted que es familiar directa –remarco.
(+)
Me tiembla todo, hasta los labios. Lo miro y lo noto casi sonreír. La posición de su boca insolente hace que una gota de sudor chorree por mi nuca y que hasta se me retuerza la panza. No le contesto. Me doy la vuelta y empiezo a caminar con los estudios y medicamentos en (+)
Me alejo temblorosa y voy para donde estaba el chico. No lo encuentro a él ni a la camilla. Me asomo al shock-room y veo al emergentólogo escribiendo. Levanta la vista, me ve y señala al fondo a la izquierda atrás de un biombo. Avanzo y veo al chico en la misma (+)
(+)
–No lo podíamos dejar ahí –me dice el emergentólogo mientras escribe–. Algo no estaba bien, ¿no te parece?
Yo le digo que sí mientras le paso los estudios y reviso los remedios.
–Acá no dice en ningún lado que sea epiléptico. Es todo normal –me informa él.
(+)
Los comprimidos que trae la madre, sin embargo, sí son para el tratamiento de tal enfermedad.
–Los padres quieren pasar –le informo a mi compañero.
Mi voz sale con miedo, tímida, y espera que conteste que no.
(+)
–Si son los padres y él está estable, no se los vamos a poder prohibir por mucho tiempo… –arranca.
Se escucha un chirrido de camilla y al enfermero que dice:
–Tranquilo, pibe. Tranquilo que ya te paso algo.
(+)
Su cabeza se asoma por el final del biombo.
–¿Qué le doy? –pregunta–. Está convulsivando.
Yo lo miro y mis neuronas parecen despertarse.
–Dijo “pibe” –le largo al emergentólogo.
Él me mira con cara de que estoy loca y primero le contesta al enfermero:
(+)
–Nada. Ya se le va a pasar. Son pseudo…
–Tan reales que parecían –acota el enfermero.
–El tipo le dice “pibe” –lo interrumpo.
El emergentógo vuelve su mirada hacia mí.
–¿De qué hablás? No te sigo.
(+)
–Le dice “pibe” y asegura ser el padre. A mí, mi papá no me dice “piba”, ni “nena”, ni “chica”. ¿A vos?
–No. A mí “piba” no me dice nadie –se ríe.
Lo fulmino con la mirada. Casi que lo irradio.
–Está bien, tenés razón, vamos –me larga mientras se levanta de su silla.
(+)
Voy disparada hacia la sala de espera y me paro frente al hombre. Mi compañero me sigue unos pasos más atrás.
–¿Ya lo podemos ver? –pregunta el señor sonriente.
(+)
Sus comisuras demasiado estiradas hacen que se tensen todos los músculos de mi cuerpo. Cierro los ojos y respiro hondo como para juntar fuerzas para encarar el asunto.
–Disculpe. No le pregunté su nombre –escucho de repente.
Es la voz del emergentólogo. Veo que él también(+)
El hombre contesta algo tan vago como “Juan” y yo, con la misma fuerza que tuve en aquel momento mágico de hace unos minutos, le pregunto su apellido.
–¿Para qué quiere saber? –me responde de mal modo.
(+)
–QUEREMOS saber por las visitas –salta mi compañero.
–Usted no me puede prohibir ver a mi hijo –larga el señor ya sin una gota de la amabilidad que hasta recién emanaba.
–No, si es el padre, no. Por eso le preguntamos su apellido –insiste el emergentólogo.
(+)
Yo agradezco su intromisión.
–Él es como si fuera el padre –interrumpe la madre en un grito.
–Entiendo. Pero, solo pueden pasar los familiares directos. Es un tema legal. Espero que sepa respetarlo –le contesta remarcando la palabra legal.
La mujer llora. (+)
Camino al estar nos cruzamos con el técnico de tomografía que seguro viene a picotear nuestras sobras. Entra adelante nuestro y se sienta en mi asiento.
(+)
–No me trajiste a ese que era tan urgente o se moría –me larga con los labios estirados y los ojos que le brillan.
–Disculpame. Te voy a pedir que liberes ese asiento, porque ahí estaba mi compañera y tenemos que armar una historia clínica –lo interrumpe el emergentólogo.
(+
El técnico lo mira, sonríe de forma falsa y se levanta sin permitir que sus labios demuestren el disgusto que estoy segura de que lo inunda. Agarra un plato de plástico, le pone un poco de cada cosa y enfila para la salida.
(+)
–Y respecto al pibe, no te lo llevamos porque se fue para la “B” –agrega el emergentólogo–, pero ya te vas a enterar cuando te llegue la nota por su óbito.
Yo le doy la espalda al técnico, miro a mi compañero con los ojos sumamente abiertos y me agarro la teta izquierda.(+)
El técnico se va de un portazo. Yo largo todo el aire que tenía contenido y le doy un abrazo a mi compañero al que cada día quiero más.
(+)
–¿Quién se murió? –pregunta el jefe.
–Nadie, doc. Duerma tranquilo que, por ahora, no se murió nadie –le responde él jocoso.
Ambos repetimos el gesto de recién.