–Disculpá. Creo que me llamaron y estaba en el baño, pero yo estaba antes –me larga desde sus labios (+)
Tiene rulos castaños que se le vienen encima de unos ojazos verdes, es alto y su cuerpo no está nada mal. “Lástima los labios”, pienso, aunque si me lo encontrara en un bar no dejaría de darle bola por eso solo.
(+)
–No sé. Salí varias veces y no te vi –le contesto esforzándome para mirarle los ojos en lugar de la boca–. Hablá con el orientador para que te anote de nuevo.
–Pero tendría que esperar otra vez cuatro horas. No suena justo eso, ¿no te parece?
(+)
Lo plantea con tanta educación –comparado a lo que estoy acostumbrada– que hasta me siento culpable por hacerlo volver a anotarse, aunque realmente no parece presentar ninguna emergencia.
–¿Cómo es tu apellido? –interrogo.
(+)
Me lo dice y me suena, aunque no recuerdo qué le pasaba y tampoco me parece bien preguntarle delante de la paciente y su padre que aguardan para entrar al consultorio.
–Bueno, no te preocupes que se atiende por orden de prioridad, no por orden de llegada, así que andá a (+)
–Gracias. Muchas gracias –pronuncia y me deja anonadada.
Se corre para dar paso a la paciente y su acompañante y creo que me quedo mirándolo un segundo más de lo necesario. (+)
Él se ríe y vuelve a su asiento. Yo sacudo la cabeza, entro al consultorio detrás de ellos y cierro la puerta.
Los saludo, me presento y le pregunto los datos para anotarla. Responde el hombre. Dice el nombre, apellido y la edad de la chica que resulta ser veintidós años.(+)
Al momento del DNI se lo consulta a ella que me lo dicta con voz quejumbrosa mientras se agarra la panza. En cuanto a la obra social, no tramitó la que le corresponde, así que es como si no tuviera. Arranco el interrogatorio con un “¿Querés contarme que te pasa?”, (+)
–Le duele la panza. ¿No se nota? –se ríe.
–Sí, pero estoy segura de que no es el único síntoma –le digo y la miro a ella.
–Tiene vómitos y fiebre –me larga él nuevamente.
–¿Y cuánto marcó el termómetro?
–Cuarenta –contesta él.
(+)
–¿No le parece mucho? –me río esta vez yo.
Le pongo la mano en la frente a la paciente (perdí mi termómetro y es mi único parámetro hasta que consiga otro prestado.). No resulta ni tibia.
–Y bueno, eso es lo que me contó que tuvo.
La chica no emite sonido.
(+)
–Está bien, después consigo un termómetro y se lo ponemos acá –le respondo y miro a la paciente a los ojos –¿Y los vómitos cómo eran?
–Vómitos –contesta con tono de adolescente maleducada.
(+)
–¿Claro, pero de qué color? ¿Comida, amarillos, verdes, marrones? ¿Tenían mal olor?
–Ay, no sé. Yo ni miré –escupe con el mismo tono que antes y casi que me dan ganas de que vuelva a contestarme él.
–¿Diarrea? ¿Ardor al orinar? ¿Flujo? –indago.
(+)
–¡Ay no! –se horroriza ella–. Nada de eso, ni ahí.
Le pido que se acueste, que se levante la remera y que se desabroche la mini de jean. A él le indico con la mano extendida que espere un momento afuera.
–¿Preferís que me quede, bebita? –le pregunta.
(+)
Yo trato de recordar cómo me decía papá cuando tenía la edad de ella: mi nombre, su diminutivo, variantes de su diminutivo, variantes de mi apellido, algún apodo inventado acerca de alguna cualidad mía no demasiado agradable y no mucho más. La miro a ella. (+)
No parece avergonzarla que la llame así. Yo le habría gritado un “¡Papá!” en forma de reto para luego prohibirle que se dirija a mí de esa forma.
–No, está bien. Andá –le contesta y hace dar vueltas algo en su boca con aire canchero.
(+)
Recién segundos después noto que es un chicle. Dudo entonces de su tan intenso dolor y vómitos y casi que me indigno. Nunca vi a un paciente urgente que viniera mascando chicle. Pienso en preguntarle al respecto, pero solo quiero resolverle lo que sea que le pasa (+)
Cierro la puerta. En realidad, la entorno porque no cierra del todo y, apenas la suelto, se abre a medias nuevamente. La paciente se acuesta y se levanta la remera hasta arriba de las tetas. No lleva corpiño (+)
Le apoyo el estetoscopio en la panza –previo entibiarlo con las manos– y se la ausculto. Tiene unos ruidos interesantes, como si pronto se estuviera por ir por el inodoro.
–¿Segura de que no tenés diarrea? –insisto.
Ella mira la puerta. Ve a su padre parado espiando y (+)
–¿Gases eliminás? –sigo y la voz me sale demasiado fuerte por tener el estetoscopio puesto en las orejas.
–No, qué feo –contesta azorada.
(+)
–Todos eliminamos gases –recalco–, si no saldríamos volando como un globo aerostático.
Me río, más que nada, de la imagen que se forma en mi cabeza. Es el hombre de afuera llevando con un piolín un globo de helio formado por el cuerpo de ella hiperinsuflado, (+)
–Yo no. Nací así –asegura ella.
–Mirá qué bueno –le digo como a los pacientes dementes a los que no hay que llevarles la contra.
Ella sonríe mostrándome su chicle y me dan ganas de meterle la mano enguantada (+)
–¿Cuándo fue la última vez que fuiste de cuerpo? –interrogo.
–No me gusta hablar de esas cosas –sentencia.
–Pero yo necesito saberlo para poder diagnosticarte y tratarte.
La chica mira la puerta otra vez.
(+)
–No me acuerdo –contesta y se nota que miente.
Mi compañera pelirroja entra al consultorio y me pregunta si puede hacer pasar a alguien al lado compartiendo camilla.
–Si, es más, en nada termino con ella y te dejo la camilla entera –le respondo.
(+)
Ella sale a llamar al que sigue en la lista y yo vuelvo a la chica.
–Bueno, tu cuadro no me cierra así que por lo pronto te voy a pedir un análisis de orina y una radiografía de abdomen. ¿Posibilidades de embarazo?
–Nah.
(+)
–¿Nah porque te cuidás con preservativo o pastillas, porque estás menstruando o porque no te gustaría estarlo? –insisto–. ¿Cuándo fue tu fecha de última menstruación?
–Me cuido –dice sin mirar la puerta ni procurar hablar bajo y sigue con su chicle.
(+)
–¿Y tu fecha de última menstruación fue…?
Se queda pensando. Revolea los ojos y finalmente contesta:
–No sé. Pero no estoy embarazada, en serio.
El hombre de la puerta se asoma y vuelve entrar con los ojos sumamente atentos.
(+)
–¿Estás bien, bebita? –le pregunta.
Ella asiente.
–¿Y, doctora? ¿Qué le encontró?
–No estoy segura todavía. Vamos a hacerle un análisis de sangre, uno de orina, y de paso otro de materia fecal –le informo.
(+)
No digo nada de la placa. No se la voy a hacer sin antes corroborar que no esté embarazada, y, para eso, necesito sacarle sangre.
–Le voy a pedir que vaya al laboratorio para que le entreguen lo que necesitamos para la muestra de materia fecal –me dirijo a él.
(+)
–Claro. Por supuesto. ¿Dónde queda?
Le estoy explicando cómo ir cuando la chica nos interrumpe.
–Miren que no tengo ni un poco de ganas de hacer, eh.
–¿De orinar o de ir de cuerpo? –indago.
–Ninguna –contestan ella y su chicle.
(+)
–Entonces le pido que además le compre una botella de agua mineral así se pone a tomarla y al menos logramos tomar la muestra de orina. De paso vemos si la vomita o no, porque, si no tolera el agua, voy a tener que ponerle suero.
(+)
El hombre asiente y sale. La chica lo mira irse y, cuando calcula que ya está lejos, larga un “al fin”.
–Bueno, le voy a decir a la enfermera que te saque sangre –le informo.
(+)
–No. No hace falta –contesta–. Yo sí que me estoy re cagando. No puedo más. Ya fui cuatro veces hoy en mi casa, y en un rato vamos a que me presente a los hijos. Necesito que me la cortes. No puedo ir y garcarles el baño cada dos segundos. No da.
(+)
Mi cerebro termina aturdido. Le quiere preguntar mil cosas, pero no atina a pronunciar ninguna.
–Dale, antes de que vuelva. ¿Me la vas a cortar o no? –su voz me saca del limbo de preguntas.
(+)
–Es que la diarrea es un mecanismo de defensa del cuerpo. No está bueno cortarla, menos si tuviste fiebre.
–Pero no tuve fiebre. Solo le dije eso para que me traiga acá –me retruca–. ¿Con qué la corto entonces? ¿Me podés pinchar con algo así es más rápido?
(+)
Quiero preguntarle si su diarrea tuvo moco, pus o sangre en algún momento, si tiene vómitos de verdad o no y si en serio no recuerda el color de lo que vomita, si se sintió afiebrada y si se puso el termómetro o no, pero más que nada necesito saber qué hace con un tipo (+)
(+)
–No existen inyectables para eso –le explico–. La diarrea se trata con dieta, y cortarla puede ser peligroso. Te puedo recetar unos sobres a lo sumo que tienen bacterias normales del intestino que combaten a las bacterias más malas, pero llevan su tiempo.
(+)
–Bueno, si es lo único que me podés dar, dámelo, pero YA –remarca–. Dale, antes de que venga.
Le hago la receta, se la entrego y le explico cómo tomarlos. Ella mira la puerta una vez más y, por las dudas, pregunta en voz baja:
(+)
–Esto no le puede hacer mal al bebé, ¿no?
–¿Qué bebé? –le pregunto hecha una tarada.
–Es que sí, estoy embarazada, pero todavía no quiero decirle hasta que me hagan la eco y me digan bien las semanas.
(+)
Me quedo muda, otra vez con las neuronas colmadas de preguntas. La miro nomás intrigada sobre si quiere esperar la ecografía por seguridad o para saber de cuánto está y corroborar que él sea el padre. Tiemblo y ruego nunca estar en su lugar.
(+)
–Igual vos shhh –interrumpe mi pensamiento–. Igual no le podés decir por el temita del secreto.
Sonríe. El hombre vuelve con la botella y los frascos para su bebita. Lo miro y le calculo que, como mínimo, pasa los cincuenta seguro. (+)
–Ya está. La doc ya descubrió que era, es una masa –le larga ella.
Se levanta de la camilla, gira hacia mí y me guiña el ojo.
–Gracias por todo, doc –me abraza.
(+)
Yo no le devuelvo el abrazo. Me quedo quieta con los brazos extendidos junto a mi cuerpo, rígida, helada.
–Gracias, doc –me saluda él con un beso apenas ella me suelta.
(+)
Ambos salen. Mi compañera pelirroja –que está interrogando a un anciano que parece tener una diverticulitis– cierra la puerta con traba, me mira y me larga un “What?” de los suyos con los labios –sin emitir sonido alguno– y se mata de risa.
(+)
–Le tendría que haber dicho –se mete el paciente.
–¿Qué cosa? –le pregunto sin entender.
–Al novio. Que está preñada le tendría que haber dicho –aclara.
–Es que no podía. Es secreto médico.
(+)
–Pero a veces los secretos no hay que guardarlos –insiste–. ¿A ese quién lo salva? Porque si no es de él se lo van a adosar igual.
–Bueno, bueno. Dejemos en claro que él decidió meterse con una “bebita” eh –le larga mi compañera–. Que se haga cargo.
(+)
Pienso que estoy de acuerdo. Decidió meterse con alguien mucho menor y tampoco se cuidó bien por lo que entiendo.
–¿Y ustedes qué saben si no lo engatusó? ¿Y si agujereó el profiláctico para preñarse? –sigue el hombre.
(+)
–Entonces él es un tarado que no notó los agujeros en el envoltorio y se merece igual el crío –le larga la pelirroja–. Pero basta de cháchara y déjeme revisarlo.
–Cureles. Las mujeres vienen cada vez más crueles –sentencia el paciente.
(+)
–¿Crueles? Usted no sabe lo que es ser cruel –arranca mi compañera–. Ser cruel es violar a una chica, empalarla y dejarla tirada por ahí. Cruel es no condenar a los que lo hicieron. Eso es cruel.
(+)
El hombre se pone pálido, demasiado. Tengo miedo de que se infarte. La pelirroja sigue con sus ejemplos de crueldad y yo salgo del consultorio antes de que se me revuelva todo por dentro.
Me acerco hacia la lista. Busco a alguien que pueda compartir camilla y encuentro (+)
Lo llamo por el apellido. Nadie contesta ni se acerca. Reitero el llamado y agrego un “A la una, a las dos, y a las …” como le hago a mi ahijado. (+)
El chico de los rulos castaños bien educado se revuelve en su asiento y casi que se levanta para volverse a sentar. Me acerco y le pregunto si es él.
–Es que necesitaría un médico varón –emite por respuesta.
(+)
–Creo que entiendo –le contesto–, el tema es que mis compañeros no sé dónde andan, porque en el último rato ni los vi. Si preferís puedo tratar de encontrarlos, pero si se ocupa el lugar que se hizo para atender, vas a tener que esperar.
(+)
Me mira, mira alrededor y vuelve a mirarme. Parece haber hecho cálculos sobre la gente que hay y la demora posible si no pasa ahora.
–Si los podés llamar, prefiero, si no te es demasiada molestia –me larga finalmente.
(+)
Asiento, cierro la puerta y me fijo por los consultorios a ver si encuentro a alguno: nada. Voy al estar.
–Dale que ya casi comemos –me recibe el emergentólogo.
(+)
–Estoy atendiendo –le contesto–, aunque un paciente necesita a los chicos –agrego mirando al alto que se come un pedazo de palmito y al petiso que está con las papas fritas.
–¿A nosotros? ¿Por qué? –pregunta el primero.
(+)
–Porque tiene algo en su pitulín y sabe que a ustedes les encantan esos–le contesto con saña.
–Qué asco –larga el petiso–. Yo no voy ni mamado. Eso no es para una guardia, además.
–Sí, que vaya al consultorio de uro –agrega el alto.
(+)
–¿A vos te gustaría que se te pudra y se te caiga? Porque para que abra uro faltan dos días. Le debe doler.
–Le pasa por ponerla en cuevas roñosas sin camisinha –se burla el alto.
(+)
–Dale, andá y de paso se la mimás un rato –interrumpe el pediatra de los anteojos cuadrados–, eso sí, vos ponele el forro que parece que él no sabe.
–Ya se van a agarrar algo así ustedes, van a ver –les contesto mientras los señalo haciendo un paneo y salgo del estar.
(+)
Vuelvo a los consultorios y de ahí a la sala de espera. Me acerco al paciente.
–Están ocupados –arranco y me odio por mentir por ellos–. Para mí es un tema médico evaluarte. Me da igual lo que tengas, en serio –agrego.
(+)
Él se levanta resignado y camina lento –como si todavía dudara– hasta el consultorio. Lo hago sentar junto al señor de la cada vez más probable diverticulitis al que ya le pusieron un suero porque resulta que es diabético y tiene el azúcar por las nubes. Le pido sus datos.(+)
(+)
–Decime. ¿Qué te trae por acá? –empiezo.
–Algo que me da bastante vergüenza. Te pido disculpas porque tengas que enfrentarte a esto, en serio –me dice y se lo nota realmente consternado.
Me encantaría que más de mis pacientes fueran tan atentos como él.
(+)
–Una cosita… –sigue–. ¿No habrá un lugar un poco más privado para que hablemos del tema?
–Todos los consultorios están llenos por desgracia –le aclaro.
(+)
Mi mente quisiera explicarle que siempre tenemos el mismo problema, que cada vez que hay que revisar a alguien con una hernia inguinal es un tema, y que casos como los de él más todavía, pero no creo que le vaya a servir de consuelo. En cambio, busco un intento de solución(+)
–Si querés me podés contar en el pasillo –le ofrezco–. Es lo único que se me ocurre.
–Excelente –sonríe–. Sí. Perfecto. Veo que están a tope acá, así que el pasillo va bien.
Lo guío unos pasos hacia afuera del consultorio mientras (+)
–Cuidado que si se arranca la vía por chusma no se la van a recolocar –lo reto.
(+)
La cara se le pone no roja, sino bordó. Yo le guiño el ojo con una sonrisa y cierro la puerta.
–Decime –me dirijo al chico de los rulos.
–Bueno. Pero te pido perdón otra vez antes de comenzar –pronuncia solemne.
(+)
Yo asiento.
–Tranquilo –le largo con un movimiento suave de mi mano en posición vertical–. Está todo bien.
–No. No está todo bien en realidad, si no, no estaría acá. Lo que sucede es que por acá abajo está todo mal –me contesta con voz baja y tímida mientras se señala (+)
–Entiendo, pero voy a necesitar que me expliques un poco más antes de revisarte.
–Yo te explico todo, pero no creo estar listo para que me revise una mujer –remarca mientras su cabeza retrocede unos centímetros.
(+)
–Bueno. Contame a ver qué puedo hacer –insisto sin presionarlo.
–Es que me pica, arde, quema. Sucede todo junto.
–¿Estamos hablando del pene o de los testículos?
–De lo primero –responde con la vista petrificada en el piso.
(+)
–¿Y en qué parte es? –indago.
–Adentro, si es que eso es posible.
Asiento.
–¿Y te arde y todo eso al orinar o todo el tiempo? –prosigo.
–Todo el tiempo, pero al orinar es peor.
–¿Y sale secreción de algún color?
(+)
–Sí, pus creo que sería, pero más verdoso –describe otra vez mirando al suelo–. No puedo creer que esto me esté sucediendo a mí –agrega con los ojos cerrados.
Tiene la mano derecha en torno a la frente, abarcando unos cuantos rulos entre los dedos abiertos hacia su cabeza.(+
–No te mortifiques –trato de calmarlo–. Lo bueno es que tiene tratamiento.
–¿Pero cuán rápido actúa? Porque mi mujer va a querer hacer el amor por Navidad, y yo el dolor me lo puedo aguantar, pero no quisiera contagiarla.
(+)
Lo dice con una racionalidad que me noquea. Toda esa cuestión de hombre educado, pero entre sufrido y vulnerable casi había logrado engañarme. Sus rulos, su sonrisa muy de vez en cuando, su mirada trágica y sus palabras tímidas, pero precisas hasta habían logrado hacerme (+)
Se lo veía demasiado correcto y hasta inteligente como para andar poniéndola por ahí sin cuidarse. Lo de “mi mujer”, entonces, me descolocó. Cayó totalmente fuera de lugar en la imagen que había decidido inventarme. Me acordé incluso de mis amigas que siempre me dicen (+)
(+)
Le miro las manos. No tiene anillo. Me pregunto si se lo habrá sacado para venir, si lo hizo en el auto, en la sala de espera o al entrar al consultorio sin que yo lo notara.
–Pensás que soy una porquería –interrumpe mi pensamiento–. Podés decirlo. Yo también lo pienso.
(+)
–Yo acá solo estoy para tratar una condición médica –le contesto esta vez seca.
–Fue en la despedida de soltero de un amigo. Tomé mucho y no me acuerdo bien. Creí que haberme cuidado –sigue.
Me indigna más aún que su falsa angustia sea porque creyó haberse cuidado y no por(+)
–Está bien. No importa cómo fue. Importa lo que hay y que empieces el tratamiento adecuado –sentencio.
–Claro, sí, por supuesto. Entiendo –casi que se disculpa.
–Necesitaría revisarte para ver si tenés alguna lesión en el pene.
(+)
–No tengo. Lo juro. Me miré bien.
–Claro, pero es difícil que vos mismo te examines ciertas áreas. Además, no sos médico –le explico.
–Lo sé. Igual prefiero que no. Te pido un tratamiento que me salve por ahora, y en cuanto me sea posible voy al urólogo.
(+)
–Está bien, como elijas. Solo que tengo que dejar asentado en el libro de guardia que te negás a ser revisado y voy a necesitar tu firma.
–Sí. Por supuesto. Lo que necesites –sonríe en lo que antes creí que era amabilidad.
Yo sigo seria y su sonrisa se borra de a poco.
(+)
–Vas a tener que tomar ciertos remedios por boca y recibir un inyectable. Después, según tus resultados, el urólogo verá qué más –le explico mientras escribo las recetas.
–Está bien –pronuncia mientras baja la cabeza.
(+)
Lleva la mano derecha al bolsillo trasero de su pantalón y saca la billetera. Extrae algo y hace el intento de entregármelo. Yo no dejo de escribir. Una receta para un remedio, otra para otro y una hoja con todo explicado. (+)
–¿Me podrías hacer por favor las recetas por la prepaga? –me pide tartamudeando en forma parcial.
Recién ahí levanto la vista. Lo que me quería dar era el carnet.
(+)
–¿No era que no tenías? ¿Y por qué no fuiste por tu prepaga? Digo, ya que la tenés y viste que el hospital estaba colapsado –le largo sin poder contenerme.
–Es que no quería que quedara en la historia clínica –confiesa–. Mi mujer viene siempre conmigo (+)
Recién ahí me cierra la presencia de un hombre con su look en el hospital, y también el que viniera solo. No quería dejar rastro alguno.
(+)
Agarro el carnet que me extendió e inspecciono sus datos. Efectivamente me había dado un nombre y apellido falsos.
–Voy a necesitar tu DNI. Me refiero al carnet –aclaro–. Es para que el hospital pueda cobrarle algo a tu prepaga por la atención.
(+)
Él me mira y duda. Como si dármelo lo fuera a volver vulnerable. Yo se lo pido y decido llenar los papeles correspondientes, por un lado, para que al menos su intento por ocultarse sume un 0,00000001% o algo así a nuestros sueldos, y por otro, para incomodarlo, debo confesar+
–Quedate tranquilo que lo que hablamos acá es secreto médico –le afirmo.
Recién ahí vuelve a sacar su billetera y me lo entrega.
Le pido que me espere en el pasillo y voy a sacarles, tanto al DNI como al carnet, las fotocopias necesarias. (+)
Consigo también la planilla para el trámite y la lleno. Hago las recetas –con sus datos verdaderos– en otro pasillo contra la pared. No tengo ni ganas de recibir otra de sus miradas lastimosas que no comparto. Preparo también las recetas sin nombre para su mujer. (+)
Vuelvo y le doy la planilla para que la firme. Le entrego las órdenes y le pido los datos de ella para completarlos.
–Disculpame, pero no comprendo para qué los necesitás –responde y no me los proporciona.
(+)
–Es que ella también tiene que tratarse y estudiarse.
Se me queda mirando. No se pone pálido como pensé. Me mira impune, con cierto brillo en los ojos. Finalmente, se le escapa un cuarto de sonrisa, casi imperceptible, pero que está.
(+)
–Por supuesto. Claro, no me había dado cuenta –contesta.
Me brinda un nombre, apellido y número de DNI que no me cabe duda de que son falsos. Le explico que ambos deben testearse entre otras cosas para Sífilis, Hepatitis y HIV, (+)
(+)
Le entrego todos los papeles y le recalco que, hasta que esté curado, lo ideal sería que no mantenga relaciones sexuales, menos que menos sin preservativo, por el tema del contagio. Me agradece muy educado como cuando ingresó, con ese cuarto de sonrisa que dan ganas de (+)
–Ya casi nos traen la carne del comedor –me informa mi compañero petiso–. ¿Queda mucho afuera?
–Bastante, creo, pero sigue sin haber más que media camilla libre –le respondo y giro hacia la pelirroja (+)
–¿Tu paciente al que sermoneaste se queda, no?
–¿Cuál de todos? –se ríe–. ¿El machista de la “diabetis” y divertículos? –remarca la “I” que el paciente pronunció erróneamente al igual que muchísimos pacientes.
–Ese.
(+)
–Sí. Si lo mando a la casa se come todo y vuelve perforado echándole la culpa a la comida de su mujer.
–Todo es culpa de las mujeres –se mete el pediatra de los anteojos cuadrados–. Asumanlon –se burla extendiendo la “N” final.
(+)
–Claro, como la ETS de mi paciente de recién que cago a la mujer –le contesto irónica–. Seguro que ella lo incitó.
–Y sí. Es obvio que no se lo garchaba lo suficiente –la sigue él.
–Decime que lo mandaste a meterse alcohol por la uretra por favor. Yo hubiera hecho eso –se (+
–Al próximo se lo indico –le respondo mientras me muerdo el labio de abajo–. Lo peor es que estoy segura de que no le va a dar las órdenes para el tratamiento a su esposa. Yo se las hice, pero…
(+)
–¿Cuánto te apuesto a que están el tacho del consultorio? –larga otra vez el pediatra anteojudo.
–No creo. Lo vi salir.
–Bueno. En el de la sala de espera entonces si salió por ahí. O en el de la salida de ambulancias.
(+)
–Yo quiero creer que por lo menos hizo unas cuadras con el auto antes de tirarlas –le digo y me tiembla la voz.
–Querés creer, pero no, chiquita. Estoy seguro. Igual, no te pongas mal. Todavía tenés cierta inocencia. Es casi tierno –se burla.
(+)
Lo miro con odio y me levanto de la mesa.
–¿Vamos a ver qué podemos resolver rápido de lo que queda así comemos en paz? –les propongo a mis compañeros.
–Siempre rompiendo las guindas, Sarmientito –se burla el petiso mientras se levanta también.
(+)
El resto se nos suma. Agarramos la lista. El orientador ya se fue. Salimos, lista en mano, por primera vez los cuatro juntos a la sala de espera. Llamo nombre por nombre. No queda nadie salvo una chica que vomita hace tres días. Menstruó por última vez hace dos meses (+)
(+)
–No hay chance. Casi ni cogimos –responde.
Nosotros nos miramos preguntándonos qué abarcará el casi.
–“Solo la puntita” también embaraza –le larga la pelirroja.
(+)
El alto se aleja y estalla de la risa. El petiso pronuncia por lo bajo un “hija e puta” con la “U” que se extiende en el tiempo. Yo aprieto las muelas para no seguir los pasos del alto.
La chica se va. Ella sí que se puso pálida. En la sala de espera solo quedan (+)
Estamos por volver al estar cuando el petiso nos frena. (+)
–Quiero ver una cosa –nos dice mientras se aleja.
Lo seguimos hasta el tacho. Se asoma.
–¿Esa no es tu letra? –pregunta finalmente dirigiéndose a mí.
Yo me asomo por encima suyo.
(+)
Llego y me siento al lado del emergentólgo. (+)
–¿Qué pasó? –me pregunta señalando mi cara.
Le cuento –de forma resumida– del paciente y de las órdenes.
–No tenés que dejar que te arruinen el día –sentencia–. Mierda hay por todos lados. Acá vemos mucha, pero también cosas buenas.
(+)
Pone su mano sobre mi hombro. Lo aprieta y sigue.
–Vení. Vamos que te voy a levantar el ánimo.
Mi cabeza, por primera vez en mucho tiempo, no imagina nada. En otra circunstancia se hubiera planteado si la propuesta sería indecente y, por las dudas, (+)
–Cerrá los ojos –me ordena en la puerta.
Le hago caso. Me agarra de la mano y me guía.
–Abrilos –escucho.
Le hago caso despacio. Casi con miedo. Veo a un hombre con la cabeza vendada, la cara edematizada, intubado, con lo que parece ser un abdomen abierto y contenido, con(+)
(El abdomen abierto y contenido es cuando se deja abierta la cavidad abdominal tras una cirugía generalmente sucia. Se coloca una bolsa que se sutura a la piel a modo de cierre, pero sin “unir” piel con piel. (+)
Miro al emergentólogo en señal de que no entiendo.
–¿No lo reconocés? –pregunta.
(+)
–Sí. Es él –pronuncia mi compañero mientras me agarra del brazo–. Pero tranquila, no creo que salga. Y si sale, va a ser hecho un zombie y ostomizado para siempre.
Bajo la cabeza lentamente con los ojos cerrados. La vuelvo a su lugar, los abro y me quedo mirándolo.
(+)
El emergentólogo me tironea hacia la puerta en señal de que volvamos. Le digo que vaya yendo, que yo ahí voy.
–Bueno, pero no te pongas peor.
Le hago que no con la cabeza y sigo mirando al hombre. “No se te vaya a ocurrir morirte”, (+)
Camino hasta donde está la chica. La encuentro despierta, con los ojos rojos, los párpados hinchados y sola.
–¿Querés que haga pasar un rato a tu mamá? –le ofrezco.
Ella niega.
(+)
–Me arruinó la vida –larga cuando estoy girando para irme–. Le dijo todo a mi papá y me arruinaron la vida.
A mi cerebro esta vez no le cuesta demasiado suponer algo de lo que pasó.
(+)
–Es tu mamá y quiere lo mejor para vos, te lo aseguro –arranco–. Vos no la viste cómo estaba. Pensó que te morías y nos rogaba a todos que te salváramos.
–Y sí, si es su culpa que no sabe cerrar la boca.
(+)
–Es que hay cosas con las que no se puede –le digo y pienso un poco en el señor de los divertículos.
–Yo no me meto cuando a ella la tirotea el del kiosco de la vuelta. No le dije nunca nada a mi papá ni a nadie. Y ella va y se mete en mis cosas.
(+)
–Se mete porque sos chica y te cuida –trato de explicarle.
–No soy chica. Chica nada. Bien mujer que soy y hace banda –me retruca y otra vez mis músculos se tensan hasta hacerme doler.
–¿Te referís al sexo? –no puedo evitar preguntar.
(+)
–A eso y a todo. Nos amamos hace banda. Montón, montón. Y ahora que él iba a dejar a la re-cornuda de mi tía ella nos descubre y arruina todo.
La chica llora y yo lloro para adentro. Me muerdo para que no salga ni una lágrima, pero sí una voz firme.
(+)
–Eso no es amor. El amor es otra cosa, te lo juro. Eso está mal, solo que por ahora no lo podés ver. Pero te prometo que con el tiempo vas a estar mejor y vas a entender.
–¿Y vos qué sabés del amor? Si estás acá, sola, trabajando, en vez de estar con tu gente. Seguro que (+)
Trato de no hacerle caso a sus palabras. Me obligo a pensar en mi ahijado cuando dice que me ama, en mis amigas y en el resto de mi familia. Aprieto las muelas, la lengua contra los dientes de adelante, y cierro los ojos por un segundo. (+)
–Te deseo que estés bien, en serio –le respondo–. Te prometo que vas a estar bien.
Me alejo. Voy por la puerta del shock room cuando escucho a lo lejos:
–Mejor deseame que me muera. Yo solo quiero eso.
(+)
Es un grito lleno de lágrimas, de rabia, de impotencia. Un grito que conozco y entiendo. Camino veloz hacia la puerta, desesperada por prenderme un pucho. Me encuentro con la madre deshecha como la hija. Le ofrezco uno como antes.
–¿La señora rubia se fue? –indago.
(+)
–¿Mi cuñada? –pregunta sin preguntar–. Creo que está en la sala de espera.
La guío hacia un costado un poco más escondido donde se estacionan las ambulancias.
–¿Cómo está el sorete? –indaga seria.
Se la siente fría, pero sé que está a punto de explotar.
(+)
–No creen que salga, y si lo hace va a ser muy deteriorado –le informo con cierta sensación de justicia mientras rezo para adentro porque sea lo segundo y que se pudra en la cárcel.
Recién ahí se afloja y llora. “Sorete hijo de puta”, grita. Yo la abrazo. Lloro con ella.
(+)
La sostengo hasta que se suelta. Nos secamos las lágrimas, prendemos nuestros cigarrillos y damos la primera pitada. Ella traga el humo. Yo lo largo lento, eterno, con los ojos cerrados. Al final, los abro, y antes de seguir con mi pucho la miro.
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–Su hija va a estar bien, se lo prometo.
(PD: me equivoqué en el número de relato, es 83!)