Ya mero es Día de Muertos, y en estos tiempos crepusculares se antoja aún más pertinente la puesta de altares y ofrendas, los recorridos por el cementerio, las visitas a las criptas.
No porque yo crea que efectivamente nos visitan los difuntos (me parecería una "gracia" divina de total crueldad que se permita a alguien asomarse a este mundo de sentidos como quien lo hace a través de un cristal) sino porque esos ritos son, como todos los otros, para los vivos.
Estas celebraciones brindan un marco muy amigable para asomarse a ese misterio abrumador que es la vida; para irlo midiendo; para quitarle el filo; para consolarnos de a poquito por lo inevitable que anda ahí, afuera, mirando su reloj.
Solemos asociar a la vida con una reunión y a la muerte con una despedida, pero la verdad es que la vida separa y une, y también la muerte. La diferencia es que la vida tiene buena prensa, y la muerte no le invierte mucho a ese tema. Pero nomás eso.
Por eso, entre otras cosas, esta tierra llamada "México", me gusta más que otras: acá la muerte no es una guadaña despiadada y anónima, sino más como una tía severa que te saca del juego "porque ya es hora". Porque así debe ser. Pero te promete otro juego, en otro patio.
En estas tierras llenamos de colores y de aromas, y de sabores y de sonidos, lo que esencialmente es obscuridad y ausencia. Es una elección. Es una querencia. Una muy grata.
Conforme crecemos la muerte pasa de ser algo que ignoramos a algo que luce lejano, a algo que es muy real, a algo que nos roza, a algo que nos toca... y luego, si hay suerte, empieza a convertirse en algo que comprendemos. Estas fechas son idóneas para eso.
Ya hay en mí ausencias que pesan por causa de la muerte. Ya tengo mi panteoncito personal. Y cuando recorro esos rostros ya cristalizados me perturba la ausencia, pero ya no desde la incomprensión del "por qué" sino a través del ejercicio del "para qué".
Son fechas útiles, estas, para quien no teme mirar.
Hay que aprovecharlas. Creo.
Hay que aprovecharlas. Creo.
