–¡Un médico! ¡Un médico urgente! –grita.
(+)
Lo hace hacia el pasillo y hacia el de seguridad, como si yo no estuviera ahí.
–¡Mi nene necesita ayuda! –agrega.
El seguridad me señala. La mujer gira, me mira de la punta de mis crenchas a la uña del dedo gordo (+)
–¡Médico! –arranca.
Le golpeo el hombro y me mira como si mi accionar le molestara. Hago caso omiso a su cara solo por su nene. (+)
–¿La puedo ayudar en algo? –le pregunto mientras pienso que para qué me meto si no soy pediatra.
–¿Usté es enfermera? –contesta.
Respiro hondo y desestimo todo lo que puedo su prejuicio.
(+)
–No, soy médica –le digo y me trago el discurso de que hoy en día la medicina está llena de mujeres, y que hay más médicas que médicos.
Me recorre otra vez con la mirada, como evaluándome. No me agrada el gesto.
(+)
Estoy a punto de irme a llamar a mi amiga cuando me acuerdo de que al hijo de la señora le pasa algo que la hizo entrar a los gritos con los pelos parados, así que puede que sea algo grave.
(+)
–¿Dijo que le pasa algo a su nene? –le pregunto mientras me cargo de paciencia por si es una gripe desde hace tres días o un forúnculo que no quiere reventar.
–Sí. Lo tienen que salvar –responde y mira por encima de mis hombros para el pasillo como buscando a alguien más.(+)
–¿Qué le pasa? –indago ignorando su evidente falta de confianza en mi persona–. ¿Y dónde está?
–Es grave. Muy, muy feo –arranca y llora.
Señala hacia afuera, hacia la calle.
–¿Lo pisó un auto? ¿Chocó? –pregunto mientras me asomo en busca del siniestro.
(+)
Ella niega y sigue llorando.
–Necesito que me explique para poder ayudarla –insisto.
–Está en el taxi. Necesita silla de ruedas –pronuncia finalmente secándose los mocos.
Hago un paneo con mi cabeza: no hay ninguna. Llamo al teléfono de camilleros. No atienden. (+)
Me acuerdo de que la línea no funciona. Le pido a la mujer que me espere y corro a buscar uno. Mientras me alejo escucho que vuelve a gritar por un médico. Yo sigo mi camino.
Llego y golpeo la puerta con las dos manos. Me abre el copado con el mate.
(+)
–¿Qué pasa, doc? –indaga mientras me ofrece uno.
Niego con la cabeza a pesar de que me encantaría tomarme unos cuantos.
–Parece que hay uno grave en un taxi.
–La reputísima madre –escucho que murmura su compañero desde adentro.
(+)
Asumo que interrumpí el truco. Levanto los hombros en señal de disculpas.
–Vamos –me contesta el copado sin cambiar su buena cara.
–Dale, gordo, vení por si heavy. Después la seguimos –le dice al compañero que corre la silla de mala gana.
(+)
–Nos va a tener que regalar unos viagras por esto –me larga el mala onda y se ríe mientras apaga el cigarrillo.
Pienso en las ganas de pedirle una pitada antes de que lo haga y se me van apenas veo sus labios gordos sobrepoblados de baba. Opto, en cambio, por gastarlo:
(+)
–Qué bueno que hables sin tapujos de tus problemas sexuales –le digo y enseguida añado mi sonrisa falsa para que haga de buffer.
Abre grandes los ojos. No sabe si pegarme o reírse él también, aunque creo que está más cerca de lo último.
(+)
Su compañero aprieta los labrios para adentro en un intento de contener la risa. Sabe que si la larga la cosa puede explotar feo.
–Dale, trato de conseguirte –le miento al mala onda antes de que me mate.
Reitero la sonrisa y le hago señas al copado para que nos apuremos. (+)
(+)
–Voy a ver si consigo otra –dice mientras le cede el mando de ésta a su compañero y le hace señas para que vaya conmigo.
No sé si agradecerle o rogar que inviertan los roles.
Me acuerdo del nene de la urgencia y apuro el paso, seguida por el mala onda (+)
Llegamos a la entrada. La mujer de los pirinchos está empapada en transpiración.
–¿Por qué tardaron tanto? –arremete–. ¿No entienden lo que es una urgencia?
Estoy segura de que no pasaron más de cinco minutos, así que ni me gasto (+)
–¿Dónde está su hijo? –le pregunto refiriéndome al taxi que lo contiene.
La mujer guía al camillero y yo aprovecho para intentar hacer lugar donde atenderlo. Está todo lleno, hasta la camilla que usamos para suturar en la que hay un detenido (+)
Veo que hay un policía con él y le pregunto qué le pasó.
–Me quiso pegar una piña y terminó en el piso –contesta–. ¿Falta mucho para que lo cosan?
–¿Pero qué se lastimó?
(+)
–La pierna y la mano. El médico que lo vio en la comisaría dijo que es para puntos.
Me acerco. Está vendado y no chorrea sangre.
–Ahora viene una urgencia, así que va a tener que esperar –le informo.
–¿Pero cuánto más o menos? Porque nos va a venir a buscar el móvil.
(+)
–Entiendo, pero usted puede llamar al móvil y pedirle que venga más tarde. Yo no puedo decirle al de la urgencia que espere y no se muera, que primero suturo una pierna y una mano y después lo veo, ¿me entiende?
Levanta las cejas y revolea los ojos. (+)
–Le voy a pedir que esperen en las sillas del pasillo. Necesito la camilla para la urgencia –añado ante su falta de respuesta.
–¿Usted siempre es así? –se mete el detenido.
–¿Así cómo?
(+)
–Así de mandona. No va a conseguir marido así.
El policía le festeja la ocurrencia.
–¿Y quién te dijo que quiero uno? Mirá si me toca uno como vos –le largo y pienso en que un día uno me va a meter una piña.
(+)
–Uno como yo te hace falta para aprender a rescatarte, guacha –me contesta sin pronunciar la S del “rescatarte”.
El oficial sigue con su sonrisa y yo le señalo primero las esposas y después las sillas del pasillo.
(+)
Aparece el de seguridad y me alegro de que no haya llegado antes; seguro que se sumaba a las risas.
–La busca el camillero, doctora. Dice que es urgente.
Lo sigo. Giro la cabeza y veo que el policía ni amaga a mover a su detenido.
(+)
–Necesito esa camilla –le grito mientras camino hacia la entrada.
No espero a ver si me hace caso.
Llego a la puerta. Están la mujer y el camillero copado discutiendo. Ni señales del hijo.
–Usté lo tiene que traer –le grita la mujer al pobre hombre.
Él me mira.
(+)
Él me mira.
–Es que no es para acá. Yo le dije a dónde lo tiene que llevar, pero no quiere.
El mala onda observa todo desde el costado con la boca torcida. No parece estar de acuerdo con su compañero o con la situación; él es más de traer la bomba que sea, depositarla y huir+
–¿Pero qué es lo que tiene? –les pregunto en simultáneo al camillero copado y a la mujer de los pirinchos.
–Es el ojo –contesta él.
–¡Y el cerebro! –añade ella.
(+)
–El ojo nada más –asegura el camillero pese a las miradas furtivas de su compañero que lo instan a no meterse más.
–¿Y usté qué sabe si es un burro que ni terminó la primaria? –le larga la mujer.
Le quiero gritar que no tiene ni idea de lo que está hablando, (+)
(+)
–Este burro, señora, está tratando de salvarle el ojo a su hijo que usted parece que quiere que pierda –le contesta–. Igualmente, él no tiene ningún problema de movilidad y (+)
La mujer separa los labios. Él la frena como me hizo a mí antes.
–Así que como no es necesario ningún camillero, nosotros nos retiramos.
(+)
Agita en el aire junto a su cabeza –de atrás hacia adelante–, su mano derecha con los dedos apenas encorvados hacia la palma que mira hacia el frente. El brazo correspondiente acompaña el movimiento. El gesto va dirigido a su compañero que lo entiende y lo sigue.
(+)
–¿Cómo los deja irse así usté? –me escupe la mujer–. ¿No ve que mi hijo está grave?
(+)
–Es que acá no tenemos oftalmólogo de guardia, señora. No creo que yo pueda ayudar mucho a su hijo. Además, si tiene algo en el ojo nomás, no necesita camillero.
–¡Usté es una incompetente! –me grita desde bien adentro.
(+)
Un par de gotas de su saliva aterrizan en mi frente y recién ahí caigo en lo alta que es. Mis ojos se cierran por reflejo.
–No le puede hablar así a la doctora –escucho que dice una voz masculina.
(+)
Los abro y busco una gasa en los bolsillos del ambo para limpiarme. No encuentro ninguna. Lo hago con la manga del sweater que uso cuando me mata el aire acondicionado; no lo lavo hace tres guardias y ya le toca. (+)
Veo que el único hombre alrededor es el de seguridad de la entrada. Lo miro algo incrédula y bajo la cabeza en señal de agradecimiento por haberme defendido por primera vez en los aproximadamente cinco años que calculo que hace que trabaja en el hospital. Él sonríe orgulloso+
–Yo le hablo como se merece, porque ni siquiera lo vio y ya me está echando. Eso porque se quiere ir a dormir, pero no, porque es abandono de persona, y yo la voy a denunciar por todos los canales de la tele –arremete la mujer.
Levanto la mano como hizo antes el camillero.(+)
–Mire señora, yo de ojos no sé nada y creo que lo mejor para su hijo es que lo lleve a un hospital que se dedique a eso. Igual, si insiste en que lo revise, dígale que venga, que acá no se abandona a nadie, aunque tampoco se hace magia –la interrumpo.
(+)
–Yo mientras se decide voy a estar haciendo una sutura, cualquier cosa él le indica dónde –agrego señalando al de seguridad–, pero solo si se calma y nos habla bien.
Giro y la dejo con la respuesta atragantada. Pienso en los minutos que pasaron y espero que ese ojo (+)
–¿Y la urgencia, doctora? –arranca el oficial con una sonrisa.
Quisiera volársela con alguna respuesta inteligente pero mis neuronas a esta hora ya no coordinan. (+)
–¿No tienen enfermeros ustedes? –protesta el oficial.
(+)
–Son pocos para mucho trabajo y me pareció que usted estaba apurado, pero si le molesta ayudarme puedo ir a buscar uno –le contesto lista para ir a atender a algún paciente que realmente sea urgente y dejarlo esperando lo que sea necesario.
(+)
–No, para nada, no me malentienda, solo que cada uno tiene que hacer su trabajo –responde.
Me dan ganas de contestarle que eso se lo tiene que decir al jefe y que por favor haga una nota acerca de lo cortos que estamos de personal, (+)
que yo chocha con tener un enfermero al lado mío tirándole suero al raspón del detenido, pero que considero que es más importante que estén poniéndole una vía a algún infartado o a alguien que haya que operar. Otra vez me muerdo la lengua, porque sé que no va a hacer (+)
–Porque los enfermeros no vienen a detener delincuentes conmigo, ¿sabe? –sigue.
Yo le saco el suero de las manos una vez que considero listo el lavado, (+)
(+)
–Ahí lo traje –me informa con cara de que espera que deje ya mismo lo que estoy haciendo y lo vaya a ver.
–Bueno. Me va a tener que esperar un ratito –le contesto mostrándole la venda a medio salir de la pierna del detenido.
(+)
–Pero lo de mi hijo es mucho más importante. Tiene que darle prioridá –insiste–, ¿no ve que puede perder el ojo y terminar con el cerebro podrido?
Pienso en el camillero que aseguró que solo era el ojo. Confío en él más que en muchos colegas, (+)
Cruzo la puerta y casi me desmayo.
(+)
–¿Vio que era una urgencia? –me larga la mujer mientras lo señala.
No es un nene, tendrá veintipocos, y no entiendo cómo no está en un grito de dolor. (+)
Tiene el párpado semicerrado y una aguja que lo atraviesa. El otro ojo también lo cierra bastante, pero me parece que es para que no se trate de abrir el lesionado.
–¿Hace cuánto pasó esto? –le pregunto al “nene” y evito dirigirme a su madre.
(+)
Él abre la boca y emana tremendo vaho a alcohol berreta.
–No sé cuánto se demoró usté con el chistecito de la silla de ruedas así que no puedo calcular –se mete ella.
–Estabas viendo ese programa mierda así que sabés bien la hora –la interrumpe el hijo. (+)
–A usté nadie le dijo que hable –le ladra ella.
(+)
–Yo hablo todo lo que quiero porque vos sos la loca de mierda que me hizo esto –le responde él tambaleándose mientras señala la aguja clavada en su ojo y gira hacia mí–. ¿Tienen psiquiatra acá? ¿Y calmantes? Necesitamos los dos.
(+)
–Los calmantes son para mí –aclara el hijo y se señala el pecho para después mostrarme de nuevo el ojo–. Aunque a ella también le vendrían bien, pero unos que la dopen para siempre –se ríe.
Tiene los dientes amarillentos al igual que las uñas.
(+)
Yo no entiendo cómo puede estar riéndose. Tiene una aguja bastante larga clavada en el ojo y se ríe como si estuviera tomando una cerveza con amigos. Me hace acordar al borracho con medio cuero cabelludo desprendido que cantaba algo de La Renga mientras lo suturaba.
(+)
–Usté cállese drogadicto de porquería que ya me va a agradecer por preocuparme y querer cuidarlo –le grita la madre con la mano en alto.
Parece mi abuela cuando dije mi primera mala palabra delante de ella.
(+)
Acerca su índice extendido a su cabeza para hacer el gesto de locura y yo lo freno por miedo a que se pase de largo y empuje la aguja.
–Eso fue su culpa, no mía. Yo solo estaba tirando esa droga que usté no entiende lo mal que le hace –grita ella ahora entre llanto.
(+)
Uno de los enfermeros se asoma a ver qué pasa, ve el ojo con la aguja, a la mujer y al chico que gritan y se esconde.
Levanto ambas manos, una hacia el hijo y otra hacia la madre.
(+)
–Basta –alzo la voz mucho menos de lo que debería–. Necesitan ir a una guardia de oftalmología AHORA MISMO –sentencio.
–¿Pero no le va a estudiar el cerebro? –insiste la madre–. Tiene que mirárselo no vaya a ser se le haga una pus ahí adentro.
(+)
Miro la aguja. Es de crochet y tiene, según mis cálculos, un centímetro como mucho adentro del ojo.
–Es imposible que esa aguja haya llegado al cerebro, señora –le explico e insisto con que lo lleve a una guardia de oftalmo.
(+)
No la noto convencida.
–¿Por qué no le hace una tomografía así la deja tranquila? –se mete el policía.
–Porque no la necesita –le gruño.
–Eso. Hágale una. ¿Usté qué sabe si la aguja no se le clavó adentro y lo está infectando?
(+)
–Es que no es una aguja de tejer, señora. Y hacerle una tomografía sería perder tiempo valioso para el ojo de su hijo.
–Ya la escuchaste, vieja. Yo me tomo el palo –amaga a irse el hijo.
(+)
–Usté va a hacer lo que yo le digo o le pido al oficial que lo arreste por drogadicto –grita la madre.
El policía baja la vista hacia su celular.
En eso aparece mi compañero.
(+)
–¿Te falta mucho acá? Están por tirar la puerta abajo en los consultorios –arranca sin haber visto al chico con la aguja.
Doy un paso atrás y se lo muestro.
–Amigo –larga estirando la A–, ¿cómo te hiciste eso?
(+)
Le hago señas para que no se meta ahí.
–La loca de mierda de mi vieja me quiso dejar tuerto –contesta el “nene”.
Esta vez la madre le pega un cachetazo y por poco no le entierra más la aguja.
(+)
–Espere, espere, por favor, señora, violencia acá no –le dice mi compañero con toda la calma del mundo a la mujer de los pirinchos.
–Es que es la droga, doctor, la droga le hizo esto, y la señora acá no le quiere hacer una tomografía para ver que no le infecte el cerebro.(+)
“Doctora”, pienso, pero me callo por enésima vez en lo que va de la noche.
–Es que eso es imposible con este tipo de aguja. No entró tanto, creamé –le explica mi compañero–. Confíe en mí y llévelo a Lagleyze antes de que pierda el ojo.
(+)
–¿Usté está seguro, doctor? –interroga la mujer casi convencida.
Yo la miro incrédula.
–Seguro, madre. Es lo mejor para su bebé –la endulza él.
La mujer lo abraza. Y apenas lo suelta añade:
–Nos llevan en la ambulancia, ¿no?
(+)
Mi compañero me mira. No piensa hacerse cargo de ese tema.
–Es que las ambulancias de acá no hacen traslados –arranco yo– y hasta que llegue una para hacerlo, perderían mucho tiempo valioso.
(+)
–O sea que usté me dice que mi hijo no vale una ambulancia –ataca la mujer que interpretó lo que tuvo ganas.
–¿Por qué no la lleva tu compañero en una ambulancia de acá? –se mete el policía.
(+)
–Mi compañero no hace ambulancia, tendría que ir yo, y si quiere que lo lleve me va a tener que prestar el patrullero porque no tengo ambulancia en la que llevarlo –le gruño–. De paso me espera que a la vuelta suturo a su detenido, porque mi compañero tampoco sutura –le (+)
El policía se hace el boludo y mira otra vez su celular.
–Entonces, ¿quién nos lleva? –presiona la mujer.(+)
–Como ya le expliqué que las ambulancias de acá no hacen traslados, imagínese que si lo hicieran no podrían responder a las emergencias para las que están –intento razonar con ella –. Lo mejor sería que lo suba ya mismo a un taxi como lo trajo,(+)
–¿Y quién me lo va a pagar? ¿Usté?
El hijo resopla. La madre casi que lo abofetea de nuevo. Acerco la mano al bolsillo del pantalón de mi ambo. Mi compañero me frena con la mano. (+)
–Tome, madre –le dice con una sonrisa mientras se lo entrega.
(+)
La mujer lo abraza de nuevo y arrastra a su hijo hacia la entrada.
Yo vuelvo hacia el detenido y su venda. El oficial sigue concentrado en su celular. Por la puerta se asoma mi amiga de las cuatro llamadas perdidas. (+)
Tiene un ojo bastante rojo y no deja de refregárselo.
–Necesito tu ayuda –casi me llora.
Me trago el grito de “NO SOY OFTALMÓLGA” que tengo ganas de largar desde hace un rato y le digo que en unos minutos estoy. (+)
–Me debés doscientos cincuenta mangos –me larga.
Se va antes de que pueda contestarle que ese taxi no salía ni la mitad, que está loco y que la próxima se haga el héroe con un (+)
Meto aire hondo. Me dan tremendas ganas de prenderme un pucho (+)