–¿Y los médicos dónde están? ¡Necesitamos un médico urgente! –escupe con furia una voz de mujer de unos sesenta y algo.
Me pregunto cuándo fue la última vez que escuché algo del estilo.
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–Más le vale que eso no sea vino porque la denuncio –grita.
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–Es orina –le contesto–. Mía. Si quiere puede probarla –le ofrezco mientras pienso en el asco que me da mi media húmeda.
La mujer –morocha de cara tan redonda como sus rulos– retrocede otro paso.
–Mal educada –murmura.
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Me dan ganas de gritarle que la única mal educada acá es ella que me hizo volcarme pis en la media, pero decido evitarme la pelea.
–¿Vino por una urgencia? –le pregunto en cambio.
–Sí, pero ustedes no se dignan a atender.
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–Voy a tomar la muestra de esto y ya la atiendo –le contesto señalando el pseudo-frasco a medio volcar–. No se preocupe.
–Apúrese que por su meada mi hijo se puede morir –me larga de mal modo.
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Voy para el office de enfermería, saco una jeringa y peleo por abrir el envase con una sola mano para terminar ayudándome con la boca. Al dar el tirón, otro poco de orina me baña el índice izquierdo. Lo muevo en un intento de sacudida (+)
Lo hago tan acelerada pensando en la señora ruluda de los malos modos y en cuál será su urgencia que no veo que alguien se me cruza en el camino. Tiene una remera a rayas azules y blancas que terminan bañadas por parte de mi orina (el resto termina en mi ambo). (+)
–No te preocupes que es vino –le dice una voz que identifico como la de la mujer ruluda al propietario de la remera que acabo de manchar–. Te va a venir bien para tu panza –agrega.
Levanto la vista. (+)
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–¿A dónde va? –arremete la mujer–. ¿No ve que es una urgencia?
El hijo remarca la cara de dolor.
–No sería apropiado revisarlo con las manos llenas de vino –le contesto irónica.
–Yo sabía… –se embala la madre.
Ni me gasto en contradecirla.
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–Cuatro días –contesta y ante mi mirada de odio aclara–, yo no quería venir, pero mamá insistió que no fuera a ser el apéndice.
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–Entiendo –arranco yo esta vez–. El tema es que un dolor desde hace cuatro días es medio raro que sea el apéndice, y además hay gente antes que vos con urgencias en serio en la lista, porque a vos se te ve bastante bien.
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–Levantate la remera por favor –le indico.
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La sube apenas hasta su ombligo.
–Necesito que la levantes bastante más –remarco.
Se la levantaría yo misma si no fuera por la orina. Él la sube apenas unos centímetros. Lo miro con cara de que no alcanza y me quedo a un costado a la espera. (+)
Le hago señas para que retroceda y apoyo el estetoscopio en la panza de su hijo. (+)
Volvemos los tres al pasillo.
–¿Tuviste fiebre? –le pregunto al hombre.
–Sí –se mete la madre.
–¿Cuánto marcó el termómetro? –indago dirigiéndome a él.
Mira el piso.
–Casi cuarenta –contesta ella.
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Él no levanta la vista. Estoy segura de que es mentira.
–¿Vómitos? ¿Diarrea? ¿Ardor al hacer orinar? –sigo.
–Todo menos lo último –murmura él.
–¿Y tomaste algo para el dolor o la fiebre?
–Unas pastillas que me dio mamá.
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Miro a la mujer con cara de “eso no se hace” e interrogo qué fue lo que le administró.
–Sert@l, Busc@apina, bastante ibu y una nov@lgina –sentencia orgullosa.
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–Claro –contesto–. El tema es que con todo lo que tomó, yo ahora no le encuentro nada en la panza. Va a tener que ir para su casa, no tomar ningún remedio, hacer una dieta que ya mismo le escribo y volver si empeora o agrega algún otro síntoma.
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La mujer mujer niega con la cabeza reiteradas veces, se muerde el labio de abajo, se seca la frente ahora transpirada y me mira con odio.
–¿Ni un antibiótico le piensa dar? –me larga con la voz demasiado alta para mi gusto.
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–No lo necesita. Por ahora tiene una gastroenteritis nomás y se va a curar con los días y la dieta.
–Pero mi vecina tuvo gastroenteritis y le dieron antibiótico –insiste.
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–Debe haber tenido moco, pus o sangre en la materia fecal –le explico mientras le regalo mi sonrisa falsa e irradio ganas de que se vaya de una buena vez para poder enjuagarme la parte piyada del ambo, sacarme las medias y lavarme los pies.
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–Pero él también tuvo sangre –contraataca.
–Eso no lo sabía –respondo.
–Usted tampoco le preguntó.
No le digo nada porque sé que tiene razón. Es algo que los pacientes suelen referir de entrada, pero igualmente siempre lo pregunto.
–¿Mucha sangre? –indago.
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–Un montonazo –asegura ella.
–¿Con o sin coágulos?
–Con. Otro montonazo –sigue.
–Bueno –arranco con cierta vergüenza hasta que noto que el hijo mira al piso otra vez.
La madre tiene la cara poblada con una sonrisa demasiado triunfal. (+)
–Si fue tanta la sangre voy a pedirle a los chicos de cirugía que bajen –sentencio.
Ella asiente satisfecha, contenta de que su hijo vaya a recibir toda la atención que considera que amerita.
–¿Cirugía? –pregunta él con miedo.
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–Sí. Ellos son los que hacen los tactos rectales –le respondo mientras levanto mi índice derecho en posición erecta y lo muevo hacia arriba.
–Pero a mí me duele la panza nomás –trata de zafarse.
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–Pero si fuiste con tanta sangre y tanto coágulo, y encima tuviste fiebre... lo amerita.
Lo veo girar la cabeza hacia su madre que ahora mira al piso.
–No te preocupes que ya mismo les mando un mensaje y bajan –sigo.
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–No va a hacer falta –me interrumpe–. No fui con sangre. Tampoco tuve fiebre.
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–Entiendo –le contesto–. No está bueno mentir en la guardia –agrego mirando a la madre que no se da por aludida–, un día va a terminar operado por algo que no tiene.
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Ella sacude los rulos ofendida, agarra al hijo de la remera y lo arrastra hacia la salida. Yo no me puedo contener.
–Le sugiero que se lave bien las manos –le largo y ella sigue sin mirarme–. Y también lave bien la remera– insisto.
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Recién ahí se gira y me mira a los ojos.
–En la guardia no se toma vino –agrego.
Le regalo mi mejor sonrisa falsa y me olvido de mi ambo y media piyados.