–Ayúdeme por favor –pronuncia la mujer morocha en lo que es una mezcla de ruego y demanda que no va a aceptar un “tiene que esperar su turno” como respuesta.(+)
Observo a la chica con detenimiento. (+)
–¿Qué le pasó? –indago.
–Tuvo una convulsión –responde la amiga más morocha que, por la similitud física, parece ser hija de la señora.
También tiene las pupilas bastante grandes, aunque ahora la paciente es la rubia.
(+)
–¿Es epiléptica? –les pregunto.
Niegan todas al unísono y la hija de la mujer añade:
–De chica tenía convulsiones, pero ya no. Hace unos años que le sacaron la medicación.
–Entiendo. ¿Y cómo fue el momento de la convulsión? ¿Qué le pasó?
(+)
–Se ve que se le aflojaron las piernas, porque se cayó al piso. Ahí se empezó a sacudir. Le salía espuma por la boca y tenía los ojos para atrás –responde.
(+)
–¿Y qué estaban haciendo antes de que empezara? ¿Estaban en algún boliche con luces de esas que titilan o algo así? –profundizo pensando en mi compañero de colegio epiléptico que no podía venir a bailar por si había de esas luces.
(+)
–Para nada. Estaban pintándose las uñas y leyendo revistas de chicas en mi casa –contesta la mujer.
Tres de las cuatro amigas me muestran sus uñas inmaculadas –con glitter, estrellas y dibujos– de esas que yo jamás supe lucir.
(+)
–¿Solo eso? ¿No estaban tomando nada? –le pregunto directamente la hija de la mujer.
–Unas cervezas, pero ni habíamos tomado mucho –aclara con demasiada rapidez.
La madre asiente como corroborando el relato y yo recién ahí caigo en el vaho etílico que rodea al grupo.
(+)
Abro mis fosas nasales para identificar cuál de las cuatro adolescentes emana más de dicho aroma por sus poros o si lo hacen todos por igual. Creo que es lo último. El aliento lo presentan las cuatro, y la madre no se queda atrás.
(+)
–¿Consumió algo? –interpelo a la amiga morocha de las pupilas dilatadas.
–Solo alcohol.
–¿Seguro?
–Sí. Estuve con ella todo el tiempo.
(+)
Ahí en el pasillo, a falta de lugar, interrogo a la rubia a la que espero que no le digan pochoclo. Sabe su nombre, su apellido, su edad y los nombres de las amigas. Le pifia a la fecha exacta, pero sabe en qué mes y año vive y donde está. (+)
–No se preocupen. En cuanto consiga lugar voy a ponerle medicación para que no convulsive de nuevo. Igual, si ya tuvo convulsiones, no es tan raro que hayan vuelto a aparecer –me dirijo a todas (+)
La paciente asiente y agradece demasiado. No sé bien si por borracha o por su estado postictal. (+)
La madre de la amiga me avisa que se comunicó con los padres de la rubia y que están en camino, pero que tienen dos horas de viaje. (+)
–Por favor, hasta que lleguen, cualquier cosa que encuentre me informa mí –pide y en realidad exige, casi segura de que voy a asentir.
(+)
–El tema es que la paciente es mayor de edad y está lúcida, así que lo que sea que llegara a encontrar sólo podría informárselo a ella –le respondo–. Es secreto médico, usted entenderá.
(+)
–Yo solo entiendo que por más que sean mayores, siguen siendo nenas, y acá yo soy la adulta a cargo –me contesta de mal modo y reafirma mi creencia de que su pedido nunca fue tal, sino que era una orden camuflada.
(+)
–Comprendo su punto de vista, se lo aseguro, pero no puedo romper la ley porque la paciente no sea “tan mayor de edad” –me defiendo.
No le gusta nada. Pone cara de pocos amigos, sale del consultorio y habla por teléfono.
(+)
–Seguro va a querer quedarse mi mamá –me informa la chica morocha.
Sus amigas van saliendo y ella mira hacia el pasillo buscándola. (+)
La ve hablando por teléfono y exhala.
–Necesito que hablemos rápido. Escuché lo del secreto –arranca.
–¿Cómo?
–Lo de que no podés decirle a los viejos lo que le pasa porque es secreto y violarías la ley.
(+)
–Ah, sí, es secreto médico.
–Y si yo te cuento algo, ¿también es secreto médico? –pregunta mientras mira constantemente hacia la puerta.
Ahora más que desconfiada la noto angustiada.
(+)
–¿Algo sobre vos o sobre tu amiga? –consulto todavía sin saber a dónde va esto.
Me pregunto si me va a revelar que son pareja o si me va a pedir consejos sobre alguna enfermedad de transmisión sexual que se agarró.
(+)
–Sobre ella. Sobre las dos en realidad, aunque más sobre ella –aclara.
–Sobre ella es secreto médico porque es mi paciente. Y si me contás algo sobre vos, tampoco diría nada, aunque no lo seas –intento tranquilizarla.
–¿Me lo prometés? –insiste solemne.
(+)
–Sí, lo prometo –respondo de igual modo–. ¿Querés contarme qué está pasando?
–Pasa que no quiero que mi mamá se entere, porque no me va a dejar juntarme más con ella. Con ella ni con nadie. Me va a encerrar para siempre –explica y agrega–. Mamá está muy loca.
(+)
Recuerdo las veces que pensé lo mismo sobre la mía, y cuántas de ellas, años después, considero que fueron injustas. Me acuerdo de cuando volví del colegio y encontré todo el contenido de mi placard arriba de la cama, con mi vieja parada en la puerta de mi habitación (+)
(+)
Me río y vuelvo a la amiga del paciente que debe creer que mi risa es de complicidad porque me devuelve la sonrisa.
–Yo ya te prometí que no digo nada –le reafirmo–, pero todavía no entiendo de qué estamos hablando.
(+)
Mira otra vez hacia la madre que sigue insultando por teléfono y me larga:
–Hablamos de que tenías razón y que sí consumió algo.
–Me lo imaginé, por eso pregunté.
–Ya sé. Pero con mi vieja ahí no podía decir nada.
(+)
Muevo la cabeza firme hacia abajo en señal de que entiendo e indago acerca de lo que consumió.
–Cocaína –contesta–. Pero temprano, al principio de la noche, y media pastilla que le dio el hermano que no sé qué era. Igual no creo que las convulsiones sean por eso porque (+)
yo tomé lo mismo y no me pasó nada.
–El tema es que su cerebro funciona distinto –le explico–, ella ya tenía una base por la que hacía convulsiones, y no está bueno que consuma ninguna de esas cosas.
(+)
Subrayo el ninguna y espero que se asuste lo suficiente como para que esto no se repita.
–Bueno, yo le voy a decir que no lo hagamos más, pero vos por favor no le digas a mi vieja ni a los de ella –ruega y se pone blanca al ver a su madre que cortó el celular (+)
–No digo nada, quedamos en eso –intento calmarla–, pero basta, ya fue suficiente.
Hace que sí con la cabeza y se va hacia la puerta que da a la sala de espera. Está a punto de salir cuando gira otra vez hacia mí (+)
–Además, cree que puede estar embarazada –agrega y sale a los piques.
Me deja rebalsando de preguntas y de retos que no me queda otra que guardarme porque justo llega la madre a cargo. Ve a la amiga de su hija acostada (+)
–Gracias por haberle hecho lugar –me larga y, por su cara, casi que se arrepiente.
Se sienta en la punta libre de la camilla y yo huyo antes de que me interrogue respecto a mis hallazgos.
(+)
Busco al cardiólogo y le ofrezco comprarle un paquete de papas fritas y una coca a cambio de que le haga él el electrocardiograma a la paciente; no quiero ni acercarme a la mujer.
–¿Pero le duele el pecho? –empieza.
(+)
–No, pero está bastante borracha y tal vez por eso ni nos lo puede decir. Además, consumió cocaína y pastillas –remarco.
–Igual si no le duele… –contesta.
Sé que lo más probable es que él tenga razón y no vaya a salir nada, pero necesito quedarme tranquila (+)
–Papas, coca y un alfajor –lo soborno.
Sonríe.
–Papas, coca, un alfajor y un paquete de chicles –se aprovecha.
Me muerdo el labio de abajo, sacudo la cabeza para los costados con una sonrisa en señal de que sé que un electro no vale tanto, (+)
Voy para el kiosco de enfrente y me prendo un pucho mientras pienso en cómo cambiaron las cosas: : yo a la edad de esas chicas ni había probado el porro y apenas me había besado(+
El kiosquero me saca de mi trance y me pregunta qué voy a llevar. Le pido todo lo que quedé con el cardiólogo y veo que no me alcanza la plata. (+)
(+)
Termino mi cigarrillo en la entrada de ambulancias y veo cómo el de seguridad deja pasar a cinco personas para la guardia. No me da el cerebro para quejarme.
Vuelvo a los consultorios. Mi compañero sutura borracho tras borracho; no lo envidio.
(+)
Cuando termino con ella, me asomo al consultorio de la de las convulsiones: la adulta a cargo no está. Miro alrededor y la veo otra vez a lo lejos en el pasillo hablando por celular. Sacudo a la chica hasta que se despierta con un “¿Qué pasa?”.
(+)
–Perdoname, pero tenemos poco tiempo –arranco.
Levanta los párpados de forma exagerada, como si acabara de informarle que la tienen que operar.
–Te dijo… –afirma con miedo.
Asiento y voy al grano.
(+)
–No me importan las drogas. O sea, están pésimo, pero ahora me importa tu posible embarazo y necesito hacerte una ecografía y un test de embarazo en sangre.
Cierro los ojos y ruego que acepte, aunque lo veo más que improbable.
(+)
–Ni loca –contesta–. Se van a dar cuenta y me mato. No.
La madre de su amiga vuelve hacia donde estamos.
–¿Todo bien? –pregunta.
–Necesito que nos de unos minutos a solas –le pido.
–Le prometí a sus papás que iba a estar con ella en todo momento –contesta (+)
–Entiendo, pero igualmente voy a necesitar que salga unos segundos, porque esta parte del interrogatorio es privada y la paciente, como ya lo discutimos, es mayor de edad.
(+)
Se va con cara de traste otra vez y se pega al teléfono.
–¿Qué hacés? –me susurra la chica con cara de grito–. ¿No ves que se va a dar cuenta de que pasa algo?
(+)
–Es que pasa algo, algo demasiado grande, y no puedo hacerme la tonta. Si estás embarazada necesito saberlo para poder tratarte como corresponde.
(+)
–¿Vos no entendés que seguro que ya no lo estoy más? ¿O por qué creés que conseguí la merca y la pastilla? Yo no me drogo –me larga y se le resbalan un par de lágrimas que se seca de inmediato.
(+)
No sé qué decirle ni tengo demasiado en claro cómo seguir. Por más que ella esté decidida a poner fin a su embarazo –que por lo que dice asumo que es más que una posibilidad–, en este momento sigue siendo una paciente embarazada que acaba de convulsivar (+)
–Es muy difícil tu situación, de eso estoy segura. Sos chica y debés sentir que se te acabó la vida. No me voy a meter en lo que quieras hacer a futuro, pero sí te voy a hablar del ahora.
Me mira desolada y sobrepoblada de un terror que no me gustaría vivir. (+)
–Ahora, por lo que entiendo, creés estar embarazada, y yo no puedo seguir indicándote medicación para tus convulsiones sin saber si lo estás. Necesito hacerte las pruebas que te dije. Te prometo que le invento alguna excusa creíble (+)
Me saca la mano y se aleja. Sacude la cabeza en señal de que no de forma reiterada. Llora apenas un poco más fuerte que antes.
–No puedo –responde–. Por favor, no me hagas nada de eso.
Bajo la cabeza en señal de que bueno.(+)
(+)
A las tres horas llegan tanto los padres de la chica de la convulsión como sus análisis de sangre que no me van a informar si está o no embarazada. (+)
–¿Qué le encontró, doctora? –me pregunta la madre desesperada señalando los resultados.
Miro a la chica que ahora sí parece haberse quedado dormida.
–Estos análisis dieron bien por suerte –contesto.
–Entonces la va a seguir estudiando me imagino… –continúa la madre.
(+)
El marido no habla.
–Quiero ver una cosa –le contesto a la mujer.
Sacudo a su hija hasta que se despierta y le pido que se siente. Abre grandes los ojos y mira alrededor intentando entender dónde está.
(+)
Sus pupilas parecen estar unos pasos más cerca de la normalidad, al menos hasta que mira a sus padres. Ahí abre bien grande los ojos, les dice hola y me mira a mí fijo con los ojos demasiado abiertos que indagan si hablé de lo que está pasando. Niego con sutileza extrema (+)
–Te voy a hacer un examen neurológico corto –le explico a mi paciente.
Ella asiente y pone cara seria, como si intentara concentrarse. Una a una lleva a cabo cada una de mis indicaciones y lo hace de forma prácticamente perfecta. Sonrío. (+)
–Muy bien. Parece que estás recuperada –le informo.
Ella también sonríe, llena de alivio, no tanto por la recuperación, sino porque se sabe unos pasos más cerca del alta. Los padres siguen serios.
(+)
–¿Pero no va a seguir estudiándola para ver por qué convulsionó? –pregunta la madre.
–En realidad, dado que su hija no se golpeó y que, como pudo ver, su examen neurológico es normal, no hay ningún estudio más que sea necesario hacerle por guardia –le contesto (+)
–¿Y una tomografía? –insiste.
Respiro hondo para no largarle que su hija no la necesita porque parece que la convulsión fue porque se drogó y que además no puedo hacérsela porque dice estar embarazada. (+)
Busco en mi cabeza alguna forma de dejarla conforme sin hacerle el estudio a la chica. No encuentro ninguna.
–Es que no la amerita… –le respondo finalmente y su cara se transforma.
Parece a punto de saltarme a la yugular.
(+)
–Su hija es una paciente que ya ha tenido convulsiones antes, y en la adolescencia hay ciertos factores que pueden despertarlas más todavía –le explico disfrazándole un poco el asunto–, es por eso que la tomografía no corresponde. (+)
La madre examina mi cara con los ojos. No sabe si matarme o creerme.
–Su hija va a estar bien –le aseguro y ruego para que así sea.
(+)
–Claro que va a estar bien –arranca y sonrío–. Va a estarlo porque usted nos va a derivar con algún profesional que se digne a hacerle la tomografía que corresponde –me larga con una sonrisa igual a la mía que se acaba de evaporar.
(+)
–No corresponde ninguna tomografía –sostengo–, pero si quiere consultar con algún otro profesional no hay ningún problema; le llamo a mi compañero.
Salgo del consultorio sin dejarla contestar y me apuro a buscarlo. Le ruego que vaya a ver a la paciente
(+)
y que por nada del mundo acepte hacerle la tomografía.
–Te va a salir caro esto –contesta mientras escribe en el libro los pacientes que vio.
–Unas papas fritas, una coca, un alfajor y unos chicles –le ofrezco de una pensando en que voy a tener que pasar por el cajero.
(+)
–Con la coca y el alfajor ya me tenías, pero acepto el combo mejor –se ríe y enfila para los consultorios.
A los cinco o como mucho diez minutos lo veo volver silbando de lo más campante.
–Ya está. Se van –me informa con una sonrisa triunfal.
(+)
–¿Cómo hiciste?
–Secreto –se hace el misterioso y agrega–. Ahora andá a comprarme lo mío que ya casi es la hora del desayuno.
Amago a irme hacia el kiosco y cuando no mira le pego un rodillazo en el traste a modo de venganza.
–Más –contesta en un grito jocoso.
(+)
–¿Por qué no nos dijo que no andaba el tomógrafo? –me increpa la madre–. Se quiso hacer la docente y al final no le hace la tomografía porque no puede. No se preocupe, nos la llevamos para la prepaga (+)
Me dan ganas de matar a mi compañero.
(+)
–Yo no sabía que no anduviera –arranco– y mi criterio médico sigue siendo que no hay que hacerle ninguna tomografía –contesto.
Trato de no ahondar en la nota que espero que no me haga. Tampoco hablo de que llevarla a la prepaga va a ser una pérdida de tiempo. (+)
La madre abre la boca para gritarme. El marido la frena con la mano. La paciente se queda callada.
–Pará un poco, que la doctora estudió unos cuantos años y por algo creerá que eso es lo mejor –le dice el hombre.
(+)
La mujer refunfuña y él la calla otra vez. Yo le agradezco, me despido de la chica rubia y salgo del consultorio decidida a putear a mi compañero.
Voy por el final del pasillo cuando una voz masculina me dice:
(+)
–A mí dígame la verdad. Usted sabe por qué mi hija hizo la convulsión.
Giro hacia el hombre que me debe haber seguido al salir del consultorio.
–El tema es que eso es entre ella y yo. Es secreto médico –le contesto–. Solo le sugiero que no la lleven a hacerse ninguna (+)
Me mira y baja los párpados y la cabeza a la vez. Yo enfilo para irme antes de que me siga interrogando.
–Gracias –me dice desde lejos.
Le devuelvo el gesto que me hizo recién y me apuro hacia la entrada de ambulancias. (+)