–Tienen que salvármelo –ruega la mujer en medio de su llanto.
El chofer y el médico de la ambulancia corren con el paciente. (+)
–Masculino de cincuenta y ocho años. El cuñado le partió una botella de sidra en la cabeza y cuando cayó lo apuñaló tres veces con un pedazo de vidrio.
–Era una botella de vino –grita la mujer desde su llanto.
Recién ahí nos damos cuenta de que nadie la hizo salir. (+)
–Me lo tienen que salvar –implora.
–Vamos a hacer todo lo posible –trato de tranquilizarla.
Le ofrezco un paquete de gasas para que se suene la nariz.
(+)
–Es todo culpa de esa mocosa mentirosa –llora–. Si se muere yo la mato. Le juro que la mato.
–Usted tranquila y por favor no vaya a matar a nadie –le pido–. Yo apenas tenga novedades de su marido, le prometo que vengo a contarle, pero ahora necesito algunos datos.
(+)
–Es un buen hombre, le juro. Mi esposo es un buen hombre. Él no hizo nada. Tienen que salvármelo –llora otra vez.
Le prometo hacer todo lo posible y vuelvo.
Para cuando entro, el paciente ya tiene dos vías puestas, suero a chorro y laboratorio sacado. (+)
–Pará, titán –lo frena el emergentólogo–. Primero hacele el FAST y después vamos.
El residente se pone pálido. No tiene un superior al lado y realizar él solo la ecografía que determina si el paciente tiene líquido (sangre, orina, etc) libre en la cavidad abdominal o (+)
–Tranquilo, hacé lo que puedas y él te ayuda –lo calmo señalándole al emergentólogo.
–Solo si te portás bien –le contesta mi compañero con un intento de sonrisa.
(+)
No le saca ni la mitad del terror al chico que igual agarra el transductor y lo va a apoyar en el paciente.
–Ey, pará. Enfundalo primero –lo frena el emergentólogo que ya no se ríe.
(+)
–¿Cómo? – contesta el chico que claramente no tiene mucha idea de lo que está por hacer.
–Que le pongas un guante para que no se llene de sangre –le explica mientras le saca el transductor.
(+)
Lo hace él y no se lo devuelve, simplemente arranca.
–La cosa es así –le dice.
Lo va guiando por los distintos pasos del ECO FAST con una pedagogía de la que no lo creía capaz, aunque velozmente ya que el caso lo amerita, (+)
Voy con el emergentólogo a hablar con la mujer. Le explica que la situación es delicada, pero los cirujanos van a hacer todo lo posible. El residente de primero vuelve y le hace firmar el consentimiento de la cirugía. Ella hace el garabato y aclaración correspondientes (+)
–Mocosa mentirosa. Todo por esa mocosa versera. La voy a matar. Sálvenmelo o la mato.
El emergentólogo y el R1 de cirugía me miran. Yo levanto los hombros, bajo la cabeza y meto los labios para adentro en señal de que no tengo idea. (+)
Llego a los consultorios. Mi compañero petiso acaba de llamar a un EPOC en la única silla que quedaba vacía. (+)
–¿Alguno pasilleable? –indaga.
Me da risa el término.
–No. Son todos para revisar acostados –le contesto.
Camina hacia el estar y lo sigo. Necesito un café.
(+)
–¿Se viene pesuti la cosa o soy yo? –me pregunta en el trayecto.
–Sí. Ya vimos a un apuñalado al que le rompieron la cabeza de un botellazo –le cuento.
–¿Champagne por lo menos?
–Vino, creo.
–¿Pero qué pasó? ¿La jermu lo encontró con otro?
(+)
–No sé bien. Algo raro. La mujer gritaba sobre una mocosa mentirosa.
Entramos al estar. La cardióloga y los pediatras están armando la mesa larga de la cena. La esquivo y voy hacia la cafetera. Está vacía.
(+)
–¿Pero ella le rompió la cabeza con la botella? ¿O la mocosa? –sigue el petiso.
–No sé. Me perdí en la historia, te juro. ¿Vos? ¿Alguna historia navideña?
(+)
–El infartado que subieron a hemodinamia. Es del interior. Se vino a pasar las fiestas con la hija de su primer matrimonio que vive acá. Estaba comprando regalos y lo llamaron que le desvalijaron la casa en su pueblo. Se infartó nomás.
(+)
–Pobre hombre –se mete la cardióloga.
–Sí, qué bajón. Pero estaba solo, ¿no? No vi a la hija. ¿Le avisaste? –indago.
(+)
–Esa parte es la que no me cierra. Le ofrecí de llamarla y me dijo que no, que está trabajando y que no la moleste. ¿O sea que con quién iba a pasar las fiestas?
–Raro –dice el pediatra más joven prolongando la “A”.
(+)
–Sí. Huele a trampa –agrega el canoso que tan viejo no es.
–Y… –pronuncia la cardióloga.
–¿Ustedes? ¿Relatos navideños? –pregunta el petiso dirigiéndose a los pediatras.
–Un nene que se tragó un adorno del arbolito… –cuenta el canoso.
(+)
–¿Un adorno de vidrio? –me meto.
–No, una campanita metálica. No sabés lo navideña que es la radiografía –me contesta el otro matándose de risa desde atrás de sus anteojos casi cuadrados.
(+)
Hace varias guardias que me pregunto cómo sugerirle que se compre unos más modernos. No llega a los cincuenta, pero esos anteojos lo avejentan tremendamente.
Sonrío. El petiso se ríe bastante más.
(+)
–¿Y ahora? –pregunta la cardióloga preocupada mientras pone en su lugar el último vaso de plástico de la mesa.
–No está ocluido, y la campanita era chica, así que a esperar que lo garque –le responde el de los anteojos cuadrados como si fuera lo más natural.
(+)
–Y que la mamita revuelva la caquita todos los días para asegurarse de que la largue –agrega el canoso.
–¿Por qué la mamita y no el papito? –lo increpo–. Los dos lo trajeron al mundo, ¿no?
(+)
–Pará, femininja –me larga el de los anteojos–. La mamita porque no hay papito.
–Claro, claro…
–En serio. Me pidió que yo fuera el papito de ese y los próximos por venir, pero le dije que mi esposa es celosa –me contesta y otra vez se mata de risa.
(+)
–Sos un tarado –le escupo mientras me sirvo de una de las cocas que compramos para la noche.
–Es que vos me ponés mal –me contesta.
–Dice la mamita porque vino sola con el nene –interrumpe el canoso.
(+)
Hace bien, no vayamos a arruinar la cena navideña antes de que arranque. La cardióloga empieza a contar sobre la señora que vino a pasar navidad con su marido –y que, para que él no se tentara con cosas que no debe comer, va a cenar la misma comida hospitalaria que él– (+)
–Ahí vamos. Es que no hay dónde atender –le aclaro.
–Sí. Ya sé. Igual muchos de los que dijeron que tenían algo urgente, al ver que se les venía la hora del festejo tiraron bomba de humo –responde.
–¿Y entonces? –se mete el petiso.
(+)
–Es que hay uno que no. Y ya le dije que lo suyo no es para la guardia, pero insiste y está por tirar la puerta abajo.
–¿Qué tiene? –le pregunto.
–Hace un rato le molestó alrededor del ombligo y viene por las dudas porque tiene piedras en la vesícula.
(+)
–Pero si la vesícula ni duele ahí…
–Ya sé. Se lo dije y me corre con que quiere ver a un médico con canas.
–Dejá que voy yo –le contesto con ganas de poner al desubicado en su lugar.
(+)
–¡Escúpale el fuego de su furia, guerrera! –me alienta el pediatra de los anteojos cuadrados.
–¡Firme, compañera! –se suma el petiso.
Camino hasta los consultorios. Recorro uno por uno en busca de, aunque sea, media camilla libre. Nada. Me asomo entonces a la parte de (+)
–Al fin atienden –se queja la mujer.
–Disculpe pero no soy traumatóloga –le aclaro.
–¿Y entonces para qué nos da falsas esperanzas? –sigue.
–Le pido perdón. Yo no los llamé. Vengo a usar un ratito la camilla de acá porque las nuestras están ocupadas.
(+)
–¿Y no me puede ver el pie de paso?
–¿Y a mí el dedo? –se suma el deportista.
–Es navidad, ¿qué le cuesta? –agrega ella.
–Es que realmente no sé nada de huesos –les contesto.
–Claro. Seguro. Todo con tal de no mover un dedo de más –me retruca la mujer.
(+)
Yo cuento hasta cinco para adentro, hago caso omiso a sus palabras y llamo al hombre que me dijo el orientador. Él junta las manos en el medio en señal de rezo y las sacude hacia adelante mientras emana un:
–Gracias, Dios.
(+)
Me presento y lo hago pasar. La mujer vuelve a su asiento resignada. El chico del dedo me pide que por favor les avise a los traumatólogos que están esperándolos. Le prometo que sí y les mando un mensaje. Le hago señas al hombre para que se siente en la camilla libre (+)
y le pregunto sus datos filiatorios, los cuales anoto. Tiene cincuenta y tres y el plan más alto de una prepaga top. Esta vez decido no ponerme a discutir sobre por qué sobrecarga el hospital teniendo prepaga, no quiero amargarme la Navidad. (+)
–Dígame en qué lo puedo ayudar por favor –arranco.
–Ahora en poco. Porque estoy esperando hace tres horas y ya estoy mucho mejor.
–Entiendo. Es que el hospital está colapsado. Pero mírele el lado positivo: se curó solo.
–No me curé nada, nena. Va y viene esto.
(+)
–Doctora –le aclaro para que no se confunda.
Le mostraría mis canas, pero me teñí para no estar crota en las fiestas.
–Da igual.
–La verdad es que no. Son varios años de diferencia –le remarco.
–Bue.
(+)
–Bueno, ¿ya está bien entonces? Lo acompaño –le digo lista para guiarlo hacia a la puerta.
–No. Nada de bien. Necesito una ecografía –me ladra.
(+)
–Pero si me dijo que ya está mucho mejor… Además, los médicos somos los que determinamos quién necesita una ecografía, no los pacientes.
–Bueno, pero yo sé lo que necesito. Tengo piedras en la vesícula –sentencia.
(+)
–Entiendo, tiene piedras al igual que mucha otra gente, pero se lo ve bien, no doblado del dolor y no parece tener fiebre, aunque ya mismo le pongo el termómetro y lo confirmamos –le contesto.
–No quiero el termómetro. Quiero una ecografía te dije –insiste (+)
Yo respiro hondo y cuento de nuevo, esta vez hasta diez.
–El tema es que las ecografías no son a demanda. Además, si se la hiciera, solo vería las piedras que ya sabe que tiene. Sería un desperdicio de recursos –le respondo con cierta calma
(+)
–Recursos que pago con mis impuestos.
–Recursos que los médicos debemos racionalizar, porque por ejemplo si nos quedamos sin papel de ecografía o sin tinta, se complica.
–¿Entonces no me la vas a hacer? –sigue, ahora teñido (+)
–No. No le va a cambiar nada.
–¿Y vos qué sabés?
–Pensé que yo era la médica acá…
–Sí, pero yo necesito esa ecografía –pronuncia remarcando el tema de la necesidad.
(+)
–Créame que no –le remarco una vez más.
–Sí. La necesito. Necesito saber si puedo comer hoy a la noche o no.
Mis ojos se abren bien grandes, enormes, y mis orejas también. Tratan de entender si escucharon bien o no.
–¿Cómo? –pregunto azorada.
(+)
–Claro, quiero ver que esté todo bien para comer lechón. Solo lo hacemos para las fiestas, y mi mujer me dijo que sin una ecografía no me va a dejar comerlo –responde con total impunidad.
(+)
–¿O sea que usted viene a una guardia, donde se atienden urgencias y emergencias, para que le informemos si puede o no comer lechón? –le pregunto marcando bien las palabras clave.
–Tampoco lo digas así. Me dolía… –contesta hundiendo un poco la cabeza entre los hombros.
(+)
–Me imagino. Bueno, yo no necesito una ecografía para informarle que no puede comer lechón. Si tiene piedras en la vesícula, y sobre todo si le da dolor, no puede comer nada con grasas, y al lechón le sobra. Yo le recomiendo, ya que hoy le dolió, pollito hervido y (+)
El hombre se baja de la camilla y camina hacia la puerta.
–Andate bien a la mierda –me larga y mientras se va.
(+)
Yo pongo la traba y vuelvo para nuestros consultorios a ver si se hizo algo de lugar. Mi compañera pelirroja está peléandose con una mujer diabética que vino con el azúcar por el cielorraso y a la que le puso una vía. (+)
–¿Cómo que no puedo comer pan dulce? –se queja la mujer–. Usted no me lo puede prohibir.
–Yo solo le digo que si lo come va a terminar como recién y acá más suero no le vamos a poner si no cumple las indicaciones que le doy –le contesta mi compañera.
(+)
–Es mala. Eso es lo que pasa. Usted es muy mala –la paciente grita y hace como si llorara.
La hija la abraza como si no comer pan dulce fuera el fin del mundo.
–Tampoco puede comer ensalada de frutas –agrega la pelirroja ya con saña.
(+)
–No –grita la mujer de forma desgarradora–. ¿Ves hija? ¿Ves lo mala que es?
Mi compañera las acompaña hasta la puerta y la cierra atrás de ella.
–Feliz Navidad –me dice irónica.
Nuestro compañero alto aparece por detrás.
(+)
–Interné una pancreatitis. Al señor se le dio por arrancar a chuparse la vida desde anoche para festejar nochebuena con todo… –nos cuenta.
–Un anticipo de los dolores abdominales que se van a venir después de las doce –le responde la pelirroja.
(+)
Yo me agarro la teta izquierda y le grito que no sea yeta. El alto se suma agarrándose el huevo izquierdo.
–No me inflen los ovarios con esa gilada –contesta la pelirroja y se va para el estar.
(+)
Yo camino hacia la lista con el alto, para ver cuál es el paciente más grave y hacerlo pasar a la camilla que liberó ella. Estamos por llamar a alguien con un posible ACV que acaban de anotar cuando llega una ambulancia. Traen a una chica de no más de dieciocho años.
(+)
–¿Qué hiciste mijita? ¿Cómo me vas a hacer esto? –llora la madre mientras le agarra la mano.
El médico de ambulancia arranca a presentarnos a la paciente:
–Femenina de dieciséis años. Intento autolítico por sobreingesta medicamentosa.
(+)
(Lo que quiere decir que la chica se quiso suicidar tomando pastillas).
–¿Qué tomó y hace cuánto? –le pregunto al médico.
–Mis antidepresivos, las pastillas para dormir del padre y otras cosas de la caja de remedios –interrumpe la mamá.
(+)
–¿Y a qué hora aproximada habrá tomado todo eso? –indago.
–Hace menos de una hora. Ella dice que le arruinamos la vida. No entiende… Le fui a hablar y la encontré dormida en la cama con las cajas de pastillas vacías al lado. La sacudí y me dijo que la deje morirse –llora(+)
Interrogo acerca de qué había en la caja de los remedios y me larga diez millones de fármacos que incluyen paracetamol, aspirin@, protectores gástricos, gotas para los vómitos, la medicación para la diabetes y para la presión del marido (+)
Le indico al chofer de la ambulancia que la ubique en la camilla que quedó libre y al médico le pregunto los signos vitales que le encontró. (+)
Los refiere completamente normales y dudo un poco de su veracidad, aunque tal vez sea porque todavía no pasó suficiente tiempo de la ingesta.
–¿No te parece que la tendría que ver emergento? –le pregunto.
(+)
–Para nada. Yo soy emergentólogo y creo que hay que lavarla. Está estable todavía –contesta.
Le pido los datos de la paciente. Me los pasa y se retira deseándome una guardia en paz. Yo le deseo lo mismo y me dice que él ya se va a su casa. Lo envidio profundamente.
(+)
Arreglo con mi compañero alto para ocuparme de la chica mientras él evalúa al posible ACV en el pasillo y entro al consultorio.
–Haga algo, señorita. Haga algo por favor –llora la madre.
(+)
Yo voy junto a la hija y le pongo el saturómetro y el termómetro. Se los dejo puestos mientras le pido que abra los ojos y la sacudo para que se despierte sin éxito. Le miro las pupilas que están apenas un poco más chicas de lo normal, aunque reaccionan a la luz (+)
Da algo baja, aunque yo a su edad la tenía más baja todavía. A todo esto, ella sigue completamente dormida. Le aprieto el esternón con el puño buscando respuesta al dolor. Abre los ojos un poco, me larga un gutural “basta” y manotea mi mano tratando de sacarla. (+)
–Cuando termine con los internados –me contesta.
Se lo nota de mal humor.
–Es urgente –le insisto mientras me alejo–. Por favor.
–Como todo. Siempre –me escupe.
(+)
–En serio. Es un intento por fármacos –le imploro.
Resopla. Corro a buscar el electrocardiógrafo –para ver que no tenga una arritmia– y al emergentólogo, por un lado, porque creo que el caso pronto va a ser más para él que para mí, y por otro porque a él le dan más bola (+)
(+)
Voy para el estar médico. Lo encuentro sentado comiendo papas fritas y tomando soda.
–Te estoy llamando –le reprocho.
Saca el celular del bolsillo y lo mira.
–Uy, me quedé sin batería –contesta propulsando sus labios hacia adelante–. ¿Qué pasó?
(+)
Le cuento la paciente, cómo la encontré, lo que le pedí e indiqué, que mi compañera le fue a hacer el electrocardiograma y le planteo que no sé ni qué tomó ni cuánto, que no sé si de para lavarla por su estado de conciencia y que creo que el caso me supera. Sonríe. (+)
–Tranquila, vos podés con esto. Pensaste en todo lo que tenías que pensar. Tenete Fe –me larga con la misma sonrisa de antes.
No sé si lo dice de buena onda porque de verdad hice las cosas bien o si es para adularme y no hacerse cargo de la paciente hasta que (+)
–Gracias, pero igual te necesito –casi que me defiendo.
–Sí. Ahí voy, dame un segundo.
Se sirve otro poco de soda y hace fondo blanco. Manotea unas papas y palitos y se mete los mete uno atrás del otro en la boca.
(+)
–Atajá, pelado –le dice al pediatra canoso, que apenas tiene una pelada incipiente, mientras le revolea el celular.
–Pelada tu mujer –le contesta el otro mientras lo ataja.
–Pelada tiene la de abajo –responde el emergentólogo jocoso y agrega–. Enchufámelo con tu cargador (+)
El pediatra asiente y el emergentólogo y yo nos vamos para donde está la paciente. Cuando llegamos, mi compañera ya tiene el electro en la mano, pero la vía no está puesta y las órdenes siguen donde las apoyé. (+)
Él pasa por al lado de la madre, agarra el electro y lo mira mientras se acerca a la paciente.
–La tiene que salvar, doctor –le implora la señora con los ojos rojos y la nariz del mismo color de tanto sonársela.
(+)
–Sí, madre. Acá las doctoras ya arrancaron muy bien y vamos a seguir haciendo todo por su hija –le responde él.
Le devuelve el electro a mi compañera con un “no hay arritmia” y, parado junto a la paciente le abre los ojos, (+)
le acerca una luz y asiente ante el resultado. Luego le pone sus índices y dedos mayores de las manos extendidos juntos (con el resto de los dedos cerrados) sobre las palmas de la chica y le indica que los apriete. La paciente no lo hace.
(+)
–Dale, gorda, que es para ver cómo estás. Así no tengo que hacerte un tacto rectal –pronuncia fuerte.
Mi compañera abre grande los ojos y yo casi que me río. La chica cierra un poco las manos en torno a los dedos de él y yo decido acopiar dicha técnica para mi repertorio.
(+)
–Más fuerte –ordena él.
Se nota que ella trata, pero no lo logra demasiado.
–Abrí los ojos –le indica.
Nada.
–Abrilos o sale tacto rectal, en serio –insiste él.
(+)
Los párpados de la chica tiemblan y se levantan hasta la mitad. Él asiente de nuevo.
–¿Cómo te llamás? –le pregunta.
La madre contesta en su lugar.
–Deje que responda su hija, por favor –le pide el emergentólogo.
La mujer se disculpa.
–¿Cómo te llamás? –reitera.
Nada.
(+)
–¿En qué año estamos? –agrega.
–Basta –contesta la chica.
–Está bien, tranquila.
El emergentólogo sale disparado del consultorio hacia el office de enfermería. Nosotras lo seguimos. El enfermero está sentado escribiendo en la carpeta.
(+)
–¿Qué pasa que la empastillada no tiene puesta la vía? –le larga el emergentólogo.
–Pasa que soy uno solo y tengo dos manos –responde el enfermero.
–Claro, pero esto es para correr y lo sabés. ¿Cuántas veces trabajamos juntos?
(+)
Los ojos de mi compañera y los míos siguen atentos la conversación. El enfermero resopla y sigue escribiendo.
–¿Se la pensás poner o tengo que hacerlo yo? –sigue el emergentólogo.
–No me jodas que ahí voy.
(+)
–Es que es YA la cosa.
–Sí, sí –contesta el enfermero entre bufidos y sacudidas de cabeza.
Se levanta y comienza a preparar todo mientras el emergentólogo revuelve un cajón tras otro y varias puertas y saca una sonda nasogástrica, una bolsa colectora de orina, (+)
lidocaína en gel, una jeringa grande y varios sueros.
–Vamos a lavarla rápido ahora que no está tan mal –nos dice a mi compañera y a mí–. Voy a necesitar que me ayuden.
(+)
Las dos sacudimos la cabeza para arriba y para abajo y lo seguimos. Yo me detengo un segundo a cortar tiras de cinta y corro tras ellos. Para cuando llegamos de vuelta al consultorio el enfermero ya le está poniendo la vía. Se la fija, prueba que funcione y carga los tubos(+)
–¿Así está bien? –refunfuña.
–Faltan el hemogluco y los glucosados –remarco y sale sin decir nada.
El emergentólgo baja la baranda de la camilla, sienta a la paciente contra la pared y nos pide que la sostengamos.
(+)
–Te voy a poner una sonda en la nariz, gorda. Necesito que tragues cuando te diga.
Yo me pregunto si seguirá escuchando y si lo hará y le ruego al techo para que esto salga fácil. La paciente baja un poco la cabeza y la sube nuevamente. Lo hace lento y con movimientos cortos+
El emergentólogo no le da tiempo a quejarse y arranca el procedimiento. Le pone lidocaína en una fosa nasal, le dice que inhale y le mete la sonda aunque no lo haya hecho.
–Tragá, dale, ahora –le grita a paciente.
(+)
El cuello de la chica se mueve un poco. Él progresa la sonda y ella hace arcadas, lo cuál es bueno. No tose en ningún momento. Vamos bien. Una vez puesta el emergentólogo abre el envase que contiene la jeringa grande, la saca, la llena de aire, la enchufa en la sonda (+)
y me pide que escuche con el estetoscopio sobre el abdomen de la chica –un poco por debajo del final del esternón– mientras él manda el aire por la sonda, para ver si está bien puesta. Escucho el ruido esperado y sonrío.
–Está bien –le informo.
Él asiente una vez más. (+)
Justo llega el enfermero con los glucosados hipertónicos y una jeringa.
–Tiene setenta –nos dice refiriéndose al valor del hemogluco–. ¿Cuántos le paso?
–Mandale cuatro –le contesta el emergentólogo que luego gira hacia mí mostrándome la sonda –. Fijásela mientras preparo (+)
Mientras el enfermero le va pasando los glucosados a la paci(ente por la vía, yo le pego la sonda con cinta a la nariz y compruebo que esté firme. Quedo conforme con el resultado. El emergentólogo abre un suero, lo eng+ieta y envía el contenido (+)
–Vamos a llevarla para allá, así le conectamos el monitor y está más vigilada –sentencia refiriéndose al shock room.
(+)
Recién ahí siento que se aflojan los músculos de mi cuello, hombros, pies, pantorrillas, abdomen y hasta glúteos. Exhalo todo el aire que venía guardando sin darme cuenta. Asiento.
–¿Pido camillero? –le pregunto.
–Dejá que voy yo –contesta y sale.
Miro a mi compañera. (+)
–Mierda –se le escapa.
–¿Pero mi hija va a estar bien? –pregunta la señora con la voz cargada de miedo.
–Perdón, perdón. Lo dije por lo bien que trabaja el doctor –le responde rápido la pelirroja.
(Aunque yo sé que lo dijo más que nada por el estrés de la situación)
(+)
–El doctor va a hacer todo lo posible para que esté bien –agrego.
La mujer nos abraza y nos empapa con sus lágrimas. No me molesta. Le devuelvo el abrazo y a mí también se me escapan un par. Dos minutos después suena el altoparlante: (+)
“Camilleros presentarse urgente en consultorios a pedido del emergentólogo”. “Palabras mágicas”, pienso y sonrío. Él vuelve con una camilla por si los camilleros se demoran. La entra al consultorio, baja la baranda de la camilla en la que está acostada la paciente (+)
–Le pido que espere un poco afuera mientras la acomodamos –le dice el emergentólogo–, después va a poder pasar un rato, pero no se va a poder quedar con ella adentro –aclara.
La mujer hace que sí con su cabeza que no deja de llorar. (+)
–¿No tendrás un cigarrillo? –me pregunta cuando se suelta.
Yo asiento y saco el atado. Me dan unas ganas tremendas de prenderme uno.
(+)
–Voy con usted –pronuncio con una sonrisa.
Ella casi que se suma al gesto.
Vamos hacia la entrada de ambulancias. Salimos, prendemos nuestros puchos y los fumamos voraces. No hablamos; no hay palabras. (+)
Estamos por terminar cuando una mujer se acerca veloz con un vaso de café en la mano el cual suelta. El vaso se estrella contra el piso a la vez que se abre. Le salpica el pantalón blanco y el resto se desparrama sobre el asfalto. (+)
–Hija de puta –arranca.
(+)
No se dirige hacia mí, sino a la madre de la paciente de recién.
–Ni para educar bien a tu hija servís. Tremenda mentirosa te salió –sigue.
La madre de la paciente tira el cigarrillo al suelo, lo pisa y mientras le responde:
(+)
–¿Pero qué decís? ¿No ves que es una nena? ¡Acá el que está mal es el animal de tu marido que es un violador!
–¿Qué violador ni violador? Tu hija es una versera. Estoy segura de que ella lo calentó, lo sedujo. ¡Es toda una prostituta! –contesta la rubia de raíces negras.(+)
Yo me quedo junto a ellas y le hago señas al de seguridad para que se acerque.
–Sos tan basura como él –le retruca la madre de mi paciente–. ¿Cómo podés defenderlo? ¡Ojalá que se muera!
(+)
Ahí sí que la casi rubia se le tira encima. Se agarran de los pelos y se meten cachetazos. El de seguridad me indica que llame a la policía y se comunica por radio con sus compañeros para que lo ayuden. (+)
Yo vuelvo para adentro y voy para el shock-room. Camino hasta al lado de la chica y le agarro la mano.
(+)
–Vas a estar bien. Vas a ver que con el tiempo vas a estar bien. Te lo prometo –le susurro sin que escuchen los enfermeros.
Yo sí me escucho y me lo repito para adentro mientras se me resbalan unas cuantas lágrimas más.