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#AbroHilo #MartesDeHistorias:
El médico le dijo a mamá que yo tenía que esperar unos años, que luego iba a empezar a ser como una persona normal. Dijo “como una persona normal”. Eso quería decir que yo no era normal, y si lo decía un médico, había una razón científica atrás.
La oveja negra. El gordito de rulos. El estudioso. El que se pintaba los ojos. Y así. Normal. Qué es ser normal, me preguntaba. Papá no era normal. Papá era enorme, no tenía pelo y hablaba a los gritos. Mamá tenía la mano flojísima y perdía los estribos.
Eso puede ser cualquier cosa menos normal. Nadie era normal en casa, pero el que tenía que hacer terapia, según mamá, era yo. Ya me habían anotado y faltaban algunas semanas para la primera sesión. Normal.
Mamá dijo que tenía que contarle a la psicóloga cosas sobre mí, contarle sobre la familia, sobre el colegio, sobre lo que me gustaba y lo que no. La psicóloga iba a juntar todos los datos y me iba a curar, me iba a hacer normal.
Normal. ¿Eran mis brazos demasiado largos lo que llamaba la atención? ¿Era que no tenía cuello sino varios pliegues de grasa unos sobre otros? ¿Eran mis piernas como dos sorbetes lo que contrastaba con el resto de mi cuerpo? ¿La timidez?
¿Mis tetas de gordo? ¿Eran las manos? Eran las manos. Eran las manos, pero yo no lo sabía, al menos no en ese momento. Dicen que tenemos que pulir nuestros puntos fuertes para que sean más fuertes.
Soy de los que piensan que tenemos que pulir nuestros puntos no tan fuertes para que al menos pasen desapercibidos. Eran las manos. Manos enormes.
En el colegio estaban de moda las modas y todos seguíamos una. En casa nunca había plata, pero iba a colegio privado. En casa nunca había plata, pero iba a colegio privado y seguía una moda. Y las modas no son baratas. ¿Leés, pá?
Hoy sé que no era que no había plata en casa. Ahora sé que no querías gastarlo en figuritas. Colegio privado. Recreo y figuritas. Ya sé, las figuritas eran carísimas. Eran carísimas porque no eran papel y plasticola. Eran laminadas, brillantes y tornasoladas.
No era como coleccionar estampillas. No eran todas iguales. Estaba la difícil, la preferida, la especial. A veces todo eso en la misma figurita. Y los paquetes de seis, fiar en el kiosco. Sí, las figuritas eran carísimas.
Papá nunca tenía plata y como papá era el que trabajaba en casa, mamá no tenía plata. Pasa siempre. Uno pide igual. Había que llenar el álbum. Pero no significa no.
Tengo patente el primer berrinche, la primera escena. No tendría más de tres años y grité, grité como nunca había gritado antes. Grité para que me escuchasen todos, el vendedor, la vendedora, la vecina y toda la cuadra.
Había sido en Janeiro, la librería más grande de la ciudad, la que estaba siempre llena. Grité y lloré. Grité y lloré por un camión de Rambo. Mamá podría haber hecho lo que hacían las madres:
sacar de la cartera un par de billetes y no comprar el camión de Rambo, sino alguna otra cosa, pero no. Mamá me miró, arrugó la nariz y salió de la tienda. Salió sin pagar, sin las cartulinas, sin las lapiceras, sin el paquete de tizas y sin el papel afiche.
No me pregunten qué iba a hacer con esa compra, pero lo importante es que salió con las manos vacías y con un hijo en el suelo. Yo en el suelo y mis lágrimas en el suelo. No se escuchaba otra cosa que mi voz. Mi voz por encima de las voces de todos.
La voz que venía del estómago y se afinaba en la garganta. Mamá no volvió y como mamá no volvió, dejé de llorar, dejé de gritar y salí de la librería-juguetería-y-algo-más, caminando y mirando las baldosas. Mamá estaba en la esquina.
Seguía con la nariz arrugada, como si hubiese olido mierda o chupado limón, no sabría precisar. Me miró, se dio media vuelta y caminó en dirección a casa. Ese había sido el primer berrinche. Me acuerdo porque había sido por un camión de Rambo. Rambo era mi personaje preferido.
Rambo estaba en la tele, estaba en los VHS y estaba en las figuritas. Rambo. Claro que había montado otras escenitas hasta que cumplí los seis o siete u ocho, pero todas habían sido en diminutivo. Numeritos sin importancia, papeles menores.
La de Rambo había sido la mejor. La mejor, pero sin resultados. Pero cuando pasó lo que pasó, ya tenía seis, o siete u ocho. Rambo todavía me gustaba, pero no tanto. En ese momento lo que estaba de moda eran las figuritas. Figuritas. Figuritas de Dragon Ball Z.
La realidad es que nunca dejé de pedir cosas y así y todo la respuesta siempre fue la misma. La otra realidad es que no es que papá nunca tenía plata, sino que no tenía plata todas las veces que yo quería que tuviese plata. Claro, tenía algunas figuritas, no me tengas lástima.
Tenía figuritas, pero no las suficientes. Nunca dejé de pedir más, pero no tenía sentido. Sin plata no hay figuritas. Un no era un no y siempre era no.
Hace unos años vi una película donde un extraterrestre que se enamora de los humanos dice que ante el abismo, las personas cambian. Resuelven. Y acá es donde todo cierra.
¿No es maravilloso cómo un tipo puede cambiar el rumbo de la civilización, causar una revolución económica y social con un solo concepto?
Un tipo en algún lugar del mundo inventó “El Chupi”, no para referirse a las bebidas alcohólicas, sino para decir que si uno golpea con la palma de la mano un pilón de figuritas apiladas y las voltea del revés se las queda. Simple. Perfecto.
Se acababan los pedidos y cerraba por todos lados.
Era una especie de club de apuestas clandestino a la vista de todos, entre los baños y el kiosco del colegio.
El estadio era un banco alargado donde se sentaban los antisociales del curso a comer un sandwich o un alfajor o a mirar con odio a los que se comían un sandwich o un alfajor.
Funcionaba así: nos sentábamos como a caballo, con las piernas rodeando la tabla de madera. Apoyábamos las figuritas frente a nosotros y hacíamos las apuestas: tantas “figus” cada jugador. “Piedra, Papel o Tijera” para ver quién empezaba y a dejar todo ahí.
Lo normal, pero yo no era normal. No según el médico. No según mamá.
Dicen que tenemos que pulir nuestros puntos fuertes para que sean más fuertes. Soy de los que piensan que tenemos que pulir nuestros puntos no tan fuertes para que al menos pasen desapercibidos. Eran las manos. Manos enormes.
Mis manos colgaban a los lados del cuerpo, pesadas y se balanceaban como un péndulo. Si las balanceaba demasiado, corría el riesgo de romper algo o de golpear una vieja, de romperle la nariz a alguien. Papá decía que para tener manos como las mías, era preferible no tener manos.
Tal vez eso funcionaba para el resto del mundo. Pero el recreo no era solo otro mundo, era otro universo. Uno paralelo, uno no desarrollado y sin marco legal. Solo hacían falta manos y figuritas. Miento, también hacía falta no transpirar.
Entonces arrastrábamos las manos boca abajo sobre el piso de concreto y nos secábamos la trampa con el polvo. Así empezaba. “Piedra, Papel o Tijera”. Yo no era normal. Además de manos grandes y tetas y rulos y padres no normales, también sabía cosas:
Sabía la masa de Marte. La circunferencia de la Tierra. Sabía la distancia entre el Obelisco y Chascomús y Las Termas de Cacheuta. Piedra, Papel o Tijera. También sabía que en el Piedra, Papel o Tijera los jugadores no eligen al azar, sino según un patrón de comportamiento.
Solo había que jugar al Chupi inmediatamente después de una partida ajena. Jugar contra el ganador. El secreto era ser el que mueve primero. Un jugador de “Piedra, Papel o Tijera” repite las jugadas ganadoras de la partida previa.
Un jugador de “Piedra, Papel o Tijera” modifica las jugadas perdedoras de la partida previa. Era infalible. El secreto era siempre ser el que mueve primero. El otro secreto era no ser normal. Manos. Manos gigantes.
Manos que tapaban el pilón completo de figuritas y con la curvatura justa de la palma, co la curvatura perfecta que había practicado y practicado, se generaba un vacío entre la piel y el laminado de la primera pelea entre Goku y Vegeta y, ¡pum! Magia.
Estaba lleno de secretos y todos se los debo a mis manos. Manos. Manos gigantes.
Era el rey. El Rey con mayúscula. Durante las clases era víctima. Durante los recreos, una especie de Dios. Una semana, dos semanas. Millones de figuritas.
Millones de figuritas siempre conmigo, en los bolsillos estallados de escenas repetidas una, dos, mil veces, de Dragon Ball. Tenía el monopolio de figuritas. Ya tenía quienes jugasen por mí. Yo me ocupaba de las partidas importantes. Era el Padrino del Chupi.
Bésenme el anillo. Vamos, de a uno. Tengo un secreto más para compartir: el secreto se basaba en tener siempre al menos diez figuritas. Sin figuritas no se puede ser el rey. Diez figuritas al menos. Una, dos, tres semanas. Pero al Rey le había llegado el momento.
Mamá me compró una camisa. Papá un pantalón de vestir y un cinturón. Con mis ahorros compré una corbata. Me sentía como se habrían sentido mis padres cuando vieron la televisión por primera vez, todos juntos, en la casa con tele del barrio.
Estaba vestido casi de gala para ver a una persona con un diploma colgado de la pared. Estaba vestido de pingüino para hablar con una persona que ni siquiera sabía la masa de Marte, ni la circunferencia de la Tierra, ni quién había escrito “Franny and Zooey”.
Alguien con licenciatura y maestría y un posgrado y un pos-posgrado que no sabía el secreto del “Piedra, Papel o Tijera”, no merecía mi respeto. Pero era cuestión de ser normal. Tenía que ir. Mamá decía que tenía que ir.
Mamá me llevó en la camioneta de papá. Me gustaba viajar en la camioneta de papá, porque podías ver a todos desde más arriba. Yo era el más bajito y el más gordo del curso, así que siempre todo se daba desde abajo. Solo en el Chupi y en la camioneta de papá era alguien.
Llegamos, estacionamos en frente del consultorio y bajamos de la camioneta. Mamá me dejó tocar el timbre. Me paré en puntitas de pie y contesté el portero eléctrico cuando preguntaron quién era. Mamá me dejó entrar solo. Se sintió extraño.
Cuando íbamos al pediatra siempre entraba con mamá. La puerta de rejas se abrió después de un chirrido que vino del portero eléctrico y caminé despacio, midiéndolo todo. Sin pisar las juntas entre las baldosas.
Entré mirando un poco al suelo, un poco la puerta del consultorio. Los bolsillos repletos de figuritas, tantas como pudiesen caber en los pantalones de vestir.
Se llamaba Mariel y tenía juguetes y una lámpara de lava y un cubo de plástico con mercurio adentro y un surfista de acrílico haciendo equilibrio. Me cayó bien. En un principio me cayó bien. Hasta era posible que supiese la circunferencia de la Tierra.
No me pidió que me siente sino que explore, que me fije qué me gustaba y qué no. A qué era afín y a qué no. Me propuso jugar un juego. Me preguntó por mamá y papá. Le conté que yo no era normal, que papá no era normal.
Que papá era enorme, que no tenía pelo y que hablaba a los gritos. Le conté que mamá tenía la mano flojísima y que perdía los estribos. Le conté que ellos no eran normales, pero el que tenía que ser normal era yo.
Le pregunté cómo me iba a hacer normal. Le pregunté si ella podía sacarme las tetas o los rulos o la grasa del cuello. Le pregunté si con su cubo de mercurio me podía volver el más alto de la clase.
No me contestó ni una de las preguntas e insistió que jugásemos a algo, a algo que yo podía elegir.
Le pregunté si tenía figuritas de Dragon Ball y si sabía jugar al Chupi.
Sonrió y me dijo que tenía algunas figuritas, pero no sabía si eran de Dragon Ball. Me pidió un favor. Me pidió que vaya hasta su lado de la mesa del consultorio y le alcanzase un cofrecito de níquel.
Se lo alcancé y me dijo que no, que lo abriese yo. Era glorioso. Si al abrirlo, desde adentro hubiese salido una luz tan brillante como las de las lamparitas de 100 watts, no hubiese desentonado. Era glorioso. La Doctora Mariel tenía casi tantas figuritas como yo.
Levanté la vista, los rulos, las tetas y me quedé observándola. No podía ser cierto. Tendría la edad de mamá, pero no era como mamá, tenía figuritas de Dragon Ball y quería jugar al Chupi.
Si ganaba todas esas figuritas me volvería una especie de Gobernador Intergaláctico de la timba escolar.
Después de todo ella no sabía, ella no sabía que estaba a punto de perder, de ser humillada, de arrastrarse ante el mejor de todos, que iba a ser aplastada por mis manos enormes, por mi técnica milenaria de hacía tres meses.
Estaba en el cielo. Era obvio. Ella tenía objetos en su despacho, pero estaba seguro que la masa de Marte no la sabría nunca. Ese diploma ahí, atrás del escritorio, de esa especie de altar, elevado sobre la pared.
Ese diploma encuadrado y firmado diciendo que tenía el poder de volver normal a la gente. Y en el medio de todo eso yo, el que le iba a dar una lección a la normalidad. Perdón, me detengo. “Darle una lección a la normalidad”, es una frase tremenda. Me la anoto para otra historia.
Sigo. Expliqué las reglas, armamos nuestro estadio personal. Nos sentamos uno frente al otro. Ya no se trataba de la Doctora Mariel y su paciente, esto era otra cosa. Vivir o morir. Ser normal o no serlo nunca más.
Pero el diablo está en los detalles. Si hubiese sido normal, me hubiese acordado de la regla de ser siempre el primero. Y perdí el “Piedra, Papel o Tijera”. El Chupi. Mariel. Las manos de Mariel. Ella no era normal, sus manos no eran normales. Y, ¡pum! Magia.
Había perdido. Había perdido la primera apuesta, la segunda, la tercera y las demás. Me metí las manos en los bolsillos y apreté los fundillos. No quedaba nada. No tenía figuritas. Tendría que haberle pedido a papá una vez más. No quedaba nada.
La Doctora Mariel no era psicóloga, era algo más. Era la Campeona Interestelar del Chupi y yo no tenía nada.
Mamá tocó el portero eléctrico y preguntó por mí. Mariel me dio la mano y me dijo “bien jugado”. Abrió la primera puerta desde el picaporte y la segunda con un botón. El mismo ruido del portero eléctrico. Me faltaba algo. Salí.
El camino de vuelta lo hicimos caminando. Lo hicimos caminando, mamá a un lado llevando las compras. Yo al otro con las manos en los bolsillos. Me faltaba algo. Probablemente el orgullo. Probablemente algo más. Ese día super que jamás volvería a ir a la psicóloga.
Que jamás sería normal porque la normalidad me había dado una lección a mí. El problema no ya no eran las figuritas. Podía conseguir diez nuevas y empezar de cero. El problema era otro.
El problema era que la Doctora Mariel no solo tenía el poder de hacer normal a la gente, ahora tenía otra clase de poder, uno que no necesitaba diplomas que colgar en la pared, solo romperle el corazón a un gordito de rulos. Calculo que eso debe ser normal.

FIN.
Llegaron al final y les quiero agradecer el tiempo que se toman cada martes. Espero que los lleve a otro lugar por lo que dura el relato. Aprecio mucho su difusión y sus comentarios. Gracias de nuevo por dejarme hacer lo que amo.

*sí, estoy corriendo a la oficina*
Ya pueden leer "NORMAL", mi último cuento en #Medium: Gratarola y sin desenrollar hilos ;)
medium.com/@Urieldesimoni…
Che, si se quedaron manija, también escribí otras cosas que pronto van a poder encontrar en mi librito. Se las dejo gratarola por acá: medium.com/@urieldesimoni
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