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He aquí el primer hilo sobre el desciframiento del cuneiforme. En la serie hablaremos del largo camino que se recorrió, desde los primeros contactos con este complejo sistema de escritura, hasta el momento en que el desciframiento fue declarado como oficial. ¡Comencemos!⬇️
Hablemos de Oriente: Egipto fue afortunado. Europa siempre puso sus ojos en él, y con admiración contemplaba sus hermosas columnas, sus templos y sus inscripciones pictóricas que combinaban colores y formas en una atrayente invitación para los más atrevidos intelectuales.
La expedición de Napoleón no fue tanto el principio de una nueva fase en los estudios sobre el país del Nilo como el fin de una larga espera: la espera de que sus tesoros arenosos invadieran las salas de los primeros museos modernos y las colecciones de particulares pudientes.
El antiguo Egipto “invadió” Europa. Mientras tanto, los artefactos recuperados de la tierra entre el Éufrates y Tigris no llegaba a ocupar más que una pequeña vitrina del Museo Británico hacia 1820. Mesopotamia, simplemente, no era tan importante. Y es que, ¿qué podía ofrecer?
¿Dónde estaba la bíblica Torre de Babel? ¿Los jardines y murallas de Babilonia? ¿Acaso la Tierra se había tragado a Nínive? En contraste, los majestuosos templos egipcios proliferaban entre las dunas a los márgenes del caudaloso río... Simplemente, Mesopotamia no era atractiva.
Y no solo porque no se encontraban grandes monumentos en los desiertos, sino porque tampoco existían posibilidades reales de conocer su historia. Hasta mediados del siglo XIX, las únicas fuentes disponibles eran las escasas (y erradas) que nos habían legado griegos y romanos.
Si los jeroglíficos eran la promesa de un posible acceso a la historia de los egipcios contadas por los egipcios mismos, nada hacía suponer que mesopotámicos hubieran dejado tras de sí textos o inscripciones hechas con sus propias manos. Hegel, célebre filósofo, dijo sin titubear
...en su “Filosofía de la Historia” que asirios y babilonios eran unos pueblos “oscuros” ya que “no tenían libros canónicos ni textos indígenas”. Por eso “de los imperios del Éufrates y el Tigris, nada queda”. No se podía avanzar sin fuentes fiables.
Desde el 1600 en adelante comenzaron a surgir informaciones sobre diplomáticos y viajeros que al atravesar los territorios de la por entonces Persia safávida se encontraban con ruinas enigmáticas, y con cierto tipo de inscripciones. García da Silva y Figueroa, un diplomático...
...español en Persia, describía en 1619 unas letras que “tienen tres puntas pero son oblongas, con la forma de una pirámide o un obelisco. Así, en nada difieren entre sí, salvo en su posición y sitio, tan bien dispuestas de tal modo, que son asombrosamente perspicuas y distintas”
Sobre García, los invito a leer un pequeño hilo que escribía hace unos días, que aquí adjunto. Más tarde, otros exploradores se encontraron ante los mismos y misteriosos signos.

El italiano Pietro della Valle también viajó por Persia hasta la India por esos años, y regresó a Europa con algunos ladrillos inscriptos con esa extraña escritura que tanto le impresionó, siendo las primeras inscripciones cuneiformes en llegar a Europa. Además, fue el primero...
...que publicó una copia de una inscripción que observó, cuando su obra, “Viaggi di Pietro Della Valle il pellegrino...”, fue publicada en la década de 1650. Correctamente, dedujo que la escritura debía ser leída de izquierda a derecha, como la nuestra.
Comenzaba entonces a circular entre algunos académicos la existencia de este inaudito sistema de escritura. Uno de los primeros actos de la Royal Academy (fundada en 1660) fue pedir a algún dibujante avezado que transcribiera con cuidado inscripciones de Persépolis.
Varios años más tarde, en 1693, aparecía publicado en las Philosophical Transactions de la Royal Academy un trabajo de Mr. Samuel Flower, que incluía la reproducción de los caracteres que había pedido.
El último de los descubrimientos tempranos fue el de Jean Chardin, que recorrió persa alrededor de 1660. Publicaría copias de unas inscripciones recién en 1735, junto a su sagaz observación de que en realidad había, por lo menos, tres tipos diferentes de cuneiforme en ellas.
De momento, eso era todo. El cuneiforme ya comenzaba a ser conocido en Europa, pero no hubo más avances. Durante las décadas siguientes las cosas cambiaron muy poco, sin nuevos aportes. La historia de Mesopotamia continuaba siendo un misterio absoluto.
Pero el siguiente paso fue decisivo. En 1761, el danés Carsten Niebuhr (padre del famoso historiador Barthold Niebuhr) partía en una expedición con fines exclusivamente científicos para recorrer todo Oriente, incluyendo la ya célebre Persépolis.
De los 6 miembros de le expedición, solo Niebuhr sobrevivió a la misma y regresó a Dinamarca para contarlo y para publicar, desde 1774, su “Viaje a Arabia y las tierras circundantes”. Esta obra monumental de 3 volúmenes contenían las hasta entonces más fiables y completas...
...transcripciones de las inscripciones de la ciudad persa. Y no solo eran las más precisas, sino que la cantidad de la misma ofrecía, por vez primera, la posibilidad de un estudio serio acerca del sistema de escritura oriental.
Niebuhr hizo, además, un gran avance: se dio cuenta de que cada una de las tres clases de cuneiforme solo utilizaban 42 símbolos, y concluyó que los sistemas eran alfabéticos, lo cual no es cierto para todos.
Otro danés, el obispo Friedrich Münter, se dio cuenta de que las palabras estaban separadas entre sí por una cuña oblicua, y supuso, correctamente, que tanto la ciudad como las inscripciones debían datar del periodo aqueménida, particularmente de Darío I. También fue él...
...quien descubrió que la primera palabra que aparecía invariablemente al inicio de cada oración debía significar “rey”. Aunque todos estos descubrimientos no eran concluyentes y pueden parecer poco importantes, dejaron la mesa servida para un verdadero genio: Friedrich Grotefend
Grotefend no sabía lenguas orientales y jamás había viajado a Persépolis. Sus logros solo los consiguió mediante la intuición y el sentido común, y lo cambiarían todo, para siempre. Sus propuestas se mostrarían, a la larga, todas ellas ciertas:
Primero, le resultaba obvio que los tres sistemas eran en realidad tres lenguas diferentes usadas por los reyes persas para llegar a sus súbditos en un imperio multiétnico, tal como hacían los otomanos que utilizaban el árabe y el turco.
Segundo, el idioma que siempre aparecía primero no podía ser otro que el persa, hablado por los reyes y sus cortes. Ambas suposiciones fueron correctas. Ahora bien, si Grotefend quería ir más allá, debía arriesgarse. Hasta ahora, solo se había descifrado, y ni siquiera...
...con absoluta certeza, una sola palabra: “rey”. Grotefend asumió que eso era cierto (y lo era), y el siguiente paso que daría fue el de intentar dilucidar los nombres propios que seguían a “rey”. ¿Quiénes eran esos reyes? Y ahí, la cosa se puso interesante.
Encontró dos variaciones junto a “rey”, es decir, supuso, dos nombres distintos. Uno de ellos (pongamos por caso, Pedro) aparecía siempre en solitario. El segundo nombre (Juan), en cambio, siempre aparecía sucedido por el anterior (Juan-Pedro) con una pequeña modificación.
Su formación clásica le permitió inferir que esa modificación era causada por la flexión nominal, una declinación, e indicaba, más específicamente un genitivo de origen.
Esto significaba que el nombre levemente modificado (Pedro) indicaba una relación parental cuando aparecía con el otro. Así, mientras por un lado teníamos al rey Pedro, por el otro al rey Juan, hijo de Pedro. Había que descubrir, entonces, quienes eran el padre y el hijo.
Grotefend supuso que el nombre Ciro era muy corto para cumplir cualquiera de los dos roles, y que Artajerjes era muy largo (siempre bajo la suposición de que ese era un sistema alfabético o similar) por lo que de los nombres de reyes persas conocidos solo quedaban Darío y Jerjes.
Justamente, había un Jerjes, Jerjes I el Grande, hijo de un Darío, Darío I. Pero si todo parecía ir encajando, eran necesarias mayores evidencias. Grotefend necesitaba saber cómo se pronunciaban ambos nombres en persa antiguo. Gracias a Estrabón y al Antiguo Testamento...
...lo consiguió: Dārayava(h)uš y Xšayaṛša. Esto no podía ser más perfecto, dado que ambos nombres compartían sonidos: la “a”, la “r”, la “y” y la “š” (leída como una “sh” en inglés). Mismos sonidos, mismos signos, supuso Grotefend, y al examinar de nuevo las inscripciones...
...se dio cuenta de que esos sonidos ocurrían en los lugares esperados dentro de cada nombre. Por fin, se pudo saber cómo sonaban algunos de esos símbolos con forma de cuña. Era el comienzo del desciframiento del cuneiforme... y el fin de Grotefend.
Grotefend presentó sus descubrimientos ante la Academia de Gotinga en 1802, y la recepción de estos fue fría y desconfiada. Algunos académicos se negaban a creerle que esos palitos fueran un sistema de escritura. Otros, ni siquiera podían entender el método que había usado.
Grotefend no se desanimó y siguió sus estudios. Pero ahora sí, su desconocimiento de las lenguas orientales lo llevó a un error: pensar que el lenguaje de las inscripciones era el zendavesta, y no una variante del persa. Los caminos que siguió fueron errados desde entonces.
Si el primer gran paso lo había dado un amateur, el siguiente lo dio un filólogo bien equipado con los conocimientos y herramientas intelectuales necesarias para afrontar una tarea nada sencilla. Pero la hizo con diligencia y absoluto éxito.
En 1836 Eugène Burnouf publicó su “Memoria sobre dos inscripciones cuneiformes encontradas cerca de Hamadan”. En ella proponía una lectura de la primera inscripción transcripta por Niebuhr, y aseguraba que se trataba de una lista de las satrapías persas y los tributos que pagaban
Es una obra osada, enorme y absolutamente erudita y genial en la que Burnouf desmiembra el alfabeto del persa antiguo e identifica uno por uno los diferentes signos y sus correspondientes equivalente fonéticos. Una labor que de ninguna forma debemos subestimar.
A la par y por la misma época, su amigo Christian Lassen publicó también un trabajo sobre esas inscripciones, en el que pulía levemente las observaciones de Burnouf. Las conclusiones de ambos eran las mismas.
Es interesante notar ahora que tanto Burnouf y Lassen eran conocedores de sánscrito, lengua antigua de la India. Lassen pudo señalar, entonces, que el idioma de las inscripciones, el persa antiguo, era una lengua hermana tanto del sánscrito como del zendavesta iranio.
A principios del siglo XIX se puede apreciar este llamativo, aunque nada extraño enlace entre los estudiosos de la India y los pujantes orientalistas. Muchos de los académicos del momento se movían de una disciplina a otra con total facilidad y libertad.
Y ese también fue el caso de nuestro siguiente gran personaje en esta historia. Su nombre, en la segunda parte de este hilo...
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