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~ La historia del funeral de Felipe II ~

(El día que se rifaron hostias en la catedral de Sevilla)
Esta historia comienza el 13 de septiembre de 1598, día en que le dio por morirse a Felipe II, la persona más importante de su tiempo y una de las más poderosas de la historia.
Como ya era tradición en estos casos, en muchas de las ciudades del Imperio, nada más conocer la noticia, se acordaron suntuosas honras fúnebres y la construcción de templetes para honrar la grandeza del monarca. En Sevilla, todo esto se haría en el interior de su gran catedral.
Un poco de contexto. Durante el Antiguo Régimen, en las grandes capitales españolas convivían cuatro poderes: el Ayuntamiento, la Audiencia (la Justicia), la Iglesia y el Santo Oficio (la Inquisición). Los cuatro acaparaban los actos públicos, siguiendo un estricto protocolo.
Y se llevaban a matar entre ellos. Para cuando murió Felipe II, en Sevilla la Justicia y el Ayuntamiento llevaban 6 años de guerra abierta, con episodios como romper la verja de la cárcel de la Audiencia para sacar a una presa y ponerla bajo tutela de la ciudad.
En agosto de 1597 se llega a una cierta tregua entre el Asistente —hoy diríamos el alcalde—, el famoso conde de Puñonrostro, y la Audiencia. Y en este clima llega el jueves 26 de noviembre, día del funeral de Felipe II en Sevilla.
Ya el día anterior se plantea una pequeña controversia, pues el Regente —presidente de los tribunales— quiere tener una silla propia en la ceremonia, no sentarse en el banco que le prepara el Ayuntamiento. Para evitar más polémicas, acaba accediendo. Pero veamos qué pasó el 26.
10:00. Va a comenzar la misa y en la parte reservada a la Ciudad todo el mundo cuchichea sobre por qué los bancos de la Audiencia están cubiertos con telas negras. El Cabildo Catedral les avisa de que va contra el protocolo, pero ya están todos sentados, así que continúan igual.
Lectura de la Epístola. Es ahora cuando llegan a sus puestos los miembros de la Inquisición, y se enteran de la película. Otros veinticuatros —hoy diríamos concejales— que están por el centro, junto al túmulo construido en la catedral, se acercan a avisarles de lo que pasa.
Lectura del Evangelio. Los inquisidores piden al predicador y al cura que no den el sermón ni siga la misa, o serán excomulgados. Murmullos por toda la iglesia. La Ciudad envía a su procurador mayor con 4 alguaciles para exigir formalmente a la Audiencia que retire las telas.
Escobar Melgarejo, el procurador, comienza a leer el requerimiento. Los oidores —miembros de la Audiencia— lo llaman «hi de puta, sucio, desvergonzado». Forcejea para pasar donde están ellos, y el Regente lo manda prender con los alguaciles.
El prior y canónigos de la Catedral tratan de calmar los ánimos pero el cura, acojonado por la Inquisición, se niega a continuar, aunque aquellos también le amenazan con perder un mes de sueldo.
Entonces Ortuño Briceño, secretario de la Inquisición, con otros miembros, se sube al túmulo y se pone a gritar que tres oidores están excomulgados, que se vayan fuera de la Catedral. Se lía la mundial. La Audiencia amenaza al Cabildo con el destierro y la confiscación de bienes.
El provisor, como máxima dignidad responsable del funeral en ausencia del arzobispo —esto parece ya La Regenta—, pide que siga la misa de una vez, pero el Cabildo de la Catedral no se decide, acojonado por la Inquisición. Como resultado, el provisor los excomulga a ellos también.
13:00. El Cabildo dice que ya no es hora de dar misa y muchos de los capitulares se retiran a sus casas. Algunos se quedan con varios de la Ciudad bajo el túmulo comiendo «una gallina, salchichas, vino y ocho panecillos». Otros regidores también se toman allí un tentempié.
15:00. Vuelve el Cabildo y ven que los miembros de los otros tres cuerpos (Audiencia, Inquisición, Ciudad) siguen allí todavía. Se meten a conferenciar en la Sala Capitular.
16:00. El marqués de la Algaba, alférez mayor de la ciudad, dice que ya está bien la broma y da por suspendida oficialmente la ceremonia. Salen todos causando un gran escándalo entre la gente que espera fuera. Hasta por ver quien sale último se forma un pitote.
Así acabó la famosa ceremonia por las honras de Felipe II en Sevilla, que se hizo mundialmente conocida, entre otras cosas, por un soneto de Cervantes —«fuese, y no hubo nada»—.
La Audiencia, la parte cuya imagen había sido la más perjudicada con el asunto, se encargó de depurar responsabilidades en los meses siguientes con un largo procedimiento judicial en el que declararon numerosos testigos, y que acabó con varias condenas de destierro.
Las honras se volvieron a celebrar el 30 y 31 de diciembre, tras levantarse las excomuniones, y con todo el mundo más tieso que una vela. Por cierto que uno de los mayores reproches que se hizo en la época fue la pasta que costó la cera de tantas horas de bronca. #Fin
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