Otra vez la bomba atómica.
Otra vez les cuento las 3 cosas que aprendí en Hiroshima.
(hilo 👇)
Todavía era un veinteañero.
Me bajé del tren y fui directo, como buen turista, al principal destino turístico de la ciudad: el museo de la bomba.
Docenas de relojes detenidos a la misma hora.
Una botella lisa y líquida, fundida por la aurora de oscuridad que cubrió la ciudad hace 74 años.
El texto aclara que la mayor parte de los niños de Hiroshima habían sido enviados al campo, para protegerlos de los bombardeos.
El triciclo está herrumbrado pues el padre, en la desesperación de no poder darle un entierro formal a su hijo, tuvo el impulso de cavar la tierra y enterrarlo junto a su juguete preferido.
Sin embargo, tres cosas aprendí en Hiroshima.
En una pared del museo, un texto explica los efectos a largo plazo de la radiación que sigue matando lentamente décadas después del ataque.
Me imagino la escena: un empleado borra las cifras de la pared y vuelve a calcar el nuevo número, seguramente anotado en un papelito.
Todos los días.
Oscura y en silencio.
Quiero escaparme del museo y busco la salida en las páginas de la guía turística.
Ahí es cuando, sin esperármelo, sucede la segunda explosión.
Y con ella el segundo aprendizaje.
Recién ahí entiendo la magnitud del desastre pues la bomba sabotea mi vida cotidiana de una manera real y tangible, mucho menos abstracta que cualquier empatía.
No hay nada hay para ver aparte del museo.
Ni un templo.
Ni un castillo.
La explicación es de una simplicidad aterradora: no hay nada para ver pues la bomba se llevó todo.
Una docena de niños rodea a cada visitante extranjero.
Llevan cuadernos.
Un par me pide que les escriba mi nombre.
Los niños de Hiroshima no tienen con quién practicar ese idioma por lo que van a cazar turistas al lugar donde los turistas están.
abandonar el edificio con la nausea atómica en las entrañas para, inesperadamente, reencontrarse con la humanidad sonriente, ruidosa y en movimiento.
No son parte del museo pero tampoco pueden no serlo.
Llama a sus amigos, los niños se acercan y hablamos, en un inglés muy básico, sobre juegos y juguetes.
Intercambiamos nombres de dibujos animados, historietas, videojuegos.
Reímos juntos.
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