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Otra vez es 6 de agosto.
Otra vez la bomba atómica.
Otra vez les cuento las 3 cosas que aprendí en Hiroshima.
(hilo 👇)
Llegué a Hiroshima temprano, en la mañana.
Todavía era un veinteañero.

Me bajé del tren y fui directo, como buen turista, al principal destino turístico de la ciudad: el museo de la bomba.
La textura de los objetos del museo daba escalofríos a la distancia, como una tiza chirriando en un pizarrón de escuela:

Docenas de relojes detenidos a la misma hora.
Un muro de hormigón salpicado por la viruela del impacto de millones de ventanas explotando al unísono.

Una botella lisa y líquida, fundida por la aurora de oscuridad que cubrió la ciudad hace 74 años.
El objeto que golpea directo al estómago es un triciclo.

El texto aclara que la mayor parte de los niños de Hiroshima habían sido enviados al campo, para protegerlos de los bombardeos.
No fue el caso del dueño del triciclo, un niño pequeño víctima del matón “Little Boy”.

El triciclo está herrumbrado pues el padre, en la desesperación de no poder darle un entierro formal a su hijo, tuvo el impulso de cavar la tierra y enterrarlo junto a su juguete preferido.
Triciclo que fue desenterrado años después, cuando el padre pudo cremar a su hijo, como lo manda la tradición nipona.
El museo me tocó como a un instrumento musical, a través de una partitura de sorpresa, rabia, indignación, odio absoluto, pena, llanto, desesperación, ternura y esperanza.

Sin embargo, tres cosas aprendí en Hiroshima.
La primera fue un detalle bastante mínimo.

En una pared del museo, un texto explica los efectos a largo plazo de la radiación que sigue matando lentamente décadas después del ataque.
Hay una leve decoloración en la pared en la zona donde el texto describe el número de víctimas mortales del ataque (las 140.000 que murieron inmediatamente, sumadas a las muertes posteriores y a las que todavía suceden debido al cáncer y las mutaciones).
Esa decoloración mínima –pues los japoneses son muy prolijos– está allí pues el número es actualizado frecuentemente.

Me imagino la escena: un empleado borra las cifras de la pared y vuelve a calcar el nuevo número, seguramente anotado en un papelito.
En ese momento aprendo que la bomba sigue estallando.

Todos los días.

Oscura y en silencio.
Al terminar el recorrido, me siento en un banco a buscar mi siguiente destino en mi guía de Japón.

Quiero escaparme del museo y busco la salida en las páginas de la guía turística.

Ahí es cuando, sin esperármelo, sucede la segunda explosión.

Y con ella el segundo aprendizaje.
Mis esperanzas de sosiego (en un jardín japonés, en un castillo, en un templo) se vaporizan al instante.

Recién ahí entiendo la magnitud del desastre pues la bomba sabotea mi vida cotidiana de una manera real y tangible, mucho menos abstracta que cualquier empatía.
A diferencia de otras ciudades japonesas, apenas hay un par de páginas en la guía dedicadas a Hiroshima.

No hay nada hay para ver aparte del museo.
Nada.

Ni un templo.

Ni un castillo.

La explicación es de una simplicidad aterradora: no hay nada para ver pues la bomba se llevó todo.
Me levanto y quiero salir corriendo rumbo a la estación pero me doy de frente con la tercera lección.

Una docena de niños rodea a cada visitante extranjero.
Llevan cuadernos.
Un par me pide que les escriba mi nombre.
Minutos más tarde me entero que se trata de una clase de inglés.

Los niños de Hiroshima no tienen con quién practicar ese idioma por lo que van a cazar turistas al lugar donde los turistas están.
Parece un acto deliberado, un golpe genial de técnica museística:

abandonar el edificio con la nausea atómica en las entrañas para, inesperadamente, reencontrarse con la humanidad sonriente, ruidosa y en movimiento.

No son parte del museo pero tampoco pueden no serlo.
Me aferro de la enorme sonrisa de una niña de siete años que se sorprende doblemente cuando le digo que vengo de muy muy lejos y que mi profesión es crear videojuegos.

Llama a sus amigos, los niños se acercan y hablamos, en un inglés muy básico, sobre juegos y juguetes.
Les cuento que no hay monos en Uruguay, ellos me dicen que los hay en Japón.

Intercambiamos nombres de dibujos animados, historietas, videojuegos.

Reímos juntos.
Hiroshima vuelve a ser un jardín y yo me alejo como recién bañado, con ganas de buscar un triciclo nuevito, brillante y colorido, para salir a dar una vuelta y ver qué otras cosas el mundo nos puede enseñar.

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El dueño del triciclo murió hace 74 años.
Se llamaba Shinichi Tetsutani.
Tenía 3 años.
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