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El señor Emil estaba sentado en el váter de un hospital en Uppsala.
Tenía un recipiente estéril entre sus manos.
Se observó en el espejo, ignoraba si lo que iba a hacer serviría.
Aún así introdujo el vaso bajo su cuerpo.
Cerró los ojos.
No estaba preparado para dejar de ser dos.
En el año 1983 Suecia ya era un país diferente.
Todavía no redecoraban nuestras vidas pero estaban a punto de redecorar la medicina.
Ellos no lo sabían.
Ni Emil ni, sobre todo, María.
Ella se encogía en un cama sin pensar en nada salvo en su dolor.
La relación de Emil y María había sido idílica desde su inicio.
Se querían como dos puntos y seguidos.
Inseparables habían convertido el deporte de pasar los segundos en un ejercicio de felicidad.
Pasado un tiempo desde que se conocieron María comenzó a sufrir dolores abdominales.
Pequeñas crisis que se resolvían solas hasta que un día dejaron de hacerlo y la ambulancia llegó a casa para hacer su trabajo hasta el hospital.
Tras administrar analgésicos quedaron ingresados.
Aquel abdomen daba señales de tener un secreto.
Comenzaron multitud de pruebas y una incertidumbre que hacía de hilo conductor.
Finalmente tenían un diagnóstico: diverticulosis.
La diverticulosis convertía el intestino grueso de María en una avenida con demasiados callejones sin salida.
En ellas se depositaban restos hasta ser atasco y después inflamación.
Una y otra vez.
Emil y María convirtieron el hospital en una visita siempre en ciernes.
Pasaron los meses y los años. Y aquel amor se hizo más fuerte, distinto.
En la salud se construye la sonrisa y en la enfermedad la fe en saber que no estarás solo.
Poco a poco fue llegando la gota que colma hasta que se llenó el vaso.
María ingresó en el hospital, tenía 65 años
El abdomen infectado y dolor en el dolor con cada movimiento.
Todos los tratamientos hasta la fecha habían sido sintomáticos, no la curaron.
Quedaba tomar una última decisión.
Propusieron extirpar parcialmente el intestino grueso.
Fuera la avenida.
Fuera los callejones sin salida.
Fuera la obstrucción.
Y se hizo con María tomando antibióticos y muy débil.
Creyeron que con eso terminaba el viaje, pero otro empezó.
Años antes, en 1935, un par de microbiólogos de Denver habían mostrado una extraña curiosidad por las heces de los recién nacidos.
El motivo era sencillo: algunos de ellos morían por infecciones intestinales en los primeros días de vida.
Quizá en el contenido estaba la razón.
Encontraron una bacteria no descrita hasta entonces. La llamaron Clostridium difficile dada la dificultad para aislarla.
Con el tiempo se supo que ese germen era habitante global de intestinos. De Estados Unidos a Suecia, hasta el abdomen de María que despertaba tras la cirugía.
El difficile es una bacteria con paciencia.
Capaz de resistir en forma de espora y aprovechar una oportunidad para proliferar en nuestro interior.
María era un cliente perfecto.
Así que hizo lo que sabía.
La bacteria se multiplicó.
María comenzó a sufrir graves diarreas con sangre.
Parecía derretirse por dentro mientras el equipo médico la rehidrataba y administraba antibióticos.
Emil observaba aquello sin entender qué era lo que convertía el sueño en pesadilla, vivían la más terrible transformación.
Aislaron el Clostridium difficile en sus deposiciones.
Su médicos descubrieron la causa.
Y cambiaron los antibióticos para acabar con la infección.
María mejoró.
Y retiraron lo fármacos.
Pero de nuevo la infección regresó.
La bacteria era capaz de resistir en forma de espora.
La espora que espera.
Una vez suspendían los antibióticos el difficile hacia su trabajo.
Regresaba de entre las cenizas para hacer que todo ardiera alrededor.
Pasó una vez.
Pasó dos veces.
Pasó tres veces.
Cada vez menos María y más debilidad.
Cada vez menos María y más desnutrición.
Cade vez menos María y más punto y final.
El equipo médico revisó la literatura.
Emil los observaba cogiendo de la mano a su mujer, que se deshacía lentamente entre sus dedos.
Fue entonces cuando la doctora Anna Schwan tuvo una idea. De esas que aparecen con vergüenza pero que son motivo para perderla.
Cerró la puerta de la sala de reuniones y abrió el tomo de historia de la medicina.
Sus compañeros no entendían a qué venía aquello.
Hablada de China, un tal Ge Hong y usar heces para provocar una invasión.
Después pasó hojas en el calendario y llegó hasta 1958.
Un cirujano llamado Eiseman, desesperado por la muerte de sus pacientes, probó a injertarles las heces de otros individuos.
Tenían diarrea.
Sangre.
No sabía la causa pero cambió el contenido para mejorar el continente.
Los sanitarios observaron a su compañera.
María estaba condenada pero aquella propuesta era extraña, novedosa y estaba liderada por una idea peculiar.
Sin duda debería funcionar.
¿Quién sería el donante?
La doctora tenía claro el nombre.
Se levantó para llamar a Emil.
El señor Emil se sentó en la sala de sesiones de un hospital en Uppsala con un vaso de agua entre sus manos.
Escuchó en silencio.
Debía recoger sus heces.
Después serían preparadas para administrárselas a María mediante enema.
Intentó reírse.
Después lloró.
Le explicaron que él era el donante más adecuado pues probablemente compartía microbiota con ella. Nada más parecido a su mujer que su marido.
Emil regresó a la habitación y cogió de nuevo la mano de María, como un náufrago busca una brújula.
Y respiró.
Horas después el señor Emil estaba sentado en la taza del water.
Se observó en el espejo.
Introdujo el vaso bajo su cuerpo y apretó mientras cerraba los ojos.
Después entregó la muestra a los médicos.
La inoculación se hizo un día más tarde.
Nadie lo había hecho antes y no querían esperar demasiado tiempo.
Se hizo dos veces separadas tres días.
María no se dio cuenta del procedimiento.
Les dejaron solos y Emil les dio las gracias para centrarse en el reloj.
Miró las horas pasar sin separarse de ella.
Sin darse cuenta cayó dormido y se despertó por un golpe en el hombro.
Emil abrió los ojos pensando en tener delante a uno de los médicos.
Pero era María.
Observándole como si acabara de llegar a puerto.
María mejoró rápidamente.
Desaparecieron las deposiciones diarreicas y los dolores.
Los doctores se mantuvieron escépticos hasta pasados unos días.
Se curó.
Emil la tomó de la mano y ella se levantó.
El equipo médico registró el caso y el hospital se felicitó por el éxito.
La doctora Schwan se sentó delante de su máquina de escribir en el despacho.
Por casualidad tenía delante la puerta del baño.
Sonrió y comenzó a redactar.
Debía contar lo que habían observado.
María recibió el alta y el señor Emil, antes de marchar, entró en el baño.
Observó lentamente aquel cuarto y se miró en el espejo.
Salió de allí y cogió las bolsas.
Abandonaron la habitación.
Y él sonrió.
Seguían siendo dos.
PD: este #HiloYTal forma parte del concurso de #HilosDC6 de @Sci_Granada para #desgrana6. Está basado en el artículo que la doctora Schwan publicó en @TheLancet. Emil y María son nombres inventados. bit.ly/2Cq5gGT
PPD: más bibliografía,
Microbiólogos estadounidenses -> bit.ly/2qvw85I
Cirujano desesperado -> bit.ly/2Q9xJcf
Clostridium en heces -> bit.ly/36KkEfc
Ge Hong y sus cosas - bit.ly/2WWhCjo
PPPD: para terminar, si queréis completar del todo el "pack Clostridium" aquí tenéis el artículo que escribí para @Conversation_E y que fue el germen de este hilo. bit.ly/33ux1di
PPPPD: por cierto, este hilo es un poco homenaje a dos personas que tienen que ver con Uppsala. Uno estuvo allí (@dratropin) y otra está allí ahora (IRV, antigua residente de mi hospital). #SonGrandes y se hicieron el sueco 😜
PPPPPD: la foto de este tuit es de la auténtica doctora Schwan.
No os voy a decir cómo la tengo y cómo lo sé porque uno tiene sus secretos.
O algo.
PPPPPPD: amigo @threadreaderapp unroll lo de arriba que tengo una llave allen para montarlo luego en casa.
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