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Miles de muertos, cientos de miles de contagiados, supermercados arrasados, países enteros encerrados en sus casas… El coronavirus nos ha puesto ante una realidad: nuestra vida, sin Dios, pende de un hilo. #HilodelCoronavirus Aquí tienes lectura para la #CuarentenaCoronavirus
Situaciones parecidas a esta que estamos viviendo en países como España o Italia ya las conocíamos. Nos las han mostrado las películas de Hollywood.
¡Pero pensábamos que eran solo ficción! ¡Que nunca iban a pasar!
Y ahora resulta que no. Que un simple microorganismo saca lo peor de todos nosotros y nos lanza como hienas hacia las estanterías del Mercadona del barrio.
Es una reacción por otra parte muy humana.
¿Y si mañana no nos dejan salir ni al súper? Confieso que yo también he comprado un poco por encima de mis posibilidades por si acaso…
Por otra parte, sin dejarse llevar por ese miedo atávico, también es inteligente comprar un poco de más puesto que cuantas menos veces salgamos a la compra, menos posibilidades de contagio tendremos.
En los hospitales, la gente está muriendo. Y más que van a morir. Las familias no pueden ni siquiera celebrar un funeral en condiciones.
Todos conocemos a un amigo o al amigo de un amigo que está infectado. El virus nos ronda, nos acecha y el pánico empieza a hacer sus efectos en la gente más sensible.
Las medidas excepcionales de los gobiernos son inéditas: confinamiento, cierre de negocios, movilización de todos los recursos sanitarios y del ejército…
No podemos salir a pasear, a tomar un café al bar, quedar con los amigos…
Los cimientos de nuestro estilo de vida se tambalean.
Ojalá este tiempo que nos toca estar en casa, sin tantas obligaciones, sin tantas distracciones, nos ayude a reflexionar sobre cómo vivimos, sobre “para qué” vivimos.
Porque a lo mejor nos damos cuenta de que hasta ahora vivíamos en una mentira.
Estudias 20 años, das lo mejor de ti en tu carrera profesional, trabajas para comprarte aquel coche y pagarte tus aficiones y ahora te encuentras encerrado en casa y sin saber de qué hablar con tus hijos que tampoco saben de qué hablar contigo.
Porque no te conocen. No los conoces. No te conoces.
A lo mejor tienes 45 años, o 70, o 30, y nunca te habías preguntado esto: «Yo, ¿para qué vivo?»
Y basta con que una carta de este castillo de naipes que es la civilización occidental se caiga para que todo el edificio se nos derrumbe encima.
Al ciudadano medio, nos hacen creer (el mercado, los que manejan el cotarro) que todo está controlado.
Como en aquella película de “El Show de Truman”, en el que la vida del protagonista no es más que un programa de televisión en el que todos están compinchados excepto él, cuidan de que no nos falte esa sensación de bienestar que nos hace “creer” que somos felices.
Nos dejan tener nuestra familia, nuestra casita, nuestro cochecito, nuestros hobbies...
Para que Truman no salga del enorme plató de televisión que han construido para el programa (¿no has visto la película? ¡tienes que verla!) le infunden el miedo al mar, pues ahí le hicieron creer que se ahogó su padre.
De esta manera, nunca se le ocurriría atravesar el mar para huir.
Quizá tú tienes suerte y tienes un trabajo o una pensión que te da para ir al súper, tomarte unas cervezas, ir a la moda, salir a pasear con tus amigos, hacer vida más o menos familiar… Consumir en definitiva.
Y para que no salgas de este gran “plató” en el que vives, te infunden miedo, un miedo enorme. Tan grande que impide siquiera que pienses en él. Y es el miedo a la muerte.
Por miedo a la muerte trabajas día y noche, porque crees que, sin trabajo, te morirás de hambre y porque así puedes pagar el seguro privado (por si acaso), y los estudios de los niños para que ellos no se mueran cuando sean mayores…
Por miedo a la muerte tienes tus aficiones, tus pequeños (o grandes) vicios que te distraen, que te hacen no pensar en las cosas importantes…
Por miedo a la muerte no te das del todo a tu familia, a tus amigos, a la sociedad, porque si entregas tu vida, la pierdes ¿no?
Por miedo a la muerte buscas el dinero, la fama, el ser reconocido… Buscas que te quieran porque en realidad sabes que estás muerto. No tienes vida dentro y te la tienen que dar desde fuera.
Por miedo a la muerte, fíjate qué curioso, pedimos incluso que nos maten con la eutanasia. Porque le tenemos tanto miedo que no nos atrevemos ni siquiera a mirarla a la cara sino que preferimos que nos duerman y que pase rápido…
Ojo, que no estoy diciendo que haya que sufrir masoquistamente o que esté mal trabajar, ganar dinero legítimamente, hacer que los niños estudien o tener aficiones. Se me entiende ¿no?
Lo que quiero decir es que el miedo nos paraliza y preferimos “entretenernos” con las cosas de “atrezzo”, con la decoración del plató en lugar de preguntarnos por el sentido de todo esto, por quién soy yo. ¿Para qué vivo?
Por eso el mensaje del Evangelio es tan absolutamente revolucionario, porque nos quita el miedo a la muerte.
Dios, hecho hombre, ha tomado nuestra muerte y la ha matado. Ha dado su vida por ti para que tú, hoy, no tengas miedo a morir y recuperes la libertad perdida.
Perder el miedo a la muerte te capacita para amar con toda tus fuerzas, con toda tu alma, con todo tu ser. ¡Ya no tienes miedo! No te aferras a las “cosas” porque no mueres, por eso puedes amar al insoportable de tu marido, a tu suegra, a aquel vecino…
Sin Dios, esto del coronavirus es un drama. ¡Qué miedo! Nuestra vida pende de un hilo.
Con Dios, nuestra vida sigue pendiendo de un hilo, sí, pero abajo hay una gran red, que son sus brazos amorosos, lo que nos permite vivir todo esto con una gran confianza, con una gran esperanza.
Pero, si Dios es bueno, pensarás tú, ¿porqué ha permitido que exista este virus mortal? Si nos ama, ¿por qué nos ha mandado este mal?¿No será que no es tan bueno o no es tan poderoso?
Este es un dilema clásico de la teología, el problema del mal. La respuesta no es sencilla, pero lo voy a intentar.
Verás, el mal físico proviene de las imperfecciones propias de un mundo que tiende a la perfección, a la consumación, pero que está aún en “status viae” (dicen los teólogos) es decir, que todavía es limitado, caduco, provisorio.
Significa que la naturaleza tiene sus propias reglas. Lo llaman su "legítima autonomía".
Una infección vírica es un proceso natural y no es, de por sí, un mal; un terremoto es, de por sí, una liberación de energía de las placas tectónicas que no pretende en principio destruir al hombre, aunque a veces lo haga.
Por tanto, no le podemos echar las culpas a Dios por ninguno de los males naturales.
De hecho, si no hubiera sido por un gran terremoto, quizá los continentes no habrían emergido nunca del fondo de los océanos y por lo tanto no habríamos existido.
Sin virus tampoco seríamos lo que somos hoy puesto que casi un 10% de nuestro ADN está formado por ADN viral antiquísimo. Se cree que cuando los virus se insertaron en nuestro ADN dieron lugar a nuestra forma de reproducción sexual.
Ellos le dieron al espermatozoide la capacidad de fusionarse con un óvulo. Como ellos entran en una célula y le transmiten su ADN, así nos dieron la capacidad de unir los dos gametos. Si quieres más datos pincha aquí.
cell.com/cell/fulltext/…
Es decir que… ¡Somos un poco virus!
En definitiva, la creación en la que estamos insertos es un proceso dinámico, no estático. No somos figuritas de un Belén en un paisaje muerto, sino que nuestro espíritu, nuestra biología, el medio ambiente, están entrelazados en un proceso hipercreativo propio solo de un genio
Y este genio no se desentiende de sus criaturas sino que está creándonos y a la vez amándonos, entrelazando sus hilos con los nuestros…
Lo de que aún está en proceso (en “status viae” le dicen los teólogos) nos lo explica muy bien San Pablo en su epístola a los Romanos. Dice: «Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto».
El virus, como el terremoto, como el tsunami, como el volcán, como el cáncer… no son más que dolores de parto, porque la culminación de la creación aún no ha llegado.
Si has parido sabes de qué te hablo.
Cuánto dolor, cuánto sufrimiento ¿verdad? Pero qué bello regalo cuando abrazas a tu hijo, y lo hueles…
Dios no es el autor del mal; Dios puede sacar, del mal, el bien.
La creación, con sus imperfecciones, está lanzándonos un grito que dice: «ojo, que yo estoy sin acabar, que la vida verdadera está aún por llegar, no te aferres a mí…»
Como nos recuerda el Papa en Laudato Si’, Dios, «de algún modo, quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo, (...)
donde muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador»
¡Colaborar con Él! ¡Te das cuenta de a qué gran misión te está llamando!
Él no es un guionista que te limita, te encasilla en tu papel… ¡Él te deja intervenir en el guión del show! Te deja que improvises. Porque solo el que te ama de verdad te da libertad, te permite equivocarte.
Ahora, eso sí, la libertad tiene un precio. Puedes usarla solo en tu beneficio y ahí está el mal causado por el hombre y la mujer de hoy: guerras, violencias, explotación de los más débiles y de la propia creación…
(ese sí es el mal que es imputable y fácilmente identificable, el que hacemos nosotros),
...o para el bien, y ponerte al servicio de los demás porque, dando la vida, no la pierdes, sino que la ganas.
¿Nos daremos cuenta de esto cuando pase la crisis del #Coronavid19?
¿O volveremos a nuestro plató a seguir interpretando el papel cerrado que nos han dado los guionistas?
Ojalá estos días de confinamiento, de no poder abrazarnos, de no poder salir a tomar algo consigan hacernos más libres haciéndonos entender que esta vida es pasajera, caduca, limitada…
Ojalá descubramos el para qué vivimos y descubramos a la gente que vive a nuestro alrededor y espera de nosotros que las queramos.
Ojalá rompamos la barrera del miedo que nos impide salir más allá del plató.
Para ello tenemos una ayuda.
Y es que estamos en Cuaresma. Un tiempo que empieza recordándonos que somos polvo y que nos prepara para la fiesta que nos libera del trauma de la muerte, la Pascua de Resurrección.
En unas semanas celebraremos, como podamos, con o sin procesiones, con o sin celebraciones en los templos, otro tiempo en el que el calendario litúrgico sigue haciendo de pedagogo, la Semana Santa.
Rememorando la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, se nos enseña de nuevo que Dios saca, del mal, el bien.
Dice el Catecismo que, «del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres…
Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención».
Nosotros lo matamos y él nos libró de la muerte. ¿Hay amor más grande?
Es Cuaresma, tiempo de conversión. El coronavirus ha venido a sacar bien del mal, a hacernos más fuertes ayudándonos a entender la verdad más profunda de nuestra existencia.
Que no es otra que la de saber que esta vida pasa, pero que nos esperan un cielo nuevo y una tierra nueva.
En los que viviremos ya libres para siempre de virus, de terremotos, de enfermedad y de muerte.
Y que esa vida nueva podemos empezar ya a experimentarla si somos capaces de amar como Él nos amó, dando la vida por quienes nos rodean, no buscando nuestro propio interés sino el de nuestro prójimo.
Quedarse en casa para evitar extender la pandemia es una buena forma de amar; también poner nuestros dones al servicio de la comunidad; o cuidar de quienes lo están pasando mal…
Sin miedo, con libertad, abriendo la puerta de lo desconocido, amando… Esa es la belleza de la vida cristiana #Findelhilo
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