A veces nos visita la ansiedad, o la tristeza. Vienen sin avisar, sin causa aparente. Las vemos venir, nos agitamos, nos agobiamos, y finalmente nos golpean. Inmediatamente pensamos: ¿qué es lo que está mal? Nos comemos la cabeza buscando causas...
Todo esto solo aumenta la sensación de tristeza o de ansiedad, y no sabemos qué hacer para quitárnoslo de encima. Parece que nada puede con ello. El tiempo se nos hace eterno. Querríamos huir de nosotros mismos, pero no podemos. Poco a poco, la sensación va aflojando, y se pasa.
Siempre se pasa. A veces necesitamos medicación, es bueno conocer ejercicios de relajación y hacer terapia, pero nunca podremos desterrar 100% esos sentimientos de nuestra vida. No pasa nada por sentirlos, ni hace falta encontrar una causa que los justifique.
Hemos de hacer lo posible por estar bien, pero si esos sentimientos vienen, hemos de abrirles la puerta y dejarnos sentirlos. De algún modo y sin que entendamos por qué, necesitamos tenelos, necesitamos dejarles expresarse. Aceptarlos y vivirlos es el único modo de superarlos.
Jesús los vivió, en Getsemaní. Él está con nosotros cuando sufrimos, aunque muchas veces no nos ahorra el sufrimiento. Nosotros no entendemos por qué, a pesar de pedírselo, no se lleva esos sentimientos. Pero Él sí lo sabe. Hemos de abandonarnos por completo a su voluntad.
Rendirnos. Trascendernos. Dejarnos sentir. Es duro, lo sé. Pero es el único camino. Sólo así llegamos a experimentar que no somos nuestros sentimientos, y que más profundo que todo lo que somos y sentimos, está Él, siempre con nosotros. Y finalmente, todo se pasa.
Esos sentimientos, más allá de lo psicológico, nos recuerdan que esto no es el cielo. Aún no hemos llegado. Hay muchas cosas que ahora no comprenderemos y que sólo entenderemos cuando estemos en el cielo. Allí, por fin, ya no habrá ansiedad o tristeza. Solo alegría.
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