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Hubo una vez un arquitecto que fue un padre horrible porque quería más a sus edificios que a sus hijos. Sus hijos no se lo perdonaron; sus edificios son el puro sentido de la maravilla.

En #LaBrasaTorrijos de hoy, especial #diadelpadre: Louis I. Kahn y el viaje al Sol.

HILO 👇
Nuestra historia comienza el día 17 de marzo de 1974 cuando el cuerpo de un hombre de unos 70 años fue llevado a la morgue del Bellevue Hospital de Manhattan. Lo había encontrado una operaria de limpieza en el baño de caballeros de la Penn Station.

Nadie lo había reclamado.
En 1901 (unos 70 años antes), en estonia nació Itze-Leib Schmuilowsky. A los tres años, mientras jugaba junto a la estufa, se fijó en las piedras de carbón que ardían en el hornillo. Hipnotizado por la luz incandescente, se acercó tanto al carbón que prendió fuego a su babero.
El fuego quemó el pelo del niño Itze-Leib y le marcó el rostro con unas cicatrices que le acompañarían el resto de su vida.
En 1906, la familia Schmuilowsky emigró a Estados Unidos. Se instalaron en uno de los barrios más deprimidos del norte de Filadelfia y cambiaron sus nombres por nombres anglófonos.

El pequeño Itze-Leib pasó a ser Louis Isadore. Le llamaban Lou. Foto de Filadelfia en 1900.
Lou vivía con toda su familia en un pequeñísimo apartamento en el ático de un tenement, edificios habitualmente destinados a acoger a inmigrantes de clase baja y cuyas condiciones de habitabilidad eran tan pobres como los ingresos de sus ocupantes.
Pese a que Lou enseguida demostró aptitudes para el arte y la música, su familia ni siquiera tenía dinero para comprar lápices, así que el niño tuvo que fabricar sus propios instrumentos de dibujo con carbón y ramas quemadas.
Despuésvendía sus ilustraciones y tocaba el piano en las salas de cine mudo.

Lou caía simpático a los adultos, hasta el punto de que una señora adinerada le regaló un piano. Como el piano no cabía en su dormitorio sin quitar la cama, Lou decidió dormir dentro del piano.
En 1915, el padre de Lou cambió el apellido familiar por Kahn y Lou se convirtió en ciudadano estadounidense con el nombre por el que sería recordado: Louis Isadore Kahn. Foto de Louis Kahn con unos 20 años.
Kahn obtuvo el título de arquitecto por la Universidad de Pennsylvania en 1924, pero no abrió su propio estudio hasta 1947. Durante todos esos años, Lou —le seguían llamando Lou— fue incapaz de conseguir encargos de entidad.
No comulgaba con los rascacielos "art deco" ni con la arquitectura de vidrio y acero del movimiento moderna. No parecía interesado en la cara de la normalidad. Los apartamentos Lake Shore DR. de Mies en Chicago. Acero y vidrio.El Empire State Building. Art Deco.
Vivió todos esos años gracias a los ingresos de Esther Israeli, con quien se había casado en 1930 y que era la madre de su hija Sue Ann, nacida en 1940. De hecho, montó su despacho gracias al dinero que había ahorrado Esther.
Aquí con la madre y con su hija.
En 1951 fue invitado como arquitecto residente de la Academia Americana de Roma. Viajó por Italia y Grecia y Egipto y en la arquitectura de la Antigüedad encontró lo que estaba buscando y lo que le separaba de sus coetáneos.

Luz y materia. Persistencia.

Atemporalidad. Dibujos de Kahn de las pirámides de Egipto.
El problema es que la búsqueda de su arquitectura era un reflejo de la búsqueda de su vida, y lo que funciona en un plano no siempre funciona en el otro.
Tras regresar de Europa, Lou comenzó una relación con Anne Tyng, la única mujer de su estudio y con quien tuvo a su segunda hija, Alexandra, en 1953. Lou prometió a Anne que dejaría a Esther y que comenzaría una nueva vida con ella.
Pero nunca lo hizo.

Se separó de Anne en el 56 y, tres años después, comenzó una nueva relación con la paisajista Harriet Pattison, que dio a luz a su único hijo, Nathaniel, en 1962. Kahn y su hijo Nathaniel.
También prometió que se casaría con ella, pero nunca se separó de Esther.
Lou era como Kahn: evitaba la normalidad. Su vida era su trabajo. «Nunca fue una persona casera. Prácticamente vivía en el estudio», dijo Anne Tyng.

En privado, siempre consideró a sus hijos como miembros de su familia, pero jamás los reconoció en público.
Lou era un hombre de enorme carisma. Un hombre sociable, locuaz y encantador; pero no terminaba de considerar a las demás personas como sus iguales. A sus hijos biológicos les regalaba el escaso tiempo que le quedaba entre las obras.

Sus verdaderos hijos eran sus edificios.
Lou prefería ser Kahn.
En 1959, el virólogo Jonas Salk encargó a Louis Kahn la construcción de sus nuevos laboratorios. Salk era mundialmente famoso por desarrollar la vacuna de la polio y necesitaba un edificio para seguir desarrollando sus investigaciones.
Los requisitos iniciales del edificio eran muy leves; apenas espacios para laboratorio cómodos y vestuarios adecuados para los investigadores y el resto de trabajadores del complejo.
El resto del programa se fue moldeando en conversaciones entre Salk y Kahn.
Salk tenía a su disposición varios terrenos de concesión municipal a las afueras de San Diego, en el barrio de La Jolla. Por allí pasearon el virólogo y el arquitecto en largas tardes de primavera discutiendo el tamaño, las necesidades e incluso el tono de la nueva construcción.
Caminaban y hablaban y escuchaban y tomaban notas entre los pinos y el océano Pacífico.

Claro, el océano.
Tras unos primeros anteproyectos, Kahn decidió la forma y el lugar. Era extraordinariamente sencillo, casi obvio: dos edificios longitudinales paralelos y orientados al oeste puro. A poniente.

A la puesta de sol sobre el Pacífico.
La arquitectura de Kahn buscaba la presencia atemporal de la historia y, como la vida de Lou, parece eludir la escala intermedia, la normalidad.
Las fachadas y los espacios no hacen referencia al hombre, las ventanas y los huecos no tienen escala comprensible salvo para la propia materia y la luz.

Kahn construía en la poesía del tiempo.
Sin embargo, Kahn también quería hacer un regalo a los hombres y mujeres que iban a trabajar en el Instituto Salk, a las personas que jugarían en su edificio. Por eso planteó un gran patio arbolado entre los laboratorios.
Un lugar para que los investigadores descansaran a la sombra, protegidos del sol de California.
Le enseñó el diseño inicial de ese patio arbolado a Luis de Barragán, al que consideraba un maestro del paisaje. El dibujo de Kahn con el patio arbolado.
«No», le contestó el formidable arquitecto mexicano, «Sin árboles y sin sombra. El regalo es el cielo y el océano».

El regalo era el cielo y el océano.
Así, a los laboratorios le nacen los estudios privados de los investigadores. Lugares para descansar girados en diagonal hacia el Pacífico como cabezas que alargan el cuello para asomarse.
Ojos telescópicos con piel de madera
Ojos que se amontonan casi planos cuando los miras desde el mar, pero que se alargan hacia el oeste buscando la luz.
Quizá por eso, el patio del Instituto Salk es perfectamente simétrico. Porque aunque los investigadores consideran al edificio como un lugar extraordinario donde la serenidad del cielo y el océano estimula su trabajo, en realidad, Kahn no dialoga con ellos.
El patio entre el hormigón pone al hombre frente a fuerzas mucho más antiguas y más poderosas.

El regalo es el agua y el silencio. La acequia en el centro del patio.
En el centro, un eje. No hay árboles ni sombra, solo el pavimento de mármol y un canal de recorrido continuo. Una acequia que burbujea constantemente hacia el sol del equinoccio, fluyendo en la simetría del tiempo.
El Salk Institute for Biological Studies se inauguró en 1965. En sus cincuenta años de trayectoria han trabajado en él hasta once científicos que recibieron el Premio Nobel y es considerado mundialmente como uno de los laboratorios punteros en biomedicina y neurociencia.
Poco después de la inauguración del Instituto Salk, Louis Kahn fue elegido académico de la National Academy of Design. En 1968 fue seleccionado como miembro de la American Academy of Arts and Sciences.
En 1971 recibió la Medalla de Oro del American Institute of Architects y en 1972 fue condecorado con el mismo galardón del Royal Institute of British Architects.
Louis I. Kahn tenía más de 70 años y era uno de los arquitectos más importantes de América y posiblemente, el más libre e independiente de todos. Y el Instituto Salk era su obra más intrínsecamente ligada a la tierra y al cielo.
El Instituto Salk era un edificio formidable que resumía el posicionamiento de su arquitecto respecto a la materia y la luz. Respecto al hombre y a la historia. Pero Kahn siguió construyendo por todo el mundo.

En Texas y en New Hampshire, en la India y en Pakistán.
Lou también tenía más de 70 años y seguía visitando a sus tres familias cada mes.

Siempre a escondidas, en los ratos que le dejaban los viajes y el control de sus obras.

Siempre haciendo promesas. Siempre huyendo de ellas.
Kahn regresaba de Dacca una tarde de marzo de 1974. Había aterrizado en el aeropuerto JFK y había llegado a la Penn Station de Nueva York a la espera de coger un tren camino de Filadelfia.

En medio del lobby de la estación sintió un fuerte golpe de calor.
Kahn lo atribuyó al cansancio del largo vuelo transoceánico. Solo necesitaba refrescarse un poco, pensó, así que fue a uno de los aseos públicos de la terminal. Se quitó la chaqueta, se aflojó la pajarita y se lavó bien la cara, pero el agua no ayudó. Apenas podía respirar.
El calor.

El calor y el dolor.

El dolor en el brazo y en el pecho retorció su rostro por encima de las quemaduras y las cicatrices que le habían acompañado toda la vida.
Louis Isadore Kahn murió de un fallo cardiaco el 17 de marzo de 1974 en un baño de caballeros de la Penn Station.
Su cuerpo permaneció durante dos días en la morgue del Bellevue Hospital de Manhattan sin que nadie lo reclamase. Nadie de su estudio.

Tampoco Esther ni Anne ni Harriet.
Pese al enorme éxito de sus obras, Kahn murió con la cuenta corriente llena de deudas. A su funeral celebrado en el cementerio Montefiore de Filadelfia acudió un buen número de personalidades de la arquitectura y la cultura norteamericana.
También acudieron Esther, Anne y Harriet, acompañadas de Sue Ann, Alexandra y Nathaniel.

Era la primera vez que los tres hijos se veían.
El pequeño tenía 11 años y llevaba entre las manos la última postal que le había enviado su padre desde la India.
Decía así: «Mi querido niño, la arquitectura de aquí es como el pan de jengibre para nosotros. Para la gente de Oriente es una expresión de placer. Pienso en ti todos los días. Con todo mi amor, Papá».
Pero la postal incluía una postdata: «Tu padre no se siente demasiado como un héroe de cuento. Algún día espero ser capaz de enseñarte a ser mejor hombre de lo que soy yo».
Lou nunca fue un buen padre y quizá tampoco fue un buen hombre. Su única auténtica preocupación era la persistencia de su trabajo en el recorrido de la historia. Tal vez por eso, Kahn fue un arquitecto libre de modas y de tendencias y de símbolos.
Un arquitecto que construyó por encima de las escalas y que, fascinado desde que era un niño junto a la estufa, siempre quiso poner al ser humano en contacto con la luz. Poniente en el Instituto Salk.
Y sin embargo, en el Instituto Salk hizo mucho más que eso.
Porque la mirada entomológica de Louis Kahn respecto al hombre distorsionó la forma que tenía de comprender a su familia, pero sirvió para enseñarnos, con su arquitectura, una de las realidades más hermosas y más despiadadas de la condición humana.

Que no somos nada.
En el Instituto Salk, en la tarde del equinoccio, se puede vivir una experiencia tan alejada del hombre como necesaria para entender lo que somos: apenas motas de polvo en la piel del cosmos. Accidentes en el tiempo.

Porque se siente la rotación de la Tierra.
Radián a radián, metro a metro, centímetro a centímetro, en el curso continuo de cada fracción de segundo, notamos planeta gira sobre su eje invisible.
Hasta que, en el último instante del último día del invierno, el mundo se alinea simétrico entre ojos de madera y hormigón, en la rampa de lanzamiento de un viaje estelar.

Un viaje a nuestra estrella.

Un viaje al sol. El sol se pone perfectamente simétrico en la acequia del patio del Instituto Salk en La Jolla, California.
Y con esta imagen de Kahn pensando en la luz, nos vamos a ir despidiendo de San Diego, del Instituto Salk y de el episodio de #LaBrasaTorrijos de hoy.

Como siempre, si os ha gustado, se agradecen los RT, los FAV, los follows o los besos (de lejos)
Nos vemos en un nuevo capítulo el próximo jueves a la misma hora.

Si queréis conocer más territorios improbables, recordad que todos los episodios de #LaBrasaTorrijos están archivados en mi tuit fijado, que es este:

Las fotos del episodio de hoy son de:

Liao Yusheng, Sameer Mundkur, Carol M. Highsmith, Naquib Hossain, Jason Taeillious, Jun Seita, Mediaworks/Louis Kahn Project Inc., Alfred Essa, Kimbell Art Museum y Salk Foundation.

(Fin del HILO 🌞🌊)
(Y en el próximo episodio vamos a viajar a una isla abandonada que estuvo superpoblada, que parece un barco y que fue la guarida de un supervillano)
(Por cierto, me han dicho que mencione a @TwitterEspana y ponga el hashtag #FeriaDelHilo, para poder participar. A ver si tengo suerte)
Dos codas al hilo de ayer:

1. Nathaniel filmó un PRECIOSO documental sobre su padre, del que extraje más de un pantallazo. El filme fue nominado al oscar y se puede ver con subtitulos en español en el siguiente enlace.

2. Estos tiempos son jodidos y duros para todos. Algunos hemos decidido que vamos intentar hacerlos un poco más distraidos en tuiter. Por eso os quería dar las gracias a todos los que leéis y comentáis.

A mí también me ayuda.
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